jueves, 31 de agosto de 2023

Estén atentos porque no saben a qué hora llegará el Señor (Mt 24, 42-51)

 P. Carlos Cardó SJ

Parábola del mayordomo justo, óleo sobre lienzo de Andrei Mironov (siglo XX), galería de pinturas de Andrei Mironov, Ryazan, Rusia

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Velen y estén preparados, porque no saben qué día va a venir su Señor. Tengan por cierto que si un padre de familia supiera a qué hora va a venir el ladrón, estaría vigilando y no dejaría que se le metiera por un boquete en su casa. También ustedes estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre.
Fíjense en un servidor fiel y prudente, a quien su amo nombró encargado de toda la servidumbre para que le proporcionara oportunamente el alimento. Dichoso ese servidor, si al regresar su amo, lo encuentra cumpliendo con su deber. Yo les aseguro que le encargará la administración de todos sus bienes.
Pero si el servidor es un malvado, y pensando que su amo tardará, se pone a golpear a sus compañeros, a comer y emborracharse, vendrá su amo el día menos pensado, a una hora imprevista, lo castigará severamente y lo hará correr la misma suerte de los hipócritas. Entonces todo será llanto y desesperación".

Este texto corresponde al llamado discurso escatológico de Jesús. En él responde a quienes le preguntan “cuándo” será el fin del mundo. Hace ver que el “cuándo” es siempre, el tiempo de lo cotidiano; es allí donde se realiza el juicio de Dios. En nuestra existencia de todos los días se decide nuestro destino futuro en términos de salvación o perdición, de estar con el Señor él o estar lejos de él. La vida o la muerte dependen de cumplir o no la palabra que el Señor nos ha dirigido: Mira que pongo delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal… ¡Elige pues la vida! (Dt 30 15-20). Al final se recoge lo que se ha sembrado.

Con una comparación y una parábola, el texto nos hace ver en qué consiste la actitud de vigilancia. La comparación del amo de casa que no sabe cuándo vendrá el Señor exhorta a poner cuidado para que la muerte no sorprenda. Con imágenes propias de la cultura de su tiempo, la parábola advierte que en lo cotidiano nos jugamos nuestra realización definitiva o nuestro fracaso. No en acontecimientos extraordinarios, sino en los de cada día construimos o echamos a perder nuestra morada eterna. Por tanto, hay que estar preparados, vigilantes, en vela. Esta actitud significa ser consciente de que ante un acontecimiento futuro imprevisible y de carácter decisivo para el destino de la persona, no se puede estar dormido, despreocupado o indolente. Discernir las cosas y vigilar nos sirve para ver a Dios con nosotros en la vida de todos los días. Quien lo busca y reconoce, con hechos y no sólo con palabras, lo encuentra.

La parábola describe la actitud que puede asumir un empleado a quien su jefe pone al frente a todos sus trabajadores para que los provea de lo que necesitan. Puede cumplir bien el encargo que se le da o puede hacer de las suyas, aprovechándose de la ausencia de su patrón. Se le ha dado una gran responsabilidad; de él depende comportarse como es debido o sufrir las consecuencias. Si cumple, el jefe lo premiará, promoviéndolo a administrador general de todos sus bienes. Si no cumple, será despedido.

La descripción del castigo –con el rigor que merecen los hipócritas–, hace referencia probablemente a los fariseos y maestros de la ley, así como a todos los que dicen una cosa y hacen otra, tienen una apariencia de fidelidad a la ley pero son y actúan de manera contraria y, finalmente, no escuchan ni cumplen la voluntad de Dios revelada en Jesucristo.

Por el tono alegórico del relato, el amo de casa podría representar a los dirigentes: son los que el Señor ha puesto al frente de su casa y son ellos los primeros que han de cultivar la actitud de vigilancia, obrando con justicia y caridad. Siervos son todos los miembros de la comunidad cristiana. Se les exhorta a imitar a Jesús, que se hizo siervo de todos. Ellos reciben la misma responsabilidad de servir la vida de los demás haciendo oportunamente lo que se debe. Y deben mostrarse fieles y vigilantes porque, de lo contrario, puede volver el Señor de improviso y quedar ellos en una situación comprometida.

Texto como éstos, lejos de pretender asustarnos, nos invitan a la responsabilidad con nosotros mismos. El miedo y el sentimiento psíquico de culpabilidad no bastan para construir una personalidad consistente, aunque en determinadas circunstancias pueden cumplir una función orientadora de la conducta del yo. Lo que debemos ser en todo momento se nos muestra contemplando a Jesús. Mirarlo a él es ver cómo se puede vivir una vida plena. De hecho, lo que llamamos juicio de Dios sobre nosotros no es otra cosa que el juicio práctico que hacemos ahora de Jesús: lo aceptamos como nuestra norma de vida o lo negamos, lo servimos en los hermanos o pasamos de largo.

miércoles, 30 de agosto de 2023

Fiesta de Santa Rosa de Lima, patrona del Perú, de América Latina, de las Indias y de Filipinas (Mt 13, 31-35)

 P. Carlos Cardó SJ

La Sagrada Familia con Santa Rosa de Lima, lienzo de la Escuela Cuzqueña de autor anónimo (siglo XVIII), colección privada del BCP, Lima, Perú

Jesús les propuso otra parábola: «Aquí tienen una figura del Reino de los Cielos: el grano de mostaza que un hombre tomó y sembró en su campo. Es la más pequeña de las semillas, pero cuando crece, se hace más grande que las plantas de huerto. Es como un árbol, de modo que las aves vienen a posarse en sus ramas».
Jesús les contó otra parábola: «Aquí tienen otra figura del Reino de los Cielos: la levadura que toma una mujer y la introduce en tres medidas de harina. Al final, toda la masa fermenta».
Todo esto lo contó Jesús al pueblo en parábolas. No les decía nada sin usar parábolas, de manera que se cumplía lo dicho por el Profeta: Hablaré en parábolas, daré a conocer cosas que estaban ocultas desde la creación del mundo.

La acción divina actúa por la mediación de lo pequeño y escondido. Los valores del evangelio no necesitan los medios de propaganda y de impacto masivo del mercado y de la política. En lo escondido y en silencio actuó Jesús, el pequeño carpintero de Nazaret, en quien residía toda la fuerza salvadora de Dios. Así, en aparente insignificancia, transcurrieron sus misteriosos treinta años en Nazaret y luego su corta vida pública.

Nosotros, quizá, para describir la relevancia de una obra humana, no emplearíamos la metáfora del granito de mostaza o de la pequeña medida de levadura; escogeríamos la de un árbol frondoso. Pero las grandes realizaciones suelen tener un desarrollo progresivo y secreto. En la pequeñez de la semilla se esconde el árbol y en la reducida porción de levadura, la energía que hace fermentar la masa.

Hoy, en la fiesta de nuestra patrona Santa Rosa de Lima, se nos invita a descubrir la grandeza de Dios en lo pequeño, lo oculto, lo silencioso. Es ocasión para apreciar el poder transformador que personas como ella ejercen en los corazones y en la sociedad.

Fue época de santos, época excepcional. Toribio de Mogrovejo, Martín de Porres, Francisco Solano, Juan Macías, Rosa…, todos juntos, a pocas cuadras unos de otros en “el centro” de Lima.

Rosa, «la primera flor de santidad en el Nuevo Mundo», recién evangelizado, nace el 30 de abril de 1586, hija de Gaspar Flores y María de Oliva; le ponen por nombre Isabel. En Quives recibe la Confirmación de manos de Santo Toribio, quien impresionado por la belleza de su rostro, la llama Rosa. Más tarde, al consagrarse a Cristo, ella cambiará este nombre por Rosa de Santa María.

Pasó varios años de su infancia y adolescencia en Quives, donde su padre administraba un obraje de minerales de plata. Esta estancia la marcó por su contacto con la pobreza y sufrimiento de los indios que trabajaban en la mina. Al volver a Lima con su familia, Rosa llevó una vida como la de cualquier jovencita, hasta que sintió la llamada del Señor.

Ingresó a la Tercera Orden Seglar de Santo Domingo el 10 de agosto de 1606 y tuvo como modelo a Santa Catalina de Siena, doctora de la Iglesia. Con gran fama de santidad, Rosa murió el 24 de agosto de 1617. Después ocurre algo excepcional: todavía no había sido canonizada, y ya era proclamada patrona del Perú, del Nuevo Mundo y de Filipinas en 1669. El papa Clemente X la canonizó en 1671.

La santidad en la vida ordinaria es la primera lección que nos da Rosa. Es una santa seglar, que vestía el hábito de las terciarias. Mujer responsable, trabajaba de día en su huerto y de noche como costurera para ayudar a los gastos de su hogar, que pasó penurias desde que fracasó el obraje de Quives. A pesar de sus escasos medios, Rosa se prodigaba en la atención a los pobres, recolectando donativos para ellos, por lo que se ganó fama de santa de los pobres aún en vida. El pueblo agradecido concurrió en masa a sus funerales.

Se destaca también en ella su oración. Mujer culta, instruida más que el común de las mujeres de su tiempo fue sobre todo en la oración y meditación de los libros santos donde adquirió un gran conocimiento de las cosas de fe. Rosa hablaba, enseñaba, discutía, aconsejaba incluso a sacerdotes. Y confrontada por la Inquisición, logró que los jueces le reconocieran que era en su oración donde había recibido el don de sabiduría y conocimiento de Dios.

Sus penitencias han sido el rasgo de su vida más resaltado. Sus biógrafos abundan en descripciones minuciosas al respecto, que debemos considerar cargadas de contenido imaginario, aunque indudablemente la piedad de su época llevaba a los fieles a expresar el arrepentimiento mediante penitencias corporales. Sin embargo, mucho más significativa que sus mortificaciones físicas, fue su empeño en encauzar su natural deseo de ser admirada por sus dotes artísticas y por sus obras, buscando el olvido de sí misma en su sacrificada labor solidaria.

El Papa Inocencio IX hizo de ella uno de sus mejores elogios: “Probablemente no ha habido en América un misionero que con sus predicaciones haya logrado más conversiones que las que Rosa de Lima obtuvo con su oración y sus mortificaciones”.

Finalmente no se puede dejar de apreciar su personalidad, en particular, su temple de carácter, junto con su ternura y delicadeza. Rosa goza de autoridad moral en la Iglesia de Lima y por ello es capaz de dialogar con las autoridades religiosas sobre el trabajo pastoral, o aconsejar a clérigos relajados para que reformen sus vidas.

En 1615, ante la amenaza del corsario holandés Joris van Spilbergen (que saqueó las costas de Chile y Perú), Rosa congrega en la iglesia de Santo Domingo a una gran cantidad de gente para orar por la superación del peligro. Junto a estas características de mujer fuerte y decidida, Rosa demuestra un fino sentido artístico en el cultivo de la música y de la poesía, y en el amor a la naturaleza. Desarrolló una admirable capacidad para percibir en todo la presencia de Dios.

Pidamos, pues, a nuestra santa patrona que siga intercediendo por el Perú, por todos nuestros hogares, para que reine la paz y la unión, y el país avance hacia su desarrollo integral con justicia y equidad. 

martes, 29 de agosto de 2023

Martirio de Juan Bautista (Mc 6, 17-29)

 P. Carlos Cardó SJ

La fiesta de Herodes, óleo sobre lienzo de Mattia Preti (entre 1656 y 1661), Museo de Arte de Toledo, Ohio, Estados Unidos

En aquel tiempo, Herodes había mandado apresar a Juan el Bautista y lo había metido y encadenado en la cárcel. Herodes se había casado con Herodías, esposa de su hermano Filipo, y Juan le decía: "No te está permitido tener por mujer a la esposa de tu hermano". Por eso Herodes lo mandó encarcelar.
Herodías sentía por ello gran rencor contra Juan y quería quitarle la vida, pero no sabía cómo, porque Herodes miraba con respeto a Juan, pues sabía que era un hombre recto y santo, y lo tenía custodiado. Cuando lo oía hablar, quedaba desconcertado, pero le gustaba escucharlo.
La ocasión llegó cuando Herodes dio un banquete a su corte, a sus oficiales y a la gente principal de Galilea, con motivo de su cumpleaños.
La hija de Herodías bailó durante la fiesta y su baile les gustó mucho a Herodes y a sus invitados.
El rey le dijo entonces a la joven: "Pídeme lo que quieras y yo te lo daré". Y le juró varias veces: "Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino".
Ella fue a preguntarle a su madre: "¿Qué le pido?".
Su madre le contestó: "La cabeza de Juan el Bautista".
Volvió ella inmediatamente junto al rey y le dijo: "Quiero que me des ahora mismo, en una charola, la cabeza de Juan el Bautista".
El rey se puso muy triste, pero debido a su juramento y a los convidados, no quiso desairar a la joven, y enseguida mandó a un verdugo que trajera la cabeza de Juan.
El verdugo fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una charola, se la entregó a la joven y ella se la entregó a su madre.
Al enterarse de esto, los discípulos de Juan fueron a recoger el cadáver y lo sepultaron.

El interés principal de Marcos en todo su evangelio es dar a conocer la identidad de Jesús, responder a la pregunta que Jesús planteará a sus discípulos: Ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Para ello refiere cómo fue visto por sus parientes y sus paisanos, por los maestros y jefes religiosos, por la autoridad política y por el pueblo sencillo. Va haciendo ver que Jesús echa por tierra esquemas y estereotipos prefabricados sobre el modo como Dios se revela, actúa y juzga.

Con su modo de revelar a Dios, Jesús desenmascara el sistema montado por las clases dominantes para mantener sus privilegios y ganancias, condena las alianzas que se forjan entre el poder religioso y el político para mutuo beneficio y, sobre todo, revela el amor salvador e incondicional de un Dios padre de todos, que a todos llama, pero muestra una particular predilección por los indefensos y los de limpio corazón. Por todo ello, Jesús se irá convirtiendo en un peligro para el poder establecido, que ve necesario rechazarlo con violencia. Puede verse aquí el motivo por el que Marcos relata amplia y detalladamente la muerte del Bautista, que prefigura la del Salvador, de quien fue el precursor.

Todos los elementos que entran en juego en el encarcelamiento y muerte del Bautista aparecerán después en la pasión y muerte de Jesús: la maldad humana, la hipocresía y doblez, las intrigas, la corrupción de las costumbres y de las instituciones, la injusticia, es decir, todo aquello que el evangelio de Juan designa como la maldad, el odio y la ceguera del mundo (cf. Jn 9, 39-41; 15, 18-21).

Domina la narración de la muerte de Juan la figura femenina de Herodías, que es presentada como su verdadera enemiga. Lo odia a muerte porque ha reprobado su unión con Herodes, estando aún vivo el hermanastro de éste con quien estaba casada. No te es lícito tener a la mujer de tu hermano, le había dicho Juan a Herodes, condenando su acción escandalosa. Por eso Herodías busca la manera de suprimirlo, pero choca con la resistencia de su concubino que teme a Juan porque sabe que es un hombre santo y cuando le oye hablar le deja perplejo.

La ocasión propicia para doblegar su resistencia y llevar a cabo su mal propósito la encuentra Herodías en el banquete que el rey organiza por su cumpleaños, invitando a los grandes de su corte.

En medio de la fiesta salta a la escena la hija de Herodías (llamada Salomé por el historiador Flavio Josefo), baila en el centro del salón y entusiasma al rey y a sus invitados. Por pura jactancia, Herodes le promete a su hijastra, bajo juramento, que le dará lo que ella pida, aunque sea la mitad de su reino.

El plan de Herodías tendrá éxito; con descarado cinismo manda a su hija que pida la cabeza del Bautista. El rey se entristeció, pero a causa del juramento y de los invitados, no quiso contrariarla. Y fue así como, de inmediato, fue martirizado el inocente. La muchacha llevó a su madre la cabeza del Bautista. La maldad se impuso. El poder del mal, activado por el adulterio, el falso honor y la frivolidad, quita de en medio al testigo que lo contradice y descalifica. Es la suerte del profeta que cae por denunciar la corrupción de las costumbres.

A los ojos del mundo la verdad y la justicia del profeta pierden. Pero en realidad él sale vencedor. Su muerte demuestra que los valores que ha defendido valen más que la vida: no es un simple perdedor, es un mártir. Eso fue Juan Bautista y su muerte sangrienta anticipó la de Jesús, el testigo fiel (Ap 1, 5; Hebr 12,2).

La Iglesia, fijos los ojos en Jesús, autor y consumador de la fe (Hebr 12,2), perdería toda credibilidad si no recorriera hoy, como en sus comienzos, el camino profético trazado por su Maestro, en la defensa de Dios y de la vida de todo ser humano. Libre de toda atadura terrenal, se hace capaz de testimoniar con su palabra y sus acciones la justicia que se nos ha manifestado en Jesús. Como Él, será siempre un signo de contradicción para todo aquello y todos aquellos que defienden sistemas sociales y modos de vida contrarios a la dignidad de la vida humana y a los valores del evangelio. 

lunes, 28 de agosto de 2023

Contra fariseos y maestros de la ley (Mt 23, 13-22)

 P. Carlos Cardó SJ

Jesús en la sinagoga de Nazareth, icono de autor anónimo (siglos XVI o XVII), Museo Estatal Ruso, San Petersburgo

En aquel tiempo, Jesús dijo a los escribas y fariseos: "¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, porque les cierran a los hombres el Reino de los cielos! Ni entran ustedes ni dejan pasar a los que quieren entrar.
¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que recorren mar y tierra para ganar un adepto y, cuando lo consiguen, lo hacen todavía más digno de condenación que ustedes mismos!
¡Ay de ustedes, guías ciegos, que enseñan que jurar por el templo no obliga, pero que jurar por el oro del templo, sí obliga! ¡Insensatos y ciegos! ¿Qué es más importante, el oro o el templo, que santifica al oro? También enseñan ustedes que jurar por el altar no obliga, pero que jurar por la ofrenda que está sobre él, sí obliga.
¡Ciegos! ¿Qué es más importante, la ofrenda o el altar, que santifica a la ofrenda? Quien jura, pues, por el altar, jura por él y por todo lo que está sobre él. Quien jura por el templo, jura por él y por aquel que lo habita. Y quien jura por el cielo, jura por el trono de Dios y por aquel que está sentado en él".

El texto es continuación del discurso contra la hipocresía de los fariseos y escribas. Al leerlo conviene pensar que posible aplicación tiene al día de hoy, pues el fariseísmo sigue siendo un peligro para todas las religiones y para la Iglesia. Fariseo significa puro; eso se creían los miembros de este partido.

Jesús pone en guardia contra el peligro de convertir su comunidad en una secta de puros. Asimismo, el fariseísmo aparece cuando se dictan normas para que otros las cumplan y cuando no se pone en práctica lo que se enseña. Fariseísmo es servirse de la Palabra (de la Iglesia, de las instituciones religiosas, incluso de las normas morales) para obtener algún beneficio propio, aprobación y gloria vana según el mundo, pero no la gloria de Dios.

Los fariseos de todos los tiempos exhiben su religiosidad o su saber de las cosas de religión y moral para aparecer como grandes, doctos, eruditos que están para enseñar pero no para aprender. El fariseísmo se infiltra bajo apariencia de bien, disfrazado con la máscara de la observancia de las normas y preceptos; presenta el evangelio como ley, no como lo que es: buena noticia de la comunicación y comunión entre Dios y sus hijos e hijas.

Las contradicciones que Jesús desenmascara en este discurso son: la hipocresía del decir y no hacer, el celo por buscar prosélitos para asemejarlos a ellos y no llevarlos a Dios, el legalismo y la falta de discernimiento, el ser intachable en lo exterior pero perverso en su interior (sepulcros blanqueados), la dureza para juzgar a los demás y la incapacidad para soportar el juicio de la verdad.

El «ay» profético que Jesús pronuncia seis veces por el mal proceder de los fariseos y escribas, no es de lamento por una situación triste, sino de advertencia severa del fin desastroso al que se encaminan por confundir a la gente. Son los enemigos de Jesús, responsables directos de que la mayoría del pueblo de Israel no creyera en Él. Es como un ajuste de cuentas decisivo a los malos dirigentes. Seis veces los llama «hipócritas», por vivir en contradicción entre lo que dicen y lo que hacen. Son lo contrario de lo que deben ser los discípulos de Jesús que escuchan la palabra de Dios que Él les comunica y la llevan a la práctica (cf 7,24-27).  

El primer «ay» es porque los maestros de la ley y los fariseos, haciéndose los jueces de vivos y muertos, cierran la puerta del reino de los cielos, es decir, de la salvación, a los que se les antoja, sin advertir que haciendo eso ellos mismos se condenan. Pedro, como representante de la comunidad cristiana, recibió las llaves para, en nombre de Cristo, abrir a los fieles las puertas del reino de los cielos (Mt 16, 19) mediante la transmisión oficial y normativa de los contenidos de la fe cristiana.

Los letrados y fariseos, en cambio, considerados los intérpretes oficiales de la ley, centraban su práctica en la búsqueda de la pureza exterior, dejando de lado el núcleo más importante de la ley: la misericordia, el derecho y la fidelidad. Obrando así ellos mismos quedaban fuera de la justicia del reino y confundían a la gente en vez de guiarla a cumplir lo que Dios quiere.

El segundo “ay” amplía la denuncia anterior: los letrados y fariseos, que no permiten entrar a las personas en el reino de los cielos, realizan sin embargo una tenaz actividad proselitista para convertir a la fe de Israel y a la observancia rigorista de la ley a gentes de otras naciones. Pero una vez convertidos los volvían más fanáticos aún que ellos mismos y por ello doblemente merecedores de la perdición. La expresión que se emplea es exagerada, pues los fariseos no recorrían “mar y tierra” para “hacer un solo prosélito”, pero sí hacían enormes esfuerzos para lograrlo.

El tercer “ay” es para los mismos leguleyos a quienes califica de torpes y ciegos porque se valen de triquiñuelas para exonerar a quienes les interesa de las obligaciones morales que han contraído con sus promesas y juramentos. Estos “guías ciegos” mantenían a las personas en su ceguera. Son, por tanto, el polo opuesto del único Maestro, Jesús, que abolió los juramentos y los sustituyó por la veracidad de la palabra dada, que compromete totalmente a la persona.

Aunque estas formulaciones evangélicas no son fáciles de comprender en su literalidad, queda clara a los lectores de hoy la enseñanza de Jesús acerca de la honestidad personal y la necesidad de refrendar con la propia conducta la fe que se profesa. Por lo demás, la labor evangelizadora de la Iglesia no ha de tener como objetivo el buscar prosélitos, sino crear fraternidad y promover de manera integral a las personas para que sean libres y responsables. 

domingo, 27 de agosto de 2023

Homilía del Domingo XXI del Tiempo Ordinario - Anuncio de la pasión y reacción de Pedro (Mt 16, 13-23)

 P. Carlos Cardó SJ

Jesús entrega las llaves a San Pedro, óleo sobre lienzo de Peter Paul Rubens (1612), Pinacoteca de los Museos Estatales de Berlín, Alemania

En aquel tiempo, cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?".
Ellos le respondieron: "Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o alguno de los profetas".

Luego les preguntó: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?".
Simón Pedro tomó la palabra y le dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".
Jesús le dijo entonces: "¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos! Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo".
Y les ordenó a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías.

Mientras suben a Jerusalén donde va a ser entregado, Jesús pregunta a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las distintas opiniones que circulan entre la gente: que es Juan Bautista vuelto a la vida, que es Elías, enviado a preparar la inminente venida del Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10; Mt 11, 14; Mc 9,11-12), que es Jeremías, el profeta que quiso purificar la religión, o que es un profeta más.

¿Quién dicen ustedes que soy yo?, les dice Jesús. De lo que sientan en su corazón dependerá su fortaleza o debilidad para soportar el escándalo que va a significar su muerte en cruz. Pedro toma la palabra y le contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Como los demás discípulos, él no es un hombre instruido. Sus palabras han tenido que ser fruto de una gracia especial. Por eso le dice Jesús: ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.

La misión que Jesús confía a Pedro la expone el evangelio de Mateo con tres imágenes: la roca, las llaves y el atar y desatar. Pedro, o Cefas, que significa roca, será el fundamento del edificio que es la Iglesia. Jesús será quien levante el edificio que congregará a todos sus fieles. Pedro será el cimiento porque Dios le ha concedido la verdadera confesión. Y a esta Iglesia, fundada para mantener viva la presencia del Señor resucitado, de su palabra y de sus obras, Jesús le promete una duración perenne: los poderes de la muerte no prevalecerán contra ella.

La otra imagen son las llaves. Te daré las llaves del reino de los cielos. Este gesto no significa –como sugieren algunas representaciones gráficas de San Pedro– que sea el portero del cielo, ni tampoco que sea dueño de la Iglesia –Jesús dice “mi Iglesia”–. La entrega de las llaves significa que Pedro recibe la misión de ser como el administrador que representa al dueño de la casa y obra en su lugar, por delegación. Pedro podrá abrir y cerrar el nuevo templo de la Iglesia, actuar en nombre de Cristo y representarlo. Cuanto Jesús promete aquí a Pedro, más tarde lo extenderá a toda la Iglesia (Mt 18,18).

La tercera imagen es la de atar y desatar: lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo. Corresponde al servicio de interpretar y definir lo que es conforme a la fe revelada y lo que la recorta, desvía o contradice. Jesús nos mostró lo que conduce al reino de Dios y lo que aleja de él. Pedro tendrá que continuar esta labor. Jesús no abandona a su Iglesia, le da un guía con una gran autoridad, que actuará bajo la inspiración y asistencia continua de su Espíritu.

Siempre es oportuno reafirmar nuestra fe eclesial, renovar el sentido de Iglesia que –como enseña san Ignacio en sus Reglas para sentir con la Iglesia– nos da la certeza de que “entre Cristo nuestro Señor esposo y la Iglesia su Esposa, es el mismo Espíritu que nos gobierna y rige” (Ejercicios Espirituales, 365). 

sábado, 26 de agosto de 2023

Las actitudes de los fariseos (Mt 23,1-12)

 P. Carlos Cardó SJ

Alegoría de la vanidad, óleo sobre lienzo de Antonio de Pereda (1632 – 1636), Museo de Historia del Arte de Viena

En aquel tiempo, Jesús dijo a las multitudes y a sus discípulos: "En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos. Hagan, pues, todo lo que les digan, pero no imiten sus obras, porque dicen una cosa y hacen otra. Hacen fardos muy pesados y difíciles de llevar y los echan sobre las espaldas de los hombres, pero ellos ni con el dedo los quieren mover. Todo lo hacen para que los vea la gente. Ensanchan las filacterias y las franjas del manto; les agrada ocupar los primeros lugares en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; les gusta que los saluden en las plazas y que la gente los llame "maestros".
Ustedes, en cambio, no dejen que los llamen "maestros", porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos. A ningún hombre sobre la tierra lo llamen "padre", porque el Padre de ustedes es sólo el Padre celestial. No se dejen llamar "guías", porque el guía de ustedes es solamente Cristo. Que el mayor de entre ustedes sea su servidor, porque el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido".

El fariseísmo es una tentación en cualquier religión: practicar las buenas obras, orar,  asistir a los oficios religiosos, cumplir con las tradiciones piadosas, todo puede dar pie a la búsqueda de aprecio y alabanza, o a la fatuidad de una piedad exterior que no va acompañada de la rectitud interior y del testimonio de una vida verdaderamente honesta. Por eso, fariseísmo es sinónimo de hipocresía.  

En la cátedra de Moisés se han sentado los maestros de la ley y los fariseos. Ustedes hagan lo que ellos digan pero no imiten su ejemplo porque no hacen lo que dicen. Jesús no ataca a la autoridad magisterial que, desde Moisés hasta los escribas y rabinos (muchos de los cuales eran de la secta de los fariseos) se ejercía en la “cátedra” de las sinagogas. Lo que Él censura es la incoherencia, el decir y no hacer, el predicar una doctrina buena y llevar una conducta que deja que mucho que desear. Palabras, sermones, cartas, pronunciamientos son necesarios, y atacarlos en bloque sería una necedad. Lo censurable es la incoherencia entre lo que se predica y lo que se vive. No basta predicar, es necesario practicar; entonces la enseñanza se hace creíble. Cuando las obras no corresponden a las palabras, se da un antitestimonio que, en vez de hacer el bien, escandaliza, confunde y desanima.

Fariseísmo es también equiparar la fe a una teoría que se aprende y se transmite, pero que no cambia a la propia persona. Se pude saber mucho de religión y no practicarla. Además, el evangelio no es algo que se dice para que otros lo cumplan, sino para, en primer lugar, aplicárselo a sí mismo y luego transmitirlo. Sólo así la enseñanza es eficaz.

Fariseísmo es sinónimo también de legalismo. Ocurre cuando se propone el evangelio como un conjunto de deberes y no como lo que es: buena noticia, don del amor de Dios que capacita para amar a los demás como Él nos ama. Contra este fariseísmo actúa el Espíritu que hace ver las leyes y normas morales y religiosas no como un fin, sino como medios para realizar lo que Él nos inspira.

Sin el Espíritu que da vida, la ley mata, se convierte en hipocresía, se pervierte la fe, tranquiliza la conciencia y da la falsa seguridad de sentirse salvado. La ley de Cristo es el corazón nuevo que Dios crea en nosotros: el amor que hace cumplir la voluntad de Dios. Esta ley está inscrita en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Guiado por ella, el cristiano distingue en su interior las variadas formas de egoísmo con que puede engañarse y discierne la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto (Rom 12, 2).

Fariseísmo es buscar la seguridad de las normas y de lo que está mandado. Se puede, sí, aparecer como fervoroso, observante y “seguro”, pero se corre el riesgo de envanecerse con la propia fidelidad hasta despreciar a los demás, actuar por el deber y no con la gratuidad del amor y, lo que es peor, creerse autor de su propia santidad.

Desde el inicio de su predicación, en el sermón del monte (Mt 6, 1-18),  Jesús reprobó la ostentación farisaica. Lo hizo al enseñar el verdadero sentido de la oración, el ayuno y la limosna –tres pilares de la religión– que pueden convertirse en exhibicionismo espiritual para ganar fama entre la gente. Es lo que hacen los fariseos que alargan sus filacterias y distintivos religiosos y les gustan los primeros puestos en los banquetes y asambleas.

Jesús ha venido a revelarnos que Dios es Padre y que todos somos hijos y hermanos. Él nos hace ver como bueno lo que ayuda a vivir como hijos de Dios y hermanos entre nosotros, y como malo lo que lo impide. Por eso aconseja no llamar a nadie maestro, padre o jefe. Y aunque no se trata de quedarnos en la literalidad de su enseñanza, pues de hecho Pablo se llama padre (1 Cor 4,15) y doctor y maestro de los gentiles (1 Tim 2, 2 Tim 1), es ridículo ufanarse de los títulos clericales o religiosos y confundir respeto a la autoridad con el uso de tratamientos que, por lo demás, ya nadie entiende.

Lo que hay que procurar es humildad y no orgullo, modestia y no vanidad, sencillez y no ostentación, servicio y no dominio o afán de poder. Hoy la “cultura mediática” exige quizá más que antes el cuidado de la imagen y siempre habrá que velar para que “la mujer del César sea no sólo honesta sino que lo parezca”. Pero mucho mayor cuidado hay que tener con las relaciones basadas en convencionalismos y con las apariencias que enmascaran malas conductas. El evangelio exige no dejarnos contaminar por este ambiente de la apariencia y mentira.

viernes, 25 de agosto de 2023

El mandamiento más importante (Mt 22, 34-40)

 P. Carlos Cardó SJ

El buen samaritano, óleo sobre lienzo de Johan Carl Loth (1676, aprox.), Palacio de Weißenstein, Baviera, Alemania

En aquel tiempo, habiéndose enterado los fariseos de que Jesús había dejado callados a los saduceos, se acercaron a él.
Uno de ellos, que era doctor de la ley, le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley?".

Jesús le respondió: "Amarás al Señor. tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más grande y el primero de los mandamientos. y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se fundan toda la ley y los profetas".

Los fariseos plantean a Jesús una pregunta fundamental sobre la fe: cuál es el mandamiento principal, por el que ha de regirse el verdadero creyente. Jesús responde con el credo que todo buen israelita debe recitar cada día, el llamado “Shemá Israel”: Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas fuerzas. Y añade a continuación que el segundo mandamiento es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.

Ambos mandamientos estaban en la Escritura. El primero en el Deuteronomio 6,4-9 y el segundo en el Levítico 19,18b. El primero confesaba la unicidad de Dios y la disposición del hombre a amarlo con todo su ser, como lo más decisivo de la fe. El segundo, sobre el amor al prójimo, había quedado medio enterrado bajo la enorme cantidad de deberes, ritos, purificaciones, prohibiciones y castigos que contiene el libro del Levítico, como código de leyes sobre el culto.

Se podría pensar que el más importante de estos dos amores es el primero porque Dios es lo primero y porque sin referencia a Él, de quien nos viene todo, no podemos hacer nada. Pero San Juan dice en su 1ª Carta (4,20) que quien no ama a su prójimo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve, es decir, que el amor a Dios pasa necesariamente por el amor a los demás.

Y San Pablo es aún más tajante: Todo mandamiento queda contenido en estas palabras: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Rom 13,9). Y añade que la ley entera queda cumplida con este único mandamiento: amarás al prójimo como a ti mismo (Gal 5,14). Por último, el mismo Jesús dejó en su última cena un único mandamiento: Ámense los unos a los otros (Jn 15,17).

Los dos mandamientos son semejantes entre sí, más aún, son una misma realidad vista en sus dos dimensiones inseparables y recíprocas, que no se dan la una sin la otra. Jesús subrayó esta unidad y la originalidad suya consistió en hacernos ver que en Él, Hijo de Dios hecho prójimo nuestro, se unen el amor a Dios y el amor al prójimo en una unidad perfecta, hasta convertirse en uno solo. El amor es uno solo: el de Dios que se nos ha revelado, nos ha salvado en su Hijo Jesucristo, ha sido infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo y nos hace capaces de amarnos los unos a los otros.

El amor procede de Dios y hay que acogerlo y cuidarlo con esmero. Es lo más fuerte que hay y a la vez lo más vulnerable, porque siempre se puede abusar de él. Pero a quien permanece fiel al amor recibido se le concede poder cumplir el mandamiento del Señor: Ámense unos a otros como yo los he amado (Jn 13, 34).

De este amor dice San Pablo que es paciente y bondadoso; no tiene envidia, no es jactancioso ni arrogante; no se porta indecorosamente; no es egoísta, no se irrita, no lleva cuenta del mal; no se alegra de la injusticia, sino que se alegra con la verdad; todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca (1 Cor 13, 4-8). Cuando este amor mueve a la persona, ella no puede dejar de hacer lo que le pide, pero lo siente como una exigencia distinta, que no le viene impuesta desde el exterior, sino que le nace de dentro.

Así, el amor le moviliza no sólo el corazón y los sentimientos, ni solo la mente y el pensamiento, sino la vida entera. Se demuestra más en obras que en palabras y lleva a dar y comunicar lo que uno es y lo que uno tiene. Es deseo y búsqueda del bien del otro, es alabanza, respeto y servicio del otro como a uno mismo. Se ama al otro tal como es y se procura promoverlo.

Nadie puede quedar excluido del amor. Dios ama a todos porque es Padre de todos. Por eso, lo característico del amor cristiano es que no sólo abraza a los que están vinculados por parentesco, amistad, mutua atracción o afinidad de intereses. Toda persona es ese prójimo, a quien debo amar como a mí mismo. Debo, pues, aproximarme a él (aprojimarme), hacerlo mi prójimo con mi atención y servicio, porque al encontrarlo a él me encuentro y sirvo a Dios.  

jueves, 24 de agosto de 2023

Transmisión de la experiencia de fe (Jn 1, 45-51)

 P. Carlos Cardó SJ

Natanael debajo de la higuera, ilustración de Harold Copping para La Biblia de Copping (1910)

En aquel tiempo, Felipe se encontró con Natanael y le dijo: "Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés en la ley y también los profetas. Es Jesús de Nazaret, el hijo de José".
Natanael replicó: "¿Acaso puede salir de Nazaret algo bueno?".
Felipe le contestó: "Ven y lo verás".
Cuando Jesús vio que Natanael se acercaba, dijo: "Éste es un verdadero israelita en el que no hay doblez".

Natanael le preguntó: "¿De dónde me conoces?".
Jesús le respondió: "Antes de que Felipe te llamara, te vi cuando estabas debajo de la higuera".
Respondió Natanael: "Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel".
Jesús le contestó: "Tú crees, porque te he dicho que te vi debajo de la higuera. Mayores cosas has de ver". Después añadió: "Yo les aseguro que verán el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre".

La experiencia de fe no se queda como algo íntimo, se comparte. Y en el compartir, la fe se transmite. Dios se vale de personas que se han encontrado con Él para que otras también lo conozcan o descubran su voluntad. Las palabras humanas disponen a la escucha de la Palabra.

Este dinamismo comunicativo de la fe aparece en el texto y nos invita a recordar –agradecidos– las mediaciones humanas de la gracia en nuestra propia historia, personas concretas gracias a las cuales nos vino la fe, maduramos en ella, o pudimos conocer la voluntad de Dios en nuestra vida. Dice el pasaje evangélico que Andrés conduce a su hermano Simón a vivir la experiencia del encuentro con Jesús. Felipe invita a Natanael a ir y ver por sí mismo quién es Jesús de Nazaret.

Natanael no figura en la lista de los Doce, puede ser Bartolomé según la tradición. Su amigo Felipe, entusiasmado, le dice que han encontrado al Mesías, de quien hablaron Moisés y los profetas, y que es Jesús, el hijo de José, de Nazaret. Pero a Natanael, como a cualquier judío, no podía pasarle por la mente que el Mesías pudiese venir de Nazaret, pueblecito sin importancia que ni siquiera se menciona en todo el Antiguo Testamento. Se aguardaba a un descendiente de la casa y familia real de David, cuya ciudad fue Belén de Judea.

Se entiende, pues, que Natanel muestre su desconfianza: ¿De Nazaret puede salir algo bueno? Pero Felipe le replica señalando aquello que es fundamental en la fe: el salir de uno mismo para experimentar el encuentro con Dios. Ven y lo verás. Hay que ir y situarse donde está el Señor, establecer un contacto personal con Él y entonces todo quedará iluminado con una luz nueva, tendrá la luz de la vida (Jn 8,12).

Jesús ve venir a Natanael. Lo conoce sin que nadie le haya hablado de él. Ve el interior de las personas y las conoce más que nadie, con un conocimiento, además, lleno de estima de lo mejor que hay en cada uno. Natanael debió ser un judío virtuoso. Por eso Jesús lo alaba: Ahí tienen a un israelita auténtico en quien no hay engaño. El engaño y la mentira destruyen lo que la religión puede producir en una persona.

¿De dónde me conoces?, pregunta Natanael sorprendido. Si en ese momento hubiese obrado en él la fe, habría recordado tal vez las palabras del Salmo 139: Tú me sondeas y me conoces…desde lejos conoces mis pensamientos. El saberse conocido por Dios inspira confianza. Por eso el mismo salmo termina pidiéndole: Conoce mi corazón y ponme a prueba.

Jesús le dice: Cuando estabas debajo de la higuera, yo te vi. Los exegetas se esfuerzan por descubrir el significado de esta frase, pero hasta ahora sólo han conseguido especulaciones. Lo más probable es que se refiera a Natanael como figura simbólica del acercamiento de Israel a Dios por medio de la lectura y estudio de las Escrituras. En las tradiciones judaicas, en efecto, la higuera, árbol ubérrimo en dulces frutos, era símbolo del conocimiento y de la felicidad, que se logra principalmente con el estudio de la Ley. Pero conocer la Ley no basta para el encuentro con el Mesías; por eso quizá las resistencias iniciales de Natanael respecto a Jesús.

Rabí, tu eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel, confiesa Natanael, reconociendo la filiación divina de Jesús, maestro y rey de Israel. Sus palabras son un anticipo de todo lo que el evangelio anunciará: la revelación del Hijo.

¡Cosas mayores verás!, le dice Jesús. Verán el cielo abierto y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre. Verás que Jesús es aquel por quien se abren definitivamente los cielos y sobre quien desciende el Espíritu. Jesús será el “lugar”, el espacio de las relaciones auténticas con Dios, el verdadero templo y puerta entre Dios y los hombres, realidad que fue apenas vislumbrada en la visión de la escala de Jacob en Betel, terrible lugar y puerta del cielo (Gen 28,17). Jesús es la verdadera escala, que une al cielo con la tierra: Dios se comunica al hombre y el hombre entra en comunicación con Dios. 

miércoles, 23 de agosto de 2023

Los trabajadores de la viña (Mt 20,1-16)

 P. Carlos Cardó SJ

Parábola de los trabajadores de la viña, óleo sobre lienzo de Marten van Valckenborch (1580 – 1590), Museo de Historia del Arte, Viena, Austria

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: "El Reino de los cielos es semejante a un propietario que, al amanecer, salió a contratar trabajadores para su viña. Después de quedar con ellos en pagarles un denario por día, los mandó a su viña. Salió otra vez a media mañana, vio a unos que estaban ociosos en la plaza y les dijo: 'Vayan también ustedes a mi viña y les pagaré lo que sea justo'. Salió de nuevo a medio día y a media tarde e hizo lo mismo.
Por último, salió también al caer la tarde y encontró todavía a otros que estaban en la plaza y les dijo: '¿Por qué han estado aquí todo el día sin trabajar?'. Ellos le respondieron: 'Porque nadie nos ha contratado'. Él les dijo: 'Vayan también ustedes a mi viña'.
Al atardecer, el dueño de la viña le dijo a su administrador: 'Llama a los trabajadores y págales su jornal, comenzando por los últimos hasta que llegues a los primeros'. Se acercaron, pues, los que habían llegado al caer la tarde y recibieron un denario cada uno.
Cuando les llegó su turno a los primeros, creyeron que recibirían más; pero también ellos recibieron un denario cada uno. Al recibirlo, comenzaron a reclamarle al propietario, diciéndole: 'Esos que llegaron al último sólo trabajaron una hora, y sin embargo, les pagas lo mismo que a nosotros, que soportamos el peso del día y del calor'.
Pero él respondió a uno de ellos: 'Amigo, yo no te hago ninguna injusticia. ¿Acaso no quedamos en que te pagaría un denario? Toma, pues, lo tuyo y vete. Yo quiero darle al que llegó al último lo mismo que a ti. ¿Qué no puedo hacer con lo mío lo que yo quiero? ¿O vas a tenerme rencor porque yo soy bueno?'.
De igual manera, los últimos serán los primeros, y los primeros, los últimos".

Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos. De ninguna manera esta frase alienta la incompetencia y la mediocridad. Los talentos que Dios da hay que hacerlos producir. Procurar mejorar en todo, perfeccionarse en los estudios, progresar profesionalmente, es lo que toda persona debe hacer por su propio bien y el de la sociedad. Pero si la motivación para lograrlo no es la de servir mejor, sino únicamente el lucro, la autocomplacencia y el provecho egoísta, desde el punto de vista cristiano eso no sirve para nada. Lo dice San Pablo: Ya puedo yo hablar las lenguas de hombres y de los ángeles, pero si no tengo amor soy como un bronce que suena o unos platillos que hacen ruido (1Cor 13,1); en otras palabras, ya puedo ser un triunfador según el mundo pero si no actúo por amor no merezco ninguna alabanza.   

La parábola es sencilla, el dueño de la viña, que representa al Padre del cielo, contrata a toda clase de obreros y a todos les paga un mismo jornal. Unos van a trabajar a primera hora, otros al mediodía y otros cuando la jornada ya concluye; cada uno cuando lo llama el Señor. A todos, en el tiempo propicio, cuando el Señor así lo dispone, nos toca la gracia.

Jesús toma distancia de la justicia humana, que a veces puede ser parcial y deficiente. El “dar a cada uno lo suyo” puede fomentar las desigualdades cuando exigimos desde nuestros derechos adquiridos, buscando incrementar lo que ya tenemos, sin pensar primero en asegurar las necesidades más urgentes que otros padecen. La justicia de Jesús es de otro orden: para Él, los últimos han de ser tratados como los primeros. La caridad y la misericordia coronan la justicia. Dios no se rige tanto por la justicia del derecho sino por la gracia.

Sin darnos cuenta podemos trasladar a nuestra relación con Dios la lógica contable y lucrativa que rige los intercambios económicos. La relación con Dios no se basa en inversiones y ganancias, méritos y recompensas. Dios es amor gratuito y sobrea­bundante. Y su modo de obrar nos debe mover a ser agradecidos y desinteresados. Querer llevar una vida recta y hacer obras buenas para asegurarnos un premio aquí o en el más allá, es obrar como los primeros trabajadores de la viña que se quejan de que los últimos reciban igual salario; ellos quieren recibir más por sus méritos propios, no por gracia del Señor. No han conocido la justicia del reino, no han aprendido la lección de la gratuidad, núcleo central del amor.

Así se portó Jonás cuando vio que Dios perdonaba a los habitantes de Nínive, que él creía merecedores de castigo. Así se portó también el hijo mayor que se quejó contra su padre porque mandó celebrar un banquete por el regreso del hijo pródigo. Lo mismo ocurría en la primitiva Iglesia con los cristianos procedentes del judaísmo que se quejaban porque los venidos del paganismo tenían en la Iglesia igual rango y derechos que ellos. Jesús mismo tuvo que enfrentar esta dificultad: los judíos no podían comprender que Dios ofreciera el don de la salvación a judíos y no judíos. Por eso declaró: Vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, mientras que los hijos del reino serán echados fuera a la tiniebla (Mt 8,11-12).

Realidad actual: muchos por el cargo que ocupan o por las buenas obras que practican adquieren relevancia y se creen superiores. Ante Dios no podemos esgrimir derechos ni exhibir méritos. Los que consideramos “últimos” pueden estar delante de nosotros ante Dios. Seguir a Jesús pobre y humilde, venido no a que lo sirvan sino a servir, significa superar todo espíritu de rivalidad y codicia, desterrar todo “exclusivismo”, alegrarse con el éxito y cua­lidades de los demás, admitir con gozo que otros sean favorecidos por el Señor, que ama a todos sin distinción y gratuitamente, es decir, sin esperar nada a cambio. 

martes, 22 de agosto de 2023

El uso de los bienes (Mt 19, 23-30)

 P. Carlos Cardó SJ

Codicia, óleo sobre lienzo de Matthias Stomer (siglo XVII), Museo de Bellas Artes de Grenoble, Francia

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Yo les aseguro que un rico difícilmente entrará en el Reino de los cielos. Se lo repito: es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los cielos".
Al oír esto, los discípulos se quedaron asombrados y exclamaron: "Entonces ¿quién podrá salvarse?".
Pero Jesús, mirándolos fijamente, les respondió: "Para los hombres eso es imposible, más para Dios todo es posible".
Entonces Pedro, tomando la palabra, le dijo a Jesús: "Señor, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, ¿qué nos va a tocar?".
 Jesús les dijo: "Yo les aseguro que en la vida nueva, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, ustedes, los que me han seguido, se sentarán también en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel.
Y todo aquel que por mí haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o padre o madre, o esposa o hijos, o propiedades, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna. Y muchos primeros serán últimos y muchos últimos, primeros".

El texto es la continuación del pasaje del joven rico. Expone, en forma de diálogo de Jesús con sus discípulos, su enseñanza sobre la relación con los bienes materiales. Como el caso del matrimonio indisoluble, la práctica de esta doctrina no va a ser fácil. Por eso el texto busca motivar a los cristianos para que acepten la enseñanza de Jesús, valorando lo que con ella se obtiene. No se interpretan bien sus palabras si se las ve como una exhortación a privarse de bienes como si la renuncia fuera un bien en sí misma.

Motivaciones puramente ascéticas y voluntaristas de la pobreza evangélica amargan y estrechan muchas veces el corazón de la personas, haciéndolas caer en mezquindades. Se trata de valorar lo positivo de la enseñanza de Jesús sobre el uso de los bienes y verla a la luz de su persona, que pasó haciendo el bien, nos enseñó que hay más felicidad en dar que en recibir (Hech 20,35) y habló del tesoro escondido y de la perla, cuyo hallazgo produce tal alegría que uno se mueve a venderlo todo para adquirirlo.

El joven rico no se animó a seguir a Jesús. La riqueza le tenía agarrado el corazón; no entendió cómo Dios podía ser su tesoro y cómo podía él situarse ante sus bienes con libertad para repartirlos y seguir a Jesús. El desenlace fue que se fue muy triste porque tenía muchos bienes. Pero Jesús no entra en componendas y dice a sus discípulos: ¡Yo les aseguro: Es difícil que un rico entre en el reino de los cielos!

Como en el caso del matrimonio indisoluble (Mt 19, 10), también aquí los discípulos se espantaron: ¡Quién podrá salvarse!, protestaron. Al igual que la mayoría de la gente, piensan que la riqueza no tiene por qué ser un obstáculo para la salvación. Pero están engañados y Jesús quiere hacerles ver que cuando el corazón está lleno de egoísmo, el hombre usa mal los bienes que posee y los convierte en males. Los bienes de este mundo son bendición y vida si se comparten, pero se tornan maldición y muerte si se acumulan para el propio confort.

Lo que se retiene con ambición, divide; lo que se comparte, une. El apego egoísta a la riqueza lleva a ignorar las necesidades del prójimo y a cometer injusticias. En cambio, emplear el dinero para llevar una vida digna y contribuir al desarrollo, generando fuentes de trabajo, compartiendo las ganancias con equidad y ayudando a resolver el problema de la pobreza, eso significa no darle al dinero el valor de un dios, sino usarlo según el plan del Creador en favor de la vida y tener en cuenta la soberanía de Dios sobre todas las cosas. La enseñanza que da Jesús a los discípulos, se refuerza solemnemente con su frase complementaria: ¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios!  Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios.

No tiene ningún sentido discutir si se refiere al ojo de una aguja de coser o a la “aguja” o chapitel que se usaba como remate de torres y arcos. Lo que está claro es que con esa frase Jesús declara la imposibilidad absoluta de que una persona apegada a la riqueza pueda alcanzar la meta de la vida eterna; y la razón es que el dinero tiene un extraordinario poder de cautivar el corazón del hombre hasta convertirse en un ídolo que suplanta a Dios y al prójimo.

El apego al dinero es una idolatría, que atrae y lleva a los hombres a adorarlo como el bien supremo, ya sean cristianos, judíos, musulmanes o ateos, en todas partes del mundo. Por eso Jesús emplea este lenguaje gráfico y tajante: porque quiere hacer comprender que sólo teniendo a Dios como lo más importante en la vida y rechazando a los ídolos, entre los que la riqueza se encuentra en primer lugar, se puede acoger con gozo la salvación del Reino.

Sólo la gracia es capaz de lograr que el rico rompa con la riqueza, se haga discípulo de Jesús y se salve. La liberación interior frente a todas las cosas es acción de Dios por excelencia. Se produce en el encuentro con Jesús que revela dónde está puesto el corazón. Donde está tu tesoro, allí está tu corazón.

El evangelio nos abre los ojos a lo que ocurrió entre los primeros cristianos y sigue ocurriendo hoy: las personas se corrompen cuando entre ellas y Dios, entre ellas y el prójimo, entre ellas y el bien del país, está de por medio el dinero. Por eso, hay que recordar que el mismo Señor que nos da todos los bienes que poseemos, materiales, espirituales, intelectuales y morales, nos da también la capacidad de usarlos con libertad responsable para servirlo a Él y a los hermanos.