viernes, 31 de diciembre de 2021

El Verbo se hizo carne (Jn 1, 1-18)

 P. Carlos Cardó SJ

Niño Jesús dormido, óleo sobre lienzo de Cornelio Schut (siglo XVII), Museo de Bellas Artes de Sevilla, España

En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba ante Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba ante Dios en el principio. Por Ella se hizo todo, y nada llegó a ser sin Ella. Lo que fue hecho tenía vida en ella, y para los hombres la vida era luz.
La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron.
Vino un hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino para dar testimonio, como testigo de la luz, para que todos creyeran por él. Aunque no fuera él la luz, le tocaba dar testimonio de la luz.
Ella era la luz verdadera, la luz que ilumina a todo hombre, y llegaba al mundo. Ya estaba en el mundo, este mundo que se hizo por Ella, o por El, este mundo que no lo recibió. Vino a su propia casa, y los suyos no lo recibieron; pero a todos los que lo recibieron les dio capacidad para ser hijos de Dios.
Al creer en su Nombre han nacido, no de sangre alguna ni por ley de la carne, ni por voluntad de hombre, sino que han nacido de Dios. Y la Palabra se hizo carne, puso su tienda entre nosotros, y hemos visto su Gloria: la Gloria que recibe del Padre el Hijo único, en él todo era don amoroso y verdad.
Juan dio testimonio de él; dijo muy fuerte: «De él yo hablaba al decir: el que ha venido detrás de mí, ya está delante de mí, porque era antes que yo».
De su plenitud hemos recibido todos, y cada don amoroso preparaba otro. Por medio de Moisés hemos recibido la Ley, pero la verdad y el don amoroso nos llegó por medio de Jesucristo. Nadie ha visto a Dios jamás, pero Dios-Hijo único nos lo dio a conocer; él está en el seno del Padre y nos lo dio a conocer.

La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Dios, a quien nadie ha visto nunca ha querido estar con nosotros por medio de su «Palabra», su Hijo eterno (Jn 1,1.14). No ha querido realizar la salvación del mundo manteniéndose en una inasequible lejanía, sino que ha preferido descender para elevarnos, empobrecerse para enriquecernos, hacerse hombre para hacernos participar de su vida divina. Se hace Dios-con-nosotros, cercano y prójimo nuestro, que habita entre nosotros.

En esto consiste el elemento decisivo de la buena noticia (evangelio) que Dios nos da. Pero al decírnosla, Dios se arriesga a que no la entendamos o se la rechacemos. Y así ha ocurrido, en efecto, pues ya en el primer siglo del cristianismo surgieron corrientes de pensamiento contrapuestas: unas que veían a Jesús como un hombre extraordinario, incluso como Mesías, pero no como Dios; otras que reconocían su divinidad pero negaban que fuese al mismo tiempo hombre.

A partir de ahí se han sucedido en la historia innumerables debates teológicos y, lo que es peor, polarizaciones prácticas que generan formas opuestas de vivir el cristianismo sobre la base de una glorificación excesiva de Jesucristo con olvido de su humanidad, o viceversa, es decir, por no integrar la divinidad y la humanidad en la persona de Jesucristo.

Consciente de las resistencias que sus afirmaciones sobre la encarnación de Dios iban a enfrentar, Juan, no obstante, da un paso más y proclama: Y nosotros hemos visto su gloria, gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad (v. 14). La majestad, el poder, el resplandor de su santidad, el dinamismo de su ser creador, todo ello se encarna en Jesús por su íntima unión trascendente con el Padre que lo envía.

Más aún, en Él, Dios no sólo asume nuestra condición humana, sino que se nos da a sí mismo. Por eso, el Niño que en Belén se incorpora en las vicisitudes históricas que hoy como entonces podemos vivir, es –en la misteriosa profundidad de su ser– una sola cosa con Dios. Es la palabra, la comunicación plena y definitiva de Dios.

En adelante, toda su vida humana, desde su nacimiento hasta su muerte y toda su existencia de resucitado, elevado a la derecha del Padre, es comunicación de Dios de forma definitiva, en la que el mismo Dios se nos dice y se relaciona con todo ser humano como el aliado que lucha con nosotros y vence con nosotros, como el hermano mayor que guía con su ejemplo, como el amigo que comparte todo lo que es y todo lo que tiene.

Núcleo central de nuestra fe, la encarnación de Dios es asimismo raíz y fundamento último de nuestra esperanza. Este Dios hecho hombre, hecho historia, hecho tiempo, es el que nos asegura –particularmente en este último día del año–, que con su venida ha llenado nuestro futuro de promesa y lo ha encaminado irreversiblemente a su reino. El futuro de la humanidad y de todo el universo creado por amor está garantizado porque Dios se ha hecho hombre en Jesús para renovar, rehacer y llevar a plenitud todo lo creado. 

jueves, 30 de diciembre de 2021

El Niño crecía en edad, sabiduría y gracia (Lc 2, 36-40)

 P. Carlos Cardó SJ

La profetisa Ana, óleo sobre tabla de Rembrandt (1631), Museo Nacional de Ámsterdam (Rijskmuseum), Países Bajos

En aquel tiempo, había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana. De joven, había vivido siete años casada y tenía ya ochenta y cuatro años de edad. No se apartaba del templo ni de día ni de noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones.
(Cuando José y María entraban en el templo para la presentación del niño,) se acercó Ana, dando gracias a Dios y hablando del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.

Una vez que José y María cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.
El niño iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él.

La presentación de Jesús en el templo es relatada por Lucas como la manifestación de Jesús Mesías a Israel, representado en las figuras del anciano Simeón y de la profetisa Ana.

Movido por el Espíritu, el anciano Simeón se alegra de haber encontrado a Jesús, luz de las naciones, que colma todas sus esperanzas y le hace capaz de vencer el miedo a la muerte. A continuación, aparece en escena una anciana, llamada Ana, hija de Fanuel, que daba culto al Señor día y noche con ayunos y oraciones. También ella se puso a alabar a Dios y hablar del Niño Jesús a todos los judíos fieles que aguardaban la liberación de su pueblo.

Vienen luego dos frases sintéticas de la vida de Jesús en Nazaret: Cuando (sus padres) cumplieron las cosas prescritas en la ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría y la gracia de Dios estaba en él.

Más adelante, Lucas dirá algo muy semejante y conciso: Bajó con ellos a Nazaret y vivía sujeto a sus padres. Su madre conservaba cuidadosamente todos estos recuerdos en su corazón. Y Jesús crecía en edad, estatura y gracia ante Dios y los hombres (Lc 2, 50-53)

En esas frases está todo lo que el evangelio nos dice de esos treinta largos años de Jesús en Nazaret que, por ello los designamos como la “vida oculta”.  Jesús mismo no hablará para nada de ella. Nada hay en los relatos bíblicos que satisfaga nuestra curiosidad.

Se podría pensar, por ello que, en este mismo silencio, en este “no saber nada o casi nada” podríamos descubrir la primera lección de Nazaret: la lección del silencio cargado de palabra, pues no cabe duda de que la vida oculta de Jesús tiene una fuerza profética que contradice la lógica del mundo, que es la del triunfo, tanto más grande cuanto más sensacional.

Pero esa forma de revelarse el Salvador corresponde a la “sabiduría de Dios”. La palabra eterna, la comunicación viva y directa de Dios asume voluntariamente la impotencia del silencio y ocultamiento de treinta años transcurridos en una aldea de la región más pobre y deprimida de la Palestina de entonces, Nazaret.

La obra de Dios no hace ruido, el amor no hace ruido, no se exhibe con publicidad, no necesita ni dinero ni poder para hacer el bien. Quedan cuestionadas muchas de nuestras eficacias.

La vida oculta se entiende desde la Pascua. Cuando las primeras comunidades entienden la Pascua como centro y proyecto de todo, se asoman a los primeros momentos de la historia de Jesús, subrayando estas dimensiones pascuales.

Dios asume la dimensión humana del anonimato, ocultamiento de treinta años transcurridos en una aldea de la región más pobre y deprimida, del pasar como  “uno de tantos”, ¡o como todos!— enseñándonos que “lo cotidiano”, cualquier circunstancia humana, es valiosísima si se la llena de amor. Clave para ello es estar en lo del Padre (Lc 2, 49).

miércoles, 29 de diciembre de 2021

Presentación de Jesús en el Templo (Lc 2, 22-35)

 P. Carlos Cardó SJ

Presentación de Jesús en el templo, óleo sobre lienzo de Bartolommeo della Porta (1516), Museo de Historia del Arte de Viena, Austria

Transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y también para ofrecer, como dice la ley, un par de tórtolas o dos pichones.
Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, varón justo y temeroso de Dios, que aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo, y cuando José y María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios, diciendo:
"Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, según lo que me habías prometido, porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos; luz que alumbra a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel".
El padre y la madre del niño estaban admirados de semejantes palabras. Simeón los bendijo, y a María, la madre de Jesús, le anunció: "Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo que provocará contradicción, para que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones. Y a ti, una espada te atravesará el alma".

La presentación de Jesús en el templo es relatada por Lucas como la manifestación de Jesús Mesías a Israel, que aparece representado en los tres elementos característicos de su religiosidad: la Ley (van a cumplir lo mandado por la ley), el Templo (presentación del Niño en el templo) y la profecía (representada en Simeón).

Jesús-Mesías encarna y lleva a cumplimiento esos tres elementos. La Ley: porque Él trae la nueva ley del amor, sello de la nueva alianza. El templo: porque su cuerpo, roto en la cruz y resucitado al tercer día, es el verdadero templo. La profecía: porque la gente lo reconocerá como un profeta pero Él dirá que es más que eso, pues de Él hablan las Escrituras y en Él se cumple lo que anunciaron las profecías.

El Templo ocupa un lugar central en la vida judía. Era considerado el lugar donde resplandecía la gloria de Dios, donde se tenía la certeza de estar en su presencia, mucho más que en cualquier otra parte. Pero la entrada del Hijo del Altísimo, heredero del trono de David, que reinará sobre la casa de Jacob para siempre (Lc 1, 32-33), se realiza de manera humilde y paradójica: entra en el templo –la casa de su Padre– como un sometido más, como un hombre cualquiera que tiene que cumplir la ley. Sus padres pagarán por su rescate la ofrenda de los pobres, un par de tórtolas o dos pichones, aunque es Él quien viene a pagar con su sangre el rescate de nuestras vidas.

Destaca en el relato la figura del anciano Simeón. Su nombre significa Yahvé ha oído. Representa al justo que oye la Palabra y la acoge en su corazón. Representa al cristiano que es el “oyente de la palabra”. Pero quien mueve a la persona para la escucha de la palabra de Dios no es solamente su voluntad, sino el Espíritu, que actúa en los corazones. Tres veces se le menciona referido a Simeón: el Espíritu estaba con él…; el Espíritu le había revelado que no moriría antes de haber visto al Cristo…; vino al templo movido por el Espíritu… Simeón es por ello también figura del Israel justo que aguarda el consuelo de Dios (Is 40), la liberación prometida para el tiempo del Mesías.

Después de ver al Niño y reconocerlo como el Mesías, Simeón expresa su gozo con un canto de alabanza a Cristo, luz de las naciones. La Iglesia reza este himno en la última oración del día, antes del descanso nocturno. En él se expresa la actitud de confianza de quien, por acción del Espíritu en su vida y por su adhesión a la Palabra, ha vencido el miedo a la muerte y vive confiando en el Señor. El encuentro con el Señor libera de las sombras de la muerte. Quien se encuentra con el Señor puede morir en paz.

María y José se admiran de lo que dice el anciano.

Viene después la profecía que Simeón dirige a la Madre: Este Niño será un signo de contradicción, una bandera discutida. Muchos se escandalizarán de Él, no podrán resistirle y querrán hacerlo desaparecer. Pero queda claro que ante Él habrá que definirse: a favor o en contra. El que no está conmigo, está contra mí está; y el que no recoge conmigo, desparrama, dirá (Lc 11,23).

El pasaje de la Presentación de Jesús en el tempo, y en especial la figura de Simeón, dice mucho a la vida cristiana. Como él, el cristiano procura ser justo, es decir, respetuoso de Dios para proceder de manera responsable ante él. El Espíritu es el que orienta sus relaciones con los demás y lo mantiene coherente y auténtico en su opción personal por Cristo. Su corazón, en fin, desborda de confianza porque sabe que el Señor es fiel y hará que sus ojos vean su salvación.

martes, 28 de diciembre de 2021

Los Santos Inocentes (Mt 2, 13-18)

 P. Carlos Cardó SJ

La huida a Egipto, óleo sobre lienzo de Jose Ferraz de Almeida (1881), Museo Nacional de Bellas Artes de Rio de Janeiro, Brasil
Después de que los magos partieron de Belén, el ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto. Quédate allá hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo".
José se levantó y esa misma noche tomó al niño y a su madre y partió para Egipto, donde permaneció hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por medio del profeta: De Egipto llamé a mi hijo.
Cuando Herodes se dio cuenta de que los magos lo habían engañado, se puso furioso y mandó matar, en Belén y sus alrededores, a todos los niños menores de dos años, conforme a la fecha que los magos le habían indicado.
Así se cumplieron las palabras del profeta Jeremías: En Ramá se ha escuchado un grito, se oyen llantos y lamentos: es Raquel que llora por sus hijos y no quiere que la consuelen, porque ya están muertos.

Sin pretender ofrecer un relato biográfico, pues no es esa su intención, San Mateo quiere hacer ver en este pasaje de su evangelio que Jesús fue desde el inicio de su vida un Mesías aceptado por unos y rechazado por otros. Lo aceptan los sabios que hacen un largo camino de búsqueda y lo adoran como Rey y salvador. Lo rechaza y quiere su muerte Herodes. José y María con el Niño tienen que huir. La familia de Jesús, lejos de vivir cómodamente instalada, padeció las amenazas, inseguridades y temores que hoy viven muchas familias.

Desde otra perspectiva, el texto es una presentación de la historia de Israel vista desde Jesús. La historia de Israel es profecía de la historia de Jesús. La huida a Egipto por la amenaza contra la vida del Niño recuerda el traslado a ese país de Jacob y su familia para sobrevivir del hambre (Gen 45, 1-7). A su vez, el odio de Herodes contra el Niño Jesús evoca la violencia del Faraón contra los primogénitos de los judíos (Ex 1, 15-16).

La huida a Egipto, el exilio y la vuelta a Palestina, lleva al evangelista a recordar las palabras de Oseas (11, 1): de Egipto llamé a mi hijo, que se refieren a Israel y su salida de la esclavitud. Pero con esta referencia al profeta, el evangelio de Mateo no sólo afirma que en la vida de Jesús se reproduce la historia de su pueblo, sino que ese hijo al que Dios llama es Jesús, cuya venida salvadora supera a todos los acontecimientos vividos por el pueblo de Israel. Por ser el Hijo de Dios, Jesús está por encima de las figuras más gloriosas, como Moisés. En el Mesías Jesús la historia del pueblo alcanza su meta, porque toda ella fue una anticipación, anuncio y preparación de su venida.   

Al hablar de la matanza de los inocentes, Mateo hace una nueva referencia a la Biblia, citando esta vez a Jeremías (31,15), para recalcar la idea de que la historia de Israel tiende a Cristo. El profeta alude en este caso a la tragedia vivida por Israel en el exilio en Babilonia, que le resulta aún más dolorosa que la esclavitud en Egipto. Para visualizar plásticamente este dolor, Jeremías pone en escena a Raquel, antecesora del pueblo, enterrada en Ramá, cerca de Belén, que grita desesperada por la suerte que padecen sus hijos, el pueblo de Israel, a consecuencia de su infidelidad a la alianza con su Dios.

Interpretando este hecho, Mateo saca de aquí la idea que domina todo su evangelio: Israel ha ido a la ruina por su incredulidad. Pero el Mesías Jesús, asumiendo sobre sí el pecado del pueblo y derramando su sangre como expiación, logra la salvación para todo el que cree en Él, y da inicio al pueblo de la nueva alianza. El drama cruento de Jesús, ligado solidariamente al de su pueblo, se presenta como anticipado simbólicamente en la muerte de los inocentes de Belén. La sangre de los niños de Belén prefigura la sangre del Cordero inocente, Jesucristo, que borra el pecado del mundo.

Podemos decir también que la matanza de los inocentes anticipa las incontables matanzas de inocentes que se sucederán a lo largo de la historia. La injusticia y la maldad humana siguen exterminando vidas de niños que mueren cada día por el hambre, la guerra y la marginación. Podemos pensar también en tantos inocentes que sufren violencia sin poder defenderse.

Como reza la liturgia de los Santos Inocentes, ellos carecían del uso de la palabra para proclamar su fe, pero lo hicieron con su muerte y fueron glorificados en virtud del nacimiento de Cristo. A nosotros nos toca testimoniar con nuestra vida y con el compromiso por la justicia, la fe que confesamos de palabra. 

lunes, 27 de diciembre de 2021

Juan, testigo de la resurrección (Jn 20, 2-8)

P. Carlos Cardó SJ

Juan el Evangelista en Patmos acompañado por su joven ayudante Prócoro, pintura de autor anónimo del siglo XVII, Museo de Arte del estado de Nizhni-Nóvgorod, Rusia

El primer día después del sábado, María Magdalena vino corriendo a la casa donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto".

Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos iban corriendo juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro, e inclinándose, miró los lienzos puestos en el suelo, pero no entró.
En eso llegó también Simón Pedro, que lo venía siguiendo, y entró en el sepulcro. Contempló los lienzos puestos en el suelo y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, puesto no con los lienzos en el suelo, sino doblado en sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, y vio y creyó, porque hasta entonces no habían entendido las
Escrituras, según las cuales Jesús debía resucitar de entre los muertos.

Dos días después de Navidad se celebra la fiesta de San Juan apóstol. A él se le atribuye el Cuarto Evangelio, escrito a fines del siglo I. Con su hermano Santiago eran los hijos de Zebedeo, a quienes Jesús llamó los “Boanerges”, es decir, los violentos. Una tradición lo identifica con aquel misterioso personaje que el Cuarto Evangelio llama “el discípulo amado” y cuya significación simbólica y paradigmática abraza en general al auténtico creyente en Jesús, al discípulo verdadero que está llamado a reclinar su cabeza en el corazón del Maestro y permanecer, al lado de María su Madre, junto a la cruz.

El Evangelio de Juan emplea un lenguaje misterioso, cargado de símbolos y muy espiritual; pero al mismo tiempo es un evangelio que pretende –casi de manera continua– subrayar la realidad de la encarnación de Dios, la divinidad y humanidad de Jesús, Palabra eterna del Padre que se encarnó y habitó entre nosotros (Jn 1,14).

El Evangelio según San Juan presenta el misterio de Jesús como un descenso desde el Padre por la encarnación y una ascensión a Él por la resurrección. En el texto escogido para el día de hoy, los primeros testigos –los discípulos– comprueban que Jesús, vencedor de la muerte, ha realizado su subida al Padre, tal como lo había anunciado.

El evangelio nos hace ver cómo los discípulos, después de la muerte de Jesús, recorren un camino lleno de sorpresas, que se inicia con la constatación de que el sepulcro está vacío, y concluye con la convicción de que la cruz no fue el final, sino el inicio del retorno de Jesús al Padre y de su glorificación.

Los personajes, María Magdalena, Pedro y Juan, simbolizan a la comunidad que reacciona y recobra la fe, venciendo la tristeza y el miedo. A pesar de las advertencias que les había hecho, el final de su Maestro había significado para ellos un fracaso total que echó por tierra sus esperanzas. No obstante, reaccionan, buscan, indagan, disciernen. María Magdalena fue muy de mañana al sepulcro y cuando vio que había sido removida la piedra, regresó corriendo adonde estaban Pedro y el otro discípulo a quien Jesús tanto quería; éstos por su parte salieron de prisa… En ellos aparece reflejada la prontitud y resolución con que el cristiano debe reaccionar para no dejarse abatir por las frustraciones y adversidades que conmueven su fe.

Vio y creyó. Porque no había comprendido la Escritura... (vv. 8-9). Se subraya la importancia de la Sagrada Escritura para comprender los signos de la presencia del Resucitado en la historia. Revisar la propia vida a la luz de la Palabra nos permite ver la presencia de Dios en todas las circunstancias oscuras por las que atravesemos. Cristo resucitado vive en el corazón del mundo y se muestra en múltiples presencias, todas ellas liberadoras.

Vivimos una época que exacerba el valor de los sentidos, hasta hacer pensar que sólo existe y cuenta lo material, aquello de lo que podemos disponer. La dimensión de lo trascendente queda sofocada. Pero tenemos que demostrar en nuestra vida que no somos seres para la muerte, ni todo acaba en la muerte. Cristo está en la comunidad de los que anuncian su mensaje y celebran la eucaristía. También en los hermanos necesitados, porque Cristo se identifica con ellos. El verdadero discípulo descubre en profundidad la presencia y acción del Resucitado y se muestra pronto para comunicar a otros las razones de su esperanza.

domingo, 26 de diciembre de 2021

Festividad de la Sagrada Familia: El Niño Jesús en el templo (Lc 2, 41-51

 P. Carlos Cardó SJ

Jesús discute con los maestros en el templo, óleo sobre lienzo de Willian-Hollman Hunt (1848), Museo de Birmingham, Reino Unido

Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén para las festividades de la Pascua.
Cuando el niño cumplió doce años, fueron a la fiesta, según la costumbre. Pasados aquellos días, se volvieron, pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que sus padres lo supieran. Creyendo que iba en la caravana, hicieron un día de camino; entonces lo buscaron, y al no encontrarlo, regresaron a Jerusalén en su busca.

Al tercer día lo encontraron en el templo, sentado en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que lo oían se admiraban de su inteligencia y de sus respuestas.
Al verlo, sus padres se quedaron atónitos y su madre le dijo: "Hijo mío, ¿por qué
te has portado así con nosotros? Tu padre y yo te hemos estado buscando llenos de angustia".

Él les respondió: "¿Por qué me andaban buscando? ¿No sabían que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?".
Ellos no entendieron la respuesta que les dio. Entonces volvió con ellos a Nazaret y siguió sujeto a su autoridad.
Su madre conservaba en su corazón todas aquellas cosas. Jesús iba creciendo en saber, en estatura y en el favor de Dios y de los hombres.

Este pasaje rompe el silencio de la vida oculta de Jesús en Nazaret y relata un acontecimiento relevante en el conocimiento progresivo de la identidad de Jesús. Nos dice el evangelio de Lucas que los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de Pascua y que llevaron también al Niño cuando cumplió doce.

Terminada la fiesta, se quedó en Jerusalén sin saberlo sus padres. Al no encontrarlo, regresaron a Jerusalén en su busca. Lo buscaron tres días. Sólo podían imaginar que estaría con los parientes y conocidos. Angustia, impotencia de quien no encuentra al ser querido, a la persona que uno no puede dejar de buscar. Evoca la angustia que sentirán las mujeres en el sepulcro al no hallar entre los muertos al que está vivo.

Después de tres días. Lo hallaron en el templo. Es decir, en el lugar donde la gloria de Dios se manifestaba. Está allí, en lo suyo, sentado y enseñando con autoridad la Palabra de Dios a los maestros de la Palabra. Como su padre y su madre que lo buscan tres días en vano, los apóstoles y las santas mujeres tendrán que esperar al tercer día para comprobar que la Palabra de Dios se ha cumplido en el Crucificado. Y a nosotros también, que lo buscamos sin saber cómo, el texto nos da la respuesta.

La pregunta de Jesús a sus padres: ¿Por qué me buscaban? No sabían que…, más que un reproche, hay que entenderla como una invitación que los lleva a procurar comprender, con la confianza propia de la fe, y no con angustia, los planes que Dios tiene. Jesús les recuerda que Dios es su Padre. Es la primera vez que designa a Dios como su Padre. “Abbá” es en el evangelio de Lucas la primera y última palabra de Jesús. La más reveladora de su propia identidad y de nuestra identidad, pues es el Hijo amado del Padre,  en quien y por quien también nosotros somos hijos e hijas de Dios.

Este Hijo debe estar en las cosas de su Padre, ocuparse de ellas pues para esto ha venido al mundo: para escuchar y cumplir lo que el Padre le diga. Y ese será su alimento, hacer su voluntad.

María y José no comprendieron lo que les decía, lo comprenderán más tarde. Y para ello, María, la creyente, que escucha y acoge la Palabra, conservará todas estas cosas meditándolas en su corazón. Después de haber llevado al Hijo en su seno, lo lleva ahora en su corazón. Ella nos enseña a meditar las palabras de su Hijo, todas, las que nos consuelan y alegran y las que nos exigen y nos cuesta comprender.

Como ella, tampoco nosotros comprendemos de inmediato el misterio de los tres días de Jesús con el Padre. Como ella, procuramos conservar en el corazón las palabras, las aprendemos de memoria, aunque su plena comprensión todavía se nos escape. El recuerdo constante de la Palabra ilumina el corazón y nos hace alcanzar la madurez del hombre perfecto, la estatura plena de Cristo (Ef 4,13).

sábado, 25 de diciembre de 2021

Misa de Navidad – El Verbo se hizo carne (Jn 1, 1-18

 P. Carlos Cardó SJ

Natividad, óleo sobre lienzo de Domenico Ghirlandaio (1485), Iglesia de la Santa Trinidad, Florencia, Italia

En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba ante Dios, y la Palabra era Dios.
Ella estaba ante Dios en el principio.
Por Ella se hizo todo, y nada llegó a ser sin Ella. Lo que fue hecho tenía vida en ella, y para los hombres la vida era luz.
La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron.
Vino un hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino para dar testimonio, como testigo de la luz, para que todos creyeran por él. Aunque no fuera él la luz, le tocaba dar testimonio de la luz.
Ella era la luz verdadera, la luz que ilumina a todo hombre, y llegaba al mundo.
Ya estaba en el mundo, este mundo que se hizo por Ella, o por El, este mundo que no lo recibió. Vino a su propia casa, y los suyos no lo recibieron; pero a todos los que lo recibieron les dio capacidad para ser hijos de Dios.
Al creer en su Nombre han nacido, no de sangre alguna ni por ley de la carne, ni por voluntad de hombre, sino que han nacido de Dios. Y la Palabra se hizo carne, puso su tienda entre nosotros, y hemos visto su Gloria: la Gloria que recibe del Padre el Hijo único, en él todo era don amoroso y verdad.
Juan dio testimonio de él; dijo muy fuerte: «De él yo hablaba al decir: el que ha venido detrás de mí, ya está delante de mí, porque era antes que yo.»
De su plenitud hemos recibido todos, y cada don amoroso preparaba otro.
Por medio de Moisés hemos recibido la Ley, pero la verdad y el don amoroso nos llegó por medio de Jesucristo. Nadie ha visto a Dios jamás, pero Dios-Hijo único nos lo dio a conocer; él está en el seno del Padre y nos lo dio a conocer.

Navidad es mucho más que una fiesta familiar. Navidad es el día en que declaramos nuestra aceptación y adhesión a la Palabra de Dios que se ha hecho carne para habitar entre nosotros. La acogemos, le permitimos que nazca en nuestros corazones y nos transforme.

San Pablo en la 1ª lectura nos dice: Ha aparecido la gracia, el amor de Dios que trae la salvación a la humanidad (Tit 2,11). El amor de Dios a la humanidad es tal, que, para que ninguna vida humana se pierda, Dios elige hacerse hombre para unirse a nosotros, y para que también nosotros podamos unirnos a Él. Dios nos ama hasta el punto de querer compartir nuestra misma condición humana, para que podamos tenerlo en nuestra vida, junto a nosotros, con nosotros y para siempre.

Esta es la verdad central de nuestra fe cristiana que todos sabemos y confesamos: que Dios se hizo hombre. Pero ¿qué tipo de hombre se hizo Dios en Jesús, qué humanidad es la que ha querido asumir y mostrarnos en Jesús nacido en Belén?

El Dios infinito y eterno, autor de todo lo creado, ha querido revelarse a nosotros y abrirnos el camino para llegar a Él haciéndose Dios-con-nosotros, es decir, con una humanidad que le hace cercano y prójimo a todos, para que también nosotros aprendamos a ser humanos en cercanía y proximidad unos con otros. Tan humanos como Dios ha querido serlo. Esa es la posibilidad que abre para nosotros la Navidad. Haciéndonos humanos como el Hijo de Dios realizamos la vocación original que todos tenemos desde nuestra venida al mundo: la de ser en verdad imagen y semejanza de quien nos creó.

Por su parte, el evangelio de Navidad, el relato del nacimiento de Jesús según san Lucas, nos hace ver también qué tipo de hombre, qué clase de humanidad asume Dios para su Hijo. El relato de Lucas está construido como un contrapunto entre el censo del emperador romano y el nacimiento de un niño. Por un lado, el poder que se exalta, se dilata y se impone por medio de un censo de todo el mundo, y por otro el poder de Dios que se humilla, se abaja y se concentra en la indefensión (y a la vez en la ternura) de un niño pequeño.

Son dos lógicas contrapuestas que siguen en pugna hasta hoy. Un mundo que nos deshumaniza poniéndonos como ideal de nuestra realización el poder de la riqueza, el vano honor y la soberbia autosuficiente y, un Dios que en su Hijo Jesucristo nos propone el camino del amor que sirve hasta el olvido de uno mismo.

Entendemos así por qué Dios se revela en primer lugar a unos pastores. Ellos simbolizan a los pobres según el evangelio, a la gente que no conoce otra abundancia que la del corazón y por ello son más capaces de reconocer la presencia de Dios en medio de nosotros. Son los que dicen: Vayamos a Belén y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha anunciado.

Y son capaces de reconocer a Dios, no en el palacio de Herodes ni en el templo suntuoso de Jerusalén, sino en un pobre pesebre, al lado de una humilde señora provinciana y un carpintero de pueblo.  Con ellos también nosotros sentimos la llamada a dejarnos enseñar en Belén por ese Niño Dios «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29), que ha nacido en extrema pobreza y al cabo de tantos trabajos, de hambre, de sed, de calor y de frío, de injurias y afrentas, morirá en una cruz, ¡y todo esto por mí! (Cf. San Ignacio, Ejercicios Espirituales, n. 116).

En Belén aprendemos lo esencial y a vivir de lo esencial. Sólo allí aprendemos a no dejarnos engañar por el dinero y el poder, ni por tantas propuestas efímeras de felicidad que se nos hace. Como dice el Papa Francisco, “Belén nos lleva a compartir con los últimos el camino hacia un mundo más humano y fraterno, donde nadie sea excluido ni marginado”.

Que esta Nochebuena estreche los vínculos más humanos de amistad y de amor sincero que podemos tener entre nosotros y nos haga más atentos al bien de los demás, sobre todo, de los que menos tienen.

Que la luz del Señor que envolvió a los pastores nos haga ver con esperanza el futuro, y guíe nuestros esfuerzos para que todo sea mejor en cada uno, en cada familia, en el país, en la Iglesia y en el mundo. Navidad hace posible entrar en la lógica de Dios y dejarle realizar lo que con solas nuestras fuerzas no podremos conseguir: paz mundial, porque los seres humanos sienten al fin que todos somos hermanos y a todos ama el Señor; superación de la pobreza, porque los pobres reciben la alegre noticia de los ángeles; solidaridad efectiva, porque los reyes y poderosos se vuelven sabios para buscar y agradecidos para compartir.

Dios ha nacido, nacemos todos, cambiamos. El año declina ya, pero es posible ser mejor. Y todo esto porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. La historia de Dios y la de los hombres se entrelazan. Dios habita en nuestra tierra (Salmo 85). Ya no está desierta la casa del hombre, nadie debe sentirse solo. Dios nace a nuestro lado, más aún, infunde su vida divina en cada ser humano, habita en él, lo llena de su luz, le da sentido, le regala su paz. Todo se transforma en esperanza.

¡Feliz Navidad, hermanos!

viernes, 24 de diciembre de 2021

El cántico de Zacarías (Lc 1, 67-79)

P. Carlos Cardó SJ 

El nacimiento de San Juan Bautista, óleo sobre lienzo de Jacopo Tintoretto (1554), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia

Su padre, Zacarías, lleno del Espíritu Santo, empezó a recitar estos versos proféticos:
“Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo. Ahora sale triunfante nuestra salvación en la casa de David, su siervo, como lo había dicho desde tiempos antiguos por boca de sus santos profetas: que nos salvaría de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian; que nos mostraría el amor que tiene a nuestros padres y cómo recuerda su santa alianza. Pues juró a nuestro padre Abraham que nos libraría de nuestros enemigos para que lo sirvamos sin temor, justos y santos, todos los días de nuestra vida. Y tú, niño, serás llamado Profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor para prepararle sus caminos, para decir a su pueblo lo que será su salvación. Pues van a recibir el perdón de sus pecados, obra de la misericordia de nuestro Dios, cuando venga de lo alto para visitarnos cual sol naciente, iluminando a los que viven en tinieblas, sentados en la sombra de la muerte, y guiar nuestros pasos por un sendero de paz”. 

Como el Magníficat de María, el cántico de Zacarías está lleno de referencias y motivos bíblicos sobre la esperanza que tenía Israel de la venida del Mesías prometido. Es como una síntesis de los anhelos más profundos del pueblo judío, que recogen los de la humanidad de todos los tiempos.

Este cántico es un modelo de la fe bíblica, que descubre en los acontecimientos de la historia la acción de Dios. La historia está llena de su promesa, y en ella se nos revelan sus designios salvadores. Por la fe, los acontecimientos de la historia revelan su contenido de “palabra”.

El himno tiene dos partes, la primera (vv. 68 a 75) es una bendición. En la Biblia, el que bendice es propiamente Dios, y su bendición es donación de vida, gracia y don que se recibe. La plenitud de la bendición es el Shalom, la paz, abundancia y bienestar enviados de lo alto. Pero el ser humano, aunque pobre y desvalido ante el Poderoso, también bendice al Señor con una palabra que reconoce y confiesa su generosidad y le da gracias. 

La bendición de Zacarías no es propiamente por el hijo que le ha nacido, sino porque ve que la esperada liberación mesiánica está por cumplirse: ya viene el Salvador, descendiente de David, y su llegada será anunciada y preparada por Juan.

Zacarías describe la salvación que trae Jesús con todos los contenidos históricos  y políticos que el Antiguo Testamento y el judaísmo de su tiempo le atribuían: la ve como una liberación concreta y definitiva de toda opresión extranjera, Israel ya no será dominado por nadie, su victoria sobre sus enemigos está asegurada y ya no habrá miedo ni inseguridad.

Late en el himno el deseo profundo de una tierra nueva, en la que habrá por fin una paz estable, y se podrá rendir a Dios el culto que se merece, con santidad y justicia, en su presencia todos nuestros días (v. 74s).

En la segunda parte (vv.76-79) de su himno, Zacarías anuncia el futuro de su hijo Juan.

Elegido por Dios como el precursor del Mesías, preparará para Él un pueblo bien dispuesto. Pero lo que más sobresale es la admiración por la persona y obra de Jesús Mesías, que vendrá como el sol que nace de lo alto para iluminar a los que caminan en tinieblas y sombras de muerte. A simple vista, podría parecer que la salvación mesiánica se espiritualiza demasiado, pero en realidad lo que se anuncia es la más radical de las acciones libradoras de Dios, que llega hasta las raíces mismas del mal y de toda opresión: la maldad del pecado.

La Iglesia canta este himno todos los días en la oración de la mañana: alaba a Jesucristo que por su resurrección brilla como el sol sobre la oscuridad de la muerte y da inicio al día perenne en que vivimos: al hoy de la continua visita y presencia del Dios-con-nosotros. Bajo esa luz vivimos, ella nos trae perdón, santidad y justicia, ella nos guía en la construcción de los caminos de la paz.

El himno de Zacarías nos invita a admirar y agradecer la obra de Dios en nuestra historia personal.

jueves, 23 de diciembre de 2021

La Visitación de María a Isabel (Lc 1, 39-45)

 P. Carlos Cardó SJ

Visitación, óleo sobre lienzo de Roger van der Weyden (siglo XIV), Museo de Bellas Artes de Leipzing, Alemania

Unos días después, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre.
Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: "Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá."

El Evangelio nos habla de la visita de María a su pariente Isabel. San Lucas, que escribe a cristianos no judíos, provenientes del paganismo, quiere con este pasaje darles a conocer el significado que tiene Israel en la historia de la salvación. Para ello, hace que los personajes del relato tengan un carácter de símbolo de la relación que hay entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento.

Por medio de María, la mujer obediente a la Palabra, Dios visita a su pueblo y hace que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo reconozca. Llega así a su fin la larga espera de dos mil años: Israel ve cumplidos sus anhelos, Dios se demuestra fiel a su promesa. María viene a Isabel llevando en su seno al Eterno, al esperado de las naciones. Isabel y María se saludan, promesa y cumplimiento se besan.

Con la venida de Cristo, Salvador definitivo de la humanidad, Dios y la humanidad se unen. Israel (Isabel) y María (la Iglesia) se encuentran, Dios en María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad.

Desde otra perspectiva, se ven en el pasaje de la visitación las dos actitudes más características de María, que la hacen ser figura y madre de la Iglesia: su actitud de servicio y su actitud de fe. Dice el texto de Lucas que María “va de prisa”, movida por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que en esos casos necesita una mujer en avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios.

María se pone en camino con prontitud; no va a comprobar las palabras del ángel, ella cree en lo que se le ha dicho sobre Isabel. Va a ayudar. Y el servicio que María aporta a Isabel integra el anuncio de Jesús, comporta la salvación prometida. María lleva a casa de Isabel la presencia salvífica de Jesús: “Isabel quedó llena del Espíritu Santo” y “el niño que llevaba en su seno saltó de gozo”.

“Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”, es el saludo de Isabel a María.  Bendita entre las mujeres” era el saludo de Israel a las grandes mujeres de su historia, de las que hablan los libros de Jueces, c. 4, y de Judit, c.13, que jugaron un gran papel en la victoria de Israel sobre sus enemigos.

María, con su obediencia a la Palabra, contribuye a la victoria sobre el enemigo de la humanidad: lleva en su seno al fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente, como estaba predicho en el relato del Génesis (cap. 3).

En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada tú, que has creído!”. Es la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando diga: “¡Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la llevan a cumplimiento¡”. “Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”.

Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función tan excepcional que le tocó desempeñar dentro del plan de salvación realizado en su Hijo Jesucristo. “Porque, si la maternidad de María es causa de su felicidad, la fe es causa de su maternidad divina” (Teilhard de Chardin).

Lucas recalca aquí que María es dichosa por fiarse plenamente de Dios, actitud básica de la fe verdadera. Se valora el testimonio de una mujer creyente, “modelo”, “referente” para hombres y mujeres. María es la creyente, la que escucha la palabra de Dios y la lleva a cumplimiento. Por eso, la llena de gracia, Madre del Salvador, es también Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes.

Desde la anunciación, María vive inmersa en el misterio de Dios. En la Encarnación, María inicia un camino de fe y, a partir de ahí, toda su vida será un caminar en la “obediencia de la fe”. Abrahán, nuestro padre en la fe, creyó y esperó contra toda esperanza. María, nuestra madre, creyó y esperó contra toda apariencia. Creyó a la palabra que el ángel le había revelado: “concebirás y darás a luz…, será grande, será Hijo del Altísimo... heredará el trono de David su Padre”.

Esperó contra la apariencia: incluso al ver que el Hijo del Altísimo habría de nacer en un establo “porque no hubo para ellos lugar en la posada”. Cuando llegue la hora del parto, cuando tenga en sus brazos al fruto bendito de su vientre, todavía María continuará en el camino de fe, inmersa en el misterio de la voluntad del Padre.

La vida de María será siempre un Adviento de esperanza en el silencio de la oración, en la oscuridad de la fe, en la sorpresa del misterio de Dios. María vive su adviento, llevando la esperanza a casa de Isabel. Nos enseña a ser “esperanza para el mundo”, a llevar la esperanza de Jesús allí donde se ha perdido incluso la capacidad de esperar. 

miércoles, 22 de diciembre de 2021

El cántico de María (Lc 1, 46-56)

P. Carlos Cardó SJ

La Virgen en oración, óleo sobre lienzo de Giovanni Battista Salvi da Sassoferrato (1640 a 1650), Galería Nacional de Londres, Inglaterra

En aquel tiempo, dijo María:
"Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador, porque puso sus ojos en la humildad de su esclava. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede. Santo es su nombre, y su misericordia llega de generación en generación a los que lo temen. Ha hecho sentir el poder de su brazo: dispersó a los de corazón altanero, destronó a los potentados y exaltó a los humildes. A los hambrientos los colmó de bienes y a los ricos los despidió sin nada. Acordándose de su misericordia, vino en ayuda de Israel, su siervo, como lo había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia, para siempre".
María permaneció con Isabel unos tres meses y luego regresó a su casa.

Después de oír el saludo de su pariente Isabel, que la proclamó bendita entre las mujeres por el fruto bendito de su vientre y dichosa por haber creído, María dirigió la mirada a su propia pequeñez, fijó luego sus ojos en Dios, de quien procede todo bien, y entonó un canto de alabanza.

Celebra todo mi ser la grandeza del Señor. María es consciente de que toda su persona, su yo personal, su ser mujer, es un don de Dios y a Él lo devuelve en su acción de gracias. Ella es consciente de que las generaciones la llamarán bienaventurada, no por sus méritos propios, sino por las obras grandes que el Poderoso ha hecho en ella al darle la vida y elegirla para ser madre del Salvador. Por eso no duda en recalcar el contraste que hay entre su pequeñez de sierva y la grandeza, poder y misericordia de Dios, a quien ve como el santo, el todopoderoso, el misericordioso.

El Magnificat de María se sitúa en línea con la corriente espiritual de los salmos, con el mismo estilo poético de su pueblo, henchido de sentimientos de auténtica fe, alegría y gratitud. Es un himno personal y a la vez universal, cósmico. En María canta toda la humanidad y la creación entera que ve la fidelidad del amor de Dios.

Es el cántico nuevo que entona la criatura nueva, hecha nueva por la muerte de Cristo y por la efusión del Espíritu Santo. El Magnificat es también una síntesis de la historia de la salvación, contemplada del lado de los pobres y de los humildes, a quienes se les revela el misterio del Reino y sienten a Dios a su favor.

Con el pueblo fiel de Israel, en la línea de los grandes profetas, María no duda en alabar a Dios por sus preferencias, porque dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos.

María nos ayuda a descubrir a Dios en nuestra vida. Por eso, la Iglesia entona todas las tardes el Magnificat, como el reconocimiento de que Dios cumple siempre su promesa. En el canto de María laten los corazones agradecidos, que reconocen la acción d de Dios  en los acontecimientos de la propia historia personal y en la historia de la humanidad.

martes, 21 de diciembre de 2021

La Visitación de María a Isabel (Lc 1, 39-45)

P. Carlos Cardó SJ

La visitación, óleo sobre lienzo de Maurice Denis (1894), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia

Unos días después, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre.
Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: "Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá."

El Evangelio nos habla de la visita de María a su pariente Isabel. San Lucas, que escribe a cristianos no judíos, provenientes del paganismo, quiere con este pasaje darles a conocer el significado que tiene Israel en la historia de la salvación. Para ello, hace que los personajes del relato tengan un carácter de símbolo de la relación que hay entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento.

Por medio de María, la mujer obediente a la Palabra, Dios visita a su pueblo y hace que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo reconozca. Llega así a su fin la larga espera de dos mil años: Israel ve cumplidos sus anhelos, Dios se demuestra fiel a su promesa. María viene a Isabel llevando en su seno al Eterno, al esperado de las naciones. Isabel y María se saludan, promesa y cumplimiento se besan.

Con la venida de Cristo, Salvador definitivo de la humanidad, Dios y la humanidad se unen. Israel (Isabel) y María (la Iglesia) se encuentran, Dios en María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad.

Desde otra perspectiva, se ven en el pasaje de la visitación las dos actitudes más características de María, que la hacen ser figura y madre de la Iglesia: su actitud de servicio y su actitud de fe. Dice el texto de Lucas que María “va de prisa”, movida por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que en esos casos necesita una mujer en avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios.

María se pone en camino con prontitud; no va a comprobar las palabras del ángel, ella cree en lo que se le ha dicho sobre Isabel. Va a ayudar. Y el servicio que María aporta a Isabel integra el anuncio de Jesús, comporta la salvación prometida. María lleva a casa de Isabel la presencia salvífica de Jesús: “Isabel quedó llena del Espíritu Santo” y “el niño que llevaba en su seno saltó de gozo”.

“Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”, es el saludo de Isabel a María.  Bendita entre las mujeres” era el saludo de Israel a las grandes mujeres de su historia, de las que hablan los libros de Jueces, c. 4, y de Judit, c.13, que jugaron un gran papel en la victoria de Israel sobre sus enemigos.

María, con su obediencia a la Palabra, contribuye a la victoria sobre el enemigo de la humanidad: lleva en su seno al fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente, como estaba predicho en el relato del Génesis (cap. 3).

En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada tú, que has creído!”. Es la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando diga: “¡Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la llevan a cumplimiento¡”. “Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”.

Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función tan excepcional que le tocó desempeñar dentro del plan de salvación realizado en su Hijo Jesucristo. “Porque, si la maternidad de María es causa de su felicidad, la fe es causa de su maternidad divina” (Teilhard de Chardin).

Lucas recalca aquí que María es dichosa por fiarse plenamente de Dios, actitud básica de la fe verdadera. Se valora el testimonio de una mujer creyente, “modelo”, “referente” para hombres y mujeres. María es la creyente, la que escucha la palabra de Dios y la lleva a cumplimiento. Por eso, la llena de gracia, Madre del Salvador, es también Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes.

Desde la anunciación, María vive inmersa en el misterio de Dios. En la Encarnación, María inicia un camino de fe y, a partir de ahí, toda su vida será un caminar en la “obediencia de la fe”. Abrahán, nuestro padre en la fe, creyó y esperó contra toda esperanza. María, nuestra madre, creyó y esperó contra toda apariencia. Creyó a la palabra que el ángel le había revelado: “concebirás y darás a luz…, será grande, será Hijo del Altísimo... heredará el trono de David su Padre”.

Esperó contra la apariencia: incluso al ver que el Hijo del Altísimo habría de nacer en un establo “porque no hubo para ellos lugar en la posada”. Cuando llegue la hora del parto, cuando tenga en sus brazos al fruto bendito de su vientre, todavía María continuará en el camino de fe, inmersa en el misterio de la voluntad del Padre.

La vida de María será siempre un Adviento de esperanza en el silencio de la oración, en la oscuridad de la fe, en la sorpresa del misterio de Dios. María vive su adviento, llevando la esperanza a casa de Isabel. Nos enseña a ser “esperanza para el mundo”, a llevar la esperanza de Jesús allí donde se ha perdido incluso la capacidad de esperar.