sábado, 27 de abril de 2024

Vayan por todo el mundo (Mt 28, 16-20)

 P. Carlos Cardó SJ 

La ascensión de Cristo, óleo sobre tabla de Benvenuto Tisi da Garofalo (1510-20), Galería Nacional de Arte Antiguo, Roma

"Los once discípulos partieron para Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Cuando vieron a Jesús, se postraron ante él, aunque algunos todavía dudaban. Jesús se acercó y les habló así: «Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia.»" 

La última voluntad del Señor es que sus discípulos se conviertan en “testigos”, capaces de anunciar al mundo que el pecado, la carga opresora del hombre, ha perdido su fuerza mortífera por la muerte y resurrección del Señor. Cristo resucitado es la garantía de la victoria sobre el mal de este mundo. En su Nombre se anuncia el perdón del pecado. Ya no hay lugar para el temor porque Dios es amor que salva. Los discípulos han de llevar este anuncio a todas las naciones. La fuerza para ello les viene del Espíritu Santo, don prometido por el Padre de Jesucristo. Así como el Espíritu descendió sobre María, descenderá sobre ellos. La encarnación de Dios en la historia llega así a su estado definitivo. 

Se trata, según Mateo, de hacer discípulos, no simplemente de anunciar, ni sólo de instruir y, menos aún, de adoctrinar, sino de crear las condiciones para que la gente tenga una experiencia personal de Cristo, que los lleve a seguirlo e imitarlo como la norma y ejemplo de su vida. Esto significa entrar en su discipulado, hacerse discípulos para asumir sus enseñanzas y también asimilar su modo de ser. 

La comunidad eclesial, representada en el monte, aparece como el lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo permanece en ella, con su palabra y sus acciones salvadoras. Las Iglesia hace visible el poder salvador de su Señor. 

La comunidad cristiana no puede quedar abrumada por la acción del mal en el mundo en la etapa intermedia entre la pascua del Señor y su segunda venida. La acción triunfadora de Cristo Resucitado sigue presente como el trigo en medio de la cizaña. Con mirada de fe/confianza, el cristiano discierne los signos de esa presencia y acción de Cristo vencedor, que se lleva a cabo por medio de los creyentes. Por eso, antes de partir, los dotó de poderes carismáticos para enfrentar el mal y vencerlo. 

Jesucristo resucitado es el verdadero fundamento de la fe de la comunidad cristiana y por medio de ella continúa anunciándose y manifestándose el reinado de Dios y la salvación para el que crea y se bautice.

viernes, 26 de abril de 2024

Voy a prepararles un lugar (Jn 14, 1-6)

 P. Carlos Cardó SJ 

Santo Tomás (el apóstol Tomás), óleo sobre lienzo de Diego Velásquez (1619 – 1620), Museo de Orleans, Francia

«No se turben; crean en Dios y crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones. De no ser así, no les habría dicho que voy a prepararles un lugar. Y después de ir y prepararles un lugar, volveré para tomarlos conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes. Para ir a donde yo voy, ustedes ya conocen el camino».
Entonces Tomás le dijo: «Señor, nosotros no sabemos adónde vas, ¿cómo vamos a conocer el camino?».
Jesús contestó: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí». 

Cuando se escribió el Evangelio de Juan, los cristianos de la primera comunidad de Jerusalén vivían momentos muy críticos. Su fe se hallaba puesta a prueba por las persecuciones que sus conciudadanos judíos habían desencadenado contra ellos. Jesús había dejado de estar físicamente con ellos y necesitaban su apoyo. En ese contexto recordaron las palabras que Jesús había dicho en su última cena: No se angustien. Creen en Dios, crean también en mí. A partir de entonces, los cristianos de todos los tiempos atravesarán por crisis similares y tendrán que reavivar su confianza de que el Señor, por su resurrección, sigue entre ellos y no los abandona nunca. La confianza es componente esencial de la fe. Y la razón de la confianza cristiana es la convicción de que, a partir de su resurrección, Jesús ha iniciado una nueva forma de existencia y que la vía para experimentar su compañía consiste en amarse unos a otros, orar juntos, vivir según el Espíritu Santo que él ha enviado. 

Jesús va a volver a su Padre, pero no se desentiende de los suyos que quedan en el mundo. En la casa de mi Padre hay muchas estancias, les dice. “Casa de mi Padre” había llamado al templo cuando lo purificó expulsando a los mercaderes. Ahora habla del lugar donde habita su Padre, que no es un espacio físico, sino el amor perfecto. El que me ama se mantendrá fiel a mis palabras. Mi Padre lo amará y vendremos a él y viviremos (pondremos nuestra morada) en él (14,23). 

El Padre y su Hijo habitan en nosotros por el Espíritu Santo. Esta verdad fundamenta la sagrada dignidad del ser humano según la visión cristiana de las cosas. Pero no se la tiene en cuenta; no se ve al ser humano como templo, casa, morada de Dios. Se ultraja el templo de Dios, se destruye su morada, cada vez que se daña o perjudica al prójimo. Sacamos a Dios de nuestra vida, lo arrojamos fuera o lo olvidamos, cada vez que intentamos vivir de espaldas a él. Nos quedamos solos y nos angustiamos por no saber asumir nuestra soledad que siempre está llena de su misteriosa presencia. 

Desde otra perspectiva, “casa del Padre” es también la meta del destino de Jesús y de nuestro destino personal. Por eso dice Jesús: Voy a prepararles un lugar, un lugar junto al Padre, para vivir con él, participando de su misma vida, que es felicidad perfecta. Ese es el lugar que nos tiene preparado Jesús. Vendrá y nos llevará consigo. Mientras tanto, hasta que él venga, el amor nos hace estar donde él está. Si antes Jesús estaba físicamente con sus discípulos, ahora está en sus discípulos. 

Tomás no entiende este lenguaje. No comprende que, aunque su Maestro vuelva a su Padre, se quedará siempre con ellos. Como él, también nosotros actuamos a veces como ignorando dónde está Dios, perdemos de vista el camino para estar con él, o buscamos nuestra realización y felicidad donde no pueden estar. En su respuesta a Tomás, Jesús nos hace ver que viviendo su forma de vida nos encontramos a nosotros mismos, y alcanzamos la felicidad que perdura, es decir, alcanzamos a Dios. Yo soy el camino, la verdad y la vida, nos dice. 

Si meditamos las palabras de Jesús y, sobre todo, las llevamos a la práctica en el amor al prójimo, veremos que nos aseguran su presencia, nos hacen encontramos con Dios. Se realiza en nosotros el deseo de Jesús: que puedan estar donde voy a estar yo.

jueves, 25 de abril de 2024

Vayan por todo el mundo. Epílogo de Marcos (Mc 16, 15-20)

 P. Carlos Cardó SJ 

La ascensión, óleo sobre lienzo de Rembrandt van Rijn (1636), Pinacoteca Antigua de Munich, Alemania

Entonces les dijo: "Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará. Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas; podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán". Después de decirles esto, el Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios. Ellos fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban. 

Se trata indudablemente de un texto añadido al evangelio de Marcos en una época muy tardía, quizá hacia la mitad del siglo II. La razón que se da a este añadido es la desazón que causaba a las primeras comunidades el final tan abrupto de Marcos que cierra su evangelio con el miedo y huída de las mujeres del sepulcro vacío (Mc 16, 1-8). Se buscó por eso una prolongación de los relatos que condujeran a un final más adecuado. 

De entre los diversos textos que se escribieron con este fin se escogió éste, por armonizar mejor con la temática general del evangelio de Marcos. Sin embargo, aunque se trate de un añadido, no deja de ser un texto inspirado y canónico, que como tal fue sancionado por el Concilio de Trento. Más aún, varios Santos Padres como Clemente Romano, Basilio, Ireneo lo citan en sus escritos como texto que según ellos no disonaba con el evangelio y contenía innegable valor para la Iglesia. 

El texto refleja las inquietudes y preocupaciones de la primera comunidad cristiana de Roma, en donde fue escrito este evangelio. Son cristianos que no han visto al Señor, pero han llegado a la fe en él por el ejemplo y predicación de los apóstoles y de los primeros testigos. 

Por eso el texto enumera los sucesivos testimonios de la resurrección de Jesucristo aportados a la comunidad. En primer lugar, el de María Magdalena. Se alude a la acción sanante realizada por Jesús en favor de ella, liberándola de siete demonios, es decir, de siete males, siete enfermedades. Luego se subraya el estado de tristeza y llanto en que estaban los discípulos, que no creyeron en el anuncio de Magdalena: al oír que estaba vivo y que ella lo había visto, no le creyeron. Se menciona después la experiencia de los de Emaús y el testimonio que dieron a los demás, y que tampoco fue aceptado. Por último, se refiere la aparición del Resucitado a los Once reunidos en torno a la mesa. Y pone aquí el redactor el envío en misión para anunciar la buena noticia a toda criatura. 

La comunidad aparece como el lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo permanece en ella, con su palabra y sus acciones salvadoras. Su poder salvador se prolonga en ella. 

Una preocupación de la comunidad debió de ser la permanencia y actuación del misterio del mal en el mundo a pesar de la victoria de Cristo Resucitado. Tendrán que abrirse a la fe/confianza en el Cristo vencedor que, no obstante, sigue actuando también por medio de los creyentes, a quienes ha dotado de poderes carismáticos para enfrentar el mal y vencerlo. 

Jesucristo Resucitado es el verdadero fundamento de la fe de la comunidad cristiana y por medio de ella continúa anunciándose y manifestándose el reinado de Dios y la salvación para el que crea y se bautice. 

La ascensión del Señor, presentada según el esquema de glorificación, revela que Jesucristo reina y que extiende su soberanía a todas las naciones de la tierra por medio de la palabra de sus enviados.

miércoles, 24 de abril de 2024

Yo, la luz, no he venido a condenar sino a salvar (Jn 12, 44-50)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo redentor, témpera sobre lienzo de Andrea Mantegna (Siglo XV), Congregación de la Caridad, Correggio, Italia

Jesús dijo claramente: «El que cree en mí no cree solamente en mí, sino en aquel que me ha enviado. Y el que me ve a mí ve a aquel que me ha enviado. Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que crea en mí no permanezca en tinieblas. Si alguno escucha mis palabras y no las guarda, yo no lo juzgo, porque yo no he venido para condenar al mundo, sino para salvarlo. El que me rechaza y no recibe mi palabra ya tiene quien lo juzgue: la misma palabra que yo he hablado lo condenará el último día. Porque yo no he hablado por mi propia cuenta, sino que el Padre, al enviarme, me ha mandado lo que debo decir y cómo lo debo decir. Yo sé que su mandato es vida eterna, y yo entrego mi mensaje tal como me lo mandó el Padre». 

Alzando la voz para que todos en el templo le escuchen, Jesús proclama que quien cree en él, cree en Dios que lo ha enviado. Habla de sí mismo con toda convicción. Todo su discurso está en primera persona. Quiere hacer ver que es a él a quien hay que buscar y seguir porque en él está la fuente de aguas vivas y a su luz veremos la luz de nuestro destino eterno (cf. Sal 36, 9). Cristo es el “objeto” de nuestra fe. Quien se adhiere a él por la fe, entra en contacto directo con Dios, lo conoce, escucha sus palabras que liberan y conducen a la máxima realización de su persona. Quien cree en mí, no cree en mí sino en aquel que me envió. 

Quien me ve, ve a quien me envió. Una idea continuamente expuesta en el evangelio de Juan es que Jesús es el revelador del Padre: quien lo ve, ve a Dios, al Invisible, a Aquel a quien nadie ha visto. Jesús, el Hijo, nos hace accesible al Inaccesible. Ya no es la Ley lo que nos da acceso a Dios, como querían los fariseos. En Jesús conocemos quién es Dios y cómo ama Dios. 

Por eso, por ser revelador de Dios, Jesús es luz. Yo, la luz, he venido al mundo para que quien cree en mí no permanezca en las tinieblas. Asegura, por tanto, a quien lo sigue un camino seguro hacia la realización auténtica de su ser en Dios. Da a conocer la realidad como Dios la conoce y hace conocer y vivir la verdad de nosotros mismos. Esta luz la llevamos dentro y nos hace ver a Dios como padre y a los demás como hijos suyos y hermanos nuestros. 

Pero Jesús no se impone, no coacciona a nadie; él invita, ofrece un don, proclama una buena noticia. Escuchar y acoger sus palabras son un acto libre, que se hace desde el corazón, de lo contrario no transforman a la persona, la dejan librada a su limitada capacidad de darse a sí misma una duración eterna, o de lograr la plena realización de sus anhelos. Por eso dice: Si alguno escucha mis palabras y no las conserva, yo no lo juzgo. Es la idea expresada en el capítulo 3,19: Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para que el mundo se salve por él. Es verdad que su Padre no juzga a nadie, sino que le ha dado al Hijo todo el poder de juzgar (5,22). Pero este juicio que el Hijo realiza se cumple en la cruz, donde el amor máximo de Dios por nosotros enfrenta la maldad de este mundo. 

Es el propio sujeto quien se condena al rechazar este amor salvador de Dios. Al negarse a escuchar a Jesús y seguir sus enseñanzas, rechaza su propia realidad verdadera, vive de manera inauténtica, y eso se pone de manifiesto. En el evangelio de Juan eso equivale a preferir las tinieblas a la luz. Para quien me rechaza y no acepta mis palabras hay un juez: las palabras que yo he dicho serán las que lo condenen. 

Jesús termina este discurso afirmando categóricamente que ha hablado con  la autoridad de Dios: el Padre que me envió es el que me ordena lo que debo decir y enseñar. Y quiere también Jesús transmitirnos la seguridad de que todo lo que el Padre le ha ordenado decirnos es para nuestra vida. Todo lo que ha hecho y enseñado es capacitarnos y orientarnos para vivir plenamente. Por eso sus palabras: Yo sé que su enseñanza lleva a la vida eterna. Así pues, lo que yo digo es lo que me ha dicho el Padre.

martes, 23 de abril de 2024

Mis ovejas escuchan mi voz (Jn 10, 22- 30)

 P. Carlos Cardó SJ 

Yo soy el buen pastor, vitral de la iglesia anglicana de San Juan Bautista, Ashfield, Nueva Gales del Sur, Sidney, Australia

Se celebraba entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno, y Jesús se paseaba por el Templo, en el Pórtico de Salomón. Los judíos lo rodearon y le preguntaron: "¿Hasta cuándo nos tendrás en suspenso? Si eres el Mesías, dilo abiertamente".
Jesús les respondió: "Ya se lo dije, pero ustedes no lo creen. Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí, pero ustedes no creen, porque no son de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos. Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre. El Padre y yo somos una sola cosa". 

¿Cómo pudo amar Jesús con la solicitud y entrega tan plena que describe cuando habla de sí mismo como el buen pastor? La respuesta nos la da en su última frase: El Padre y yo somos uno. Aparte de las deducciones que podemos sacar sobre la unión esencial del Padre y el Hijo en la vida trinitaria, lo que esta frase nos dice es que si Jesús fue el hombre totalmente entregado a los demás, lo fue por su íntima unión con Dios, por su armonía plena de voluntades y comportamiento. Precisamente por estar unido a Dios, Jesús estaba unido a todos los hijos e hijas de Dios, su Padre. 

Vivía en cada instante con la conciencia de ser amado, acogido y sostenido por Dios y esta confianza absoluta le hizo libre de sí mismo y libre de toda motivación egoísta, no sólo para no situarse ante los demás en actitud competitiva o dominadora, sino para amar sin buscar otro interés que el de servir y procurar para sus hermanos la mejor vida que podían vivir. De su pertenencia a Dios brotó aquella apertura suya que lo llevaba a aceptar a todos por igual, a dejar que las personas fueran ellas mismas, a dar de lo que tenía y compartir su propio ser con los demás: con hombres, mujeres, niños y gente de toda condición, judíos y no judíos, sanos y enfermos, pobres y ricos, incluso con aquellos que eran tenidos por impuros y gente de mal vivir. (Mc 7,15; 2,16s; Lc 15, ls). El amor de Dios por nosotros se hizo realidad palpable en él y él se realizó a sí mismo como persona en ese mismo amor. 

Por eso Jesús fue un hombre diferente: en su sensibilidad y compasión hacia el dolor de los demás, en su simpatía activa hacia ellos (cf. Mt 9,36; 15,32) y en su compromiso incansable en su favor. Al tratar con él, los pobres se sentían partícipes de la buena nueva (Lc 4,18-21; Mt 11,4s), los necesitados se percibían objeto de la misericordia (Mt 25,31-45), los enfermos experimentaban la cercanía de Dios, los discriminados y oprimidos se beneficiaban de su solidaridad y amistad, se sentían aliviados y capaces de desarrollar el sentimiento de la propia valía (Mt 11,19 par; Mc 2,14-17). Al verlo, los discípulos -y más tarde las comunidades cristianas- aprendieron a establecer relaciones nuevas entre sí y a ejercitarse en una convivencia sin violencia y en reconciliación (Mc 2,15-17; 3,18s; Mt 5,43-48 par). La solidaridad de Jesús crea relaciones, forja vínculos de unión y permite reconocer que las relaciones solidarias en justicia y amor constituían los deseos más profundos de su corazón. 

Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Nada aleja a la gente de Jesús. Todos se sienten conocidos por dentro y comprendidos; el pastor no juzga, llama a cada oveja por su nombre y las acepta como son. Por eso lo siguen y se dejan guiar por sus enseñanzas en el quehacer diario. Esta solicitud por los suyos constituye la fuente de inspiración de sus seguidores, que se sienten llamados a adoptar su estilo de vida en el trato con los demás. 

Yo les doy vida eterna y no perecerán para siempre, nadie me las podrá quitar. Si algo desea Jesús es que los suyos tengan vida en abundancia, una vida que nada ni nadie les pueda quitar. Todo el mundo anhela una vida plena, cargada de sentido, útil y fecunda, libre de amenazas, en una palabra: capaz de ser feliz siempre y no sólo hasta la muerte. Una vida así es la vida salvada, que sólo puede venirnos de Dios como el don por excelencia. Ahora bien, Jesús nos hace ver que ese don es ya ahora una realidad ofrecida: quien cree en él, es decir, quien hace propia la vida que él nos muestra en su persona, experimenta la dicha de una existencia bien encaminada, con un valor de eternidad que Dios reconoce. No perecerán para siempre y nadie me los podrá quitar. El Padre es glorificado en esta vida que nos da con su Hijo. Y porque el Padre todopoderoso –que está por encima de todo lo creado– nos ha confiado a su Hijo, nada ni nadie podrá arrebatarnos de su mano.

lunes, 22 de abril de 2024

El Buen Pastor (Jn 10, 1-10)

 P. Carlos Cardó SJ 

El pastor con las ovejas, óleo sobre lienzo de Anton Mauve (1886), Museo de Arte del Bowdoin College, Maine, Estados Unidos

Jesús dijo a los fariseos: "Les aseguro que el que no entra por la puerta en el corral de las ovejas, sino por otro lado, es un ladrón y un asaltante. El que entra por la puerta es el pastor de las ovejas. El guardián le abre y las ovejas escuchan su voz. Él llama a cada una por su nombre y las hace salir. Cuando las ha sacado a todas, va delante de ellas y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz. Nunca seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen su voz". Jesús les hizo esta comparación, pero ellos no comprendieron lo que les quería decir. Entonces Jesús prosiguió: "Les aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos aquellos que han venido antes de mí son ladrones y asaltantes, pero las ovejas no los han escuchado. Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento. El ladrón no viene sino para robar, matar y destruir. Pero yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia". 

La parábola del Buen Pastor condensa el modo de proceder de Jesús en su relación con los demás: en todo momento se esforzó por unir a las personas, hacerles sentir el amor de su Padre para que se trataran fraternalmente, por encima de toda diferencia natural, social o cultural. Su amor es universal, abarca también a las otras ovejas que no son de este redil. Y como el mismo evangelio de Juan señala más adelante, Jesús moriría por toda la nación y no solamente por la nación judía, sino para conseguir la unión de todos los hijos de Dios que estaban dispersos (11,51s). 

Ser pastor, para Jesús, consiste en manifestar el amor que Dios su Padre tiene a todos y a cada uno de los seres humanos, sin distinción, pero mostrando al mismo tiempo una especial solicitud por las ovejas débiles, por las perdidas y descarriadas. La parábola de la oveja perdida que traen los otros evangelistas (Mt 18,12-14; Lc 15,4-7) hace ver, precisamente, de qué manera, en el comportamiento de Jesús con los pobres, con los pecadores y con los excluidos, se refleja el deseo irrenunciable de Dios de salir en busca de lo que está perdido para que no se pierda ninguno de sus hijos e hijas. Este Dios expresa una gran alegría en el cielo cuando los descarriados y excluidos son integrados realmente y pueden vivir en la comunidad el amor que él les tiene. 

Vista en dimensión eclesial, la parábola del Pastor recuerda a la comunidad de los cristianos que tiene el deber de hacer visible el estilo de Dios como Jesús lo ha manifestado y subraya la responsabilidad de sus autoridades de promover la integración de los “pequeños”, es decir de los débiles. Jesús es el pastor que nunca lucra con el rebaño. Él conoce a sus ovejas y éstas lo conocen a él y lo siguen, porque saben que está dispuesto a todo por ellas, incluso a dar su propia vida para que tengan vida. 

La convivencia social necesita de personas que velen por los intereses de todos. No se les llama pastores, como en la antigüedad grecolatina, sino líderes, jefes, representantes y, mediante la ley, se les asignan y controlan los poderes que se les delegan. Estas personas saben bien que la autoridad les viene por delegación, que no hay otra forma válida de asumirla y que en su ejercicio debe primar siempre el derecho y la justicia. Lo contrario significa suplantar a la sociedad que los elige, disponer de las personas, decidir sin contar con ellas y aun contra ellas, en una palabra, llevar la sociedad por los trágicos caminos del autoritarismo y de la corrupción moral. La historia está llena de las tragedias que todo esto ha producido a lo largo de los siglos. Pero la sociedad no puede dejar de aspirar a contar con verdaderos servidores de la comunidad. 

La visión fraterna, la actitud de servicio y el respeto son componentes esenciales de la vida cristiana; más aún, son la manera de vivir humanamente en sociedad. Los valores del evangelio nos hacen salir de la cultura de la violencia, de la ambición y del libertinaje, a la cultura de la paz, del respeto a todos y de la responsabilidad social solidaria. 

Todos somos pastores, todos ejercemos alguna autoridad y disponemos, mandamos, enseñamos. Desde el padre y la madre de familia, hasta el empresario, el jefe de sección, el político, cualquiera que sea el nivel de cada uno, siempre ejercemos algún influjo en un círculo de personas. Jesús Pastor nos enseña a superar errores y hacer más humana nuestra vida. Hay que aprender de él. Sus actitudes han de inspirar el ejercicio del servicio de autoridad que nos toca cumplir.

domingo, 21 de abril de 2024

IV Domingo de Pascua: Conozco a mis ovejas y ellas me conocen y siguen (Jn 10, 11-18)

 P. Carlos Cardó SJ 

El buen pastor, óleo sobre lienzo de Mateo Gilarte (1660 aprox.), Museo de Bellas Artes de Murcia, España

“Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da su vida por las ovejas. El asalariado, en cambio, que no es el pastor y al que no pertenecen las ovejas, cuando ve venir al lobo las abandona y huye, y el lobo las arrebata y las dispersa. Como es asalariado, no se preocupa por las ovejas. Yo soy el buen Pastor: conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí —como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre— y doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este corral y a las que debo también conducir: ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño y un solo Pastor. El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre”. 

Israel era un pueblo nómada y pastoril, por eso la imagen del pastor aparece frecuentemente en la Biblia. Los profetas la emplean para referirse a las autoridades civiles y religiosas, y para hablar de Dios, como el guía y protector de su pueblo. Así, Ezequiel (cap. 34), en tiempos de crisis, cuando Israel lo perdió todo por culpa de sus malos gobernantes, y la población fue deportada a Babilonia, hace oír la voz de Dios, como la de pastor solícito que sale a proteger a sus ovejas: Yo las sacaré de en medio de los pueblos, las reuniré de entre las naciones y las llevaré a su tierra; las apacentaré en los montes de Israel, en los valles del país… y descansarán como en corral seguro, pastando buenos pastos (34, 13s). Al mismo tiempo, los profetas anunciaron la promesa divina de un futuro Buen Pastor, descendiente de la familia de David, que conduciría a Israel por los caminos de la verdad y la justicia (vv. 23-31). Entonces la humanidad entera sabrá que yo el Señor, soy su Dios, y que ellos, los israelitas, son mi pueblo (v.30). 

Hoy tendríamos que quitarle a la imagen del pastor el tinte sentimental con que frecuentemente se ha presentado en el arte y en la predicación. Entonces podremos apreciar lo que ella nos dice de la persona y obra de Jesús: su atención y solicitud por las necesidades de todos, su amor real y verdadero, que no fue en él una cuestión meramente coyuntural sino permanente, y que revelaba el amor con que Dios ama a sus hijos. Asimismo, cuando Jesús habla del pastor, que conoce y guía a sus ovejas, que da la vida por ellas y quiere reunirlas en un solo rebaño, nos está hablando de las ovejas de su pueblo que andan maltratadas y abandonadas por culpa de los malos pastores. Es cierto, a este propósito, que la comparación con las ovejas puede quizá no gustarnos, porque las ovejas parecen demasiado mansas y porque la agrupación en rebaño insinúa espíritu gregario, falta de libertad y de sentido crítico. Pero el Jesús que reivindica para sí el título de pastor auténtico y lleno de cariño, promueve más bien, con su cuidado y defensa de la vida, salud y dignidad de las personas, un desarrollo integral de todas ellas como verdaderamente humanas, autónomas y responsables. 

Jesús es buen pastor porque no huye ante el peligro, sino que lo enfrenta y defiende a sus ovejas. No lucra con el rebaño, ni se aprovecha de él, no manipula ni abusa, no oprime ni atemoriza a las ovejas. Las conoce y ellas lo conocen y lo siguen, porque saben que está dispuesto a todo, incluso a dar su vida por ellas. Con esta afirmación: conozco a mis ovejas y ellas me conocen y siguen, Jesús hace ver la necesidad del mutuo conocimiento, de la cercanía y del diálogo para la integración de la comunidad y para la solución de los conflictos. Lo contrario, la lejanía del pastor con su pueblo, el autoritarismo –muchas veces machista-, la vigilancia abusiva y centralista, el afán de uniformidad que anula la diversidad de carismas, el conservadurismo y el miedo a la renovación… todo eso y otras cosas más –que no dejan de existir en amplias capas de la Iglesia nacional y universal– no genera más que perplejidad y desánimo en los cristianos de a pie, división entre la jerarquía y el pueblo, temor y falta de confianza de los fieles hacia sus pastores, es decir, un clima adverso a la fraternidad que Jesús quiso en su Iglesia. 

En resumen, el evangelio nos pone en guardia frente a los malos pastores –ya sean eclesiásticos, políticos, militares, educativos o lo que sea– que “en vez de apacentar a las ovejas se dedican a trasquilarlas y ordeñarlas” para su propio provecho, como decía gráficamente Santa Catalina de Siena. Pero sobre todo, el evangelio nos habla de entrega y servicio a los demás, y lo hace mirando no sólo a los representantes de las instituciones, ni sólo a los cristianos y creyentes, porque esa es la manera humana de vivir en sociedad.

sábado, 20 de abril de 2024

Sólo tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 60-69)

 P. Carlos Cardó SJ 

Institución de la Eucaristía, óleo sobre tabla de Justo de Gante (1465 – 74), Palacio Ducal de Urbino, Italia

Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: "¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?" Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: "¿Esto los escandaliza? ¿Qué pasará, entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen".
En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y agregó: "Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede". Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de Él y dejaron de acompañarlo. Jesús preguntó entonces a los Doce: "¿También ustedes quieren irse?"
Simón Pedro le respondió: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios". 

Las palabras de Jesús sobre la necesidad de comer su cuerpo y beber su sangre para tener vida eterna han escandalizado a sus oyentes judíos y han chocado también con la incomprensión de sus propios discípulos. Han quedado desilusionados al ver que la conducta de su Maestro no correspondía a lo que ellos esperaban del mesías. La insinuación que les ha hecho de que el final de su obra consistirá en la entrega de su persona en una muerte sangrienta les ha resultado insoportable. No podían imaginar un amor que llega a la entrega de la propia vida. Y lo que les resulta aún más temible es que con sus palabras “comer su carne y beber su sangre”, Jesús les advierte que ellos también están llamados a hacer suya esa actitud de entrega, si es verdad que creen en él y lo siguen. Entonces  se produce la deserción, el cisma. Muchos de los discípulos abandonan a Jesús, protestando: Este lenguaje es inadmisible, ¿quién puede admitirlo? 

En esos momentos, Jesús, que conoce el interior de cada hombre y es consciente de la situación, se vuelve a sus más íntimos, a los Doce, y les hace ver que ha llegado la hora de la verdad, tienen que decidir si aceptan o rechazan su oferta: ¿También ustedes quieren irse? 

Como en otras ocasiones, Pedro toma la palabra. Su respuesta contiene una profesión de fe y quedará para siempre como el recurso de todo creyente que, en su camino de fe, experimente como los discípulos la dificultad de creer, el desánimo en el compromiso cristiano, la sensación de estar probado por encima de sus fuerzas. Entonces, como Pedro, el discípulo se rendirá a su Señor con una confianza absoluta: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Sólo Tú tienes  palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por  Dios. La confianza de Pedro en su Señor se basa en la convicción, que resuelve toda duda e inseguridad, de que sólo la forma de vida que Jesús ofrece dignifica la existencia, porque en él se muestra la santidad a la que todos estamos llamados. 

Lo que aconteció en la comunidad de los Doce acontece también en nuestra vida personal y en nuestra comunidad. Llega un momento en que la crisis se hace presente y no hay más remedio que optar y asirse con la más entera confianza a ese amor incondicional e indefectible de Dios por nosotros que se nos ha revelado en Jesús, la persona más digna de confianza, autor y perfeccionador de nuestra fe (Hebr 12, 2). Y sea cual sea la dificultad o crisis por la que pasemos, surgirá de nosotros la confianza de Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios. 

Venir a la Eucaristía, recibir en ella el cuerpo del Señor, nos compromete a hacer sentir a todos aquellos con quienes tratamos la misma confianza que nos da la entrega de Jesucristo por nosotros. En un mundo afectado cada vez más por la desconfianza en las relaciones interpersonales, la eucaristía nos compromete a crear espacios en los que sea posible confiar por la credibilidad a la que todos aspiran con su vida coherente, honesta y virtuosa. La eucaristía hace que la Iglesia sea realmente un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz para que todos encuentren en ella un motivo para seguir confiando.

viernes, 19 de abril de 2024

Yo soy el pan vivo bajado del cielo (Jn 6, 52-59)

 P. Carlos Cardó SJ 

La comunión de los apóstoles, óleo sobre lienzo de Luca Signorelli (1512), Museo Diocesano de Cortona, Italia

Los judíos discutían entre sí, diciendo: "¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?". Jesús les respondió: "Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente". Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaún. 

Los judíos no entienden. Llamarse Jesús “pan del cielo” les parece una blasfemia: se hace Dios. Decir que quien lo come tiene vida eterna les resulta inadmisible porque se pone así por encima de la Ley de Moisés, del templo, del sábado, es decir de aquello que, según la fe judía, les obtiene la salvación. Además, eso de comer les resulta demasiado chocante y lo de beber sangre va directamente en contra de lo establecido en el libro del Levítico (Lev 17, 10-12). 

Pero Jesús no da marcha atrás, antes bien refuerza su afirmación: Yo les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes. Expresiones duras, crudas, incluso chocantes, por medio de las cuales Jesús afirma que la fe verdadera consiste en alimentarse de su persona, nutrirse de sus actitudes y de su modo de vivir. Eso es lo que da al hombre la vida plena, que consiste en la participación de la misma vida-amor de Dios. 

El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él. Lo propio del amor entre las personas es que las hace vivir en comunión. Es un recíproco permanecer en el otro, como vivir el uno en el otro, comprobando que uno ya no se entiende a sí mismo sino en su relación con la persona a la que ama. Ya no dos sino uno solo, como en el amor conyugal. Ya no vivo yo, es Cristo que vive en mí, dirá San Pablo (Gal 2,20). 

La terminología eucarística de este discurso de Jesús es clara. La comunidad que escribió el evangelio y los primeros cristianos tenían por cierto que lo que Jesús les mandó realizar en la Última Cena antes de padecer fue el memorial de su muerte y resurrección, en el que comían la carne y bebían la sangre del Hijo de Dios, hecho presente de manera real, activa y eficaz. Proclamaban su muerte y resurrección, y el anhelo más profundo que orientaba sus vidas: Marana-tha! Ven, Señor Jesús. 

San Juan en su evangelio, no trae el pasaje de la institución de la Eucaristía como lo hacen los otros evangelistas y Pablo; pero trae a cambio este discurso sobre el pan de vida y el pasaje del lavatorio de los pies de los discípulos, en los que está explicado el significado de la eucaristía en toda su profundidad. Por eso, no cabe duda que Jesús dio a este discurso, pronunciado después de la multiplicación de los panes, un sentido eucarístico total. Y es que la fe desemboca necesariamente en la eucaristía. 

Los cristianos aceptamos por la fe que en la eucaristía Jesucristo se nos da, haciéndose eficazmente presente y actuante de modo salvador. En ella está el Señor con todo lo que él es y todo lo que él hace por nosotros: su encarnación, su muerte y su resurrección. Las palabras del Señor en su discurso sobre el Pan de Vida y en su Última Cena nos llevan, pues, a apreciar el don del amor del Hijo de Dios, que por nosotros se hizo hombre, se inmoló en la cruz y resucitó para que también nosotros resucitemos con él. 

Es importante redescubrir la conciencia que tenían los primeros cristianos de la unión tan peculiar que se establece con Cristo y en Cristo. Comulgamos con Cristo, con todo lo que él es, su persona y su misión; y comulgamos en Cristo con todos los que él ama, miembros de su cuerpo, a los que entrega su vida. Por eso, quien comulga con Jesús vive la inquietud por crear comunión, deseo supremo suyo. El hacer comunidad se convierte en la piedra de toque de nuestra comunión con Cristo, con todas sus consecuencias prácticas en todos los órdenes de la vida humana, personal y social. Sacramento de unidad, la Eucaristía incita a las comunidades a superar las divisiones. Por eso pedimos: “Reúne en torno a Ti, Padre misericordioso, a todos tus hijos dispersos por el mundo”. Nos acercamos a comulgar y pronunciamos nuestro Amén a lo que significa el sacramento del Cuerpo de Cristo, que el sacerdote nos muestra y nos entrega. Dicho “amén” proclama nuestra disposición para ser transformados en lo que recibimos.

jueves, 18 de abril de 2024

Yo soy el pan de vida (Jn 6, 41-51)

 P. Carlos Cardó SJ 

Oración de la comida, óleo sobre lienzo de Fritz von Uhde (1885), Antigua Galería Nacional de Berlín, Alemania

Jesús dijo a la gente: "Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en el libro de los Profetas: Todos serán instruidos por Dios. Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza, viene a mí. Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene de Dios: sólo él ha visto al Padre. Les aseguro que el que cree, tiene Vida eterna. Yo soy el pan de Vida. Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo". 

Los judíos rechazan las palabras de Jesús: Yo soy el pan que ha bajado del cielo, porque para ellos el pan del cielo (pan de Dios) es la Ley que Dios les dio por medio de Moisés, con la cual expresan su pertenencia al pueblo escogido y se sienten seguros de la salvación. Entienden que Jesús pretende estar por encima de la Ley y de Moisés. Y, en efecto, como nuevo Moisés, Jesús Mesías viene a fundar un nuevo pueblo escogido. A este nuevo Israel le ofrece otro alimento superior al maná que comieron sus antepasados en el desierto, y que consiste en acogerle a él, tener fe en él. De este modo, Jesús hace ver que lleva a pleno cumplimiento el antiguo éxodo y la alianza que Dios hizo con su pueblo. Por consiguiente, los acontecimientos de la historia de Israel quedan reducidos a simples imágenes o anticipos de lo que Dios iba a hacer por medio de él. Pero hay algo mucho más sorprendente aún: al afirmar Jesús que él es el pan de Dios, da a entender que Dios habla en él, que él es la Palabra de Dios vivo. 

Todas estas afirmaciones resultan insoportables a sus oyentes, pero Jesús no se echa atrás e insiste: Nadie pude venir a mí si el Padre que me envió no se lo concede… Con esto quiere decir que el encuentro con él es una gracia que Dios da, y que por medio de ella se alcanza la verdadera vida. Yo lo resucitaré en el último día. 

Llegar a tener acceso a Dios como el bien absoluto, anhelar profundamente llegar a tener una vida que perdura es, en cierto modo, una aspiración inherente al ser humano, lo afirme o no explícitamente. Tal atracción, de hecho, puede intuirse en toda búsqueda humana de sentido y en toda realización o esfuerzo mediante el cual la persona se trasciende a sí misma. Pero esta atracción fundamental del hombre no significa que éste, simplemente porque aspira a ello, pueda “ver” a Dios, tener acceso directo al misterio del ser divino como horizonte de sus búsquedas. En el evangelio de San Juan, Jesús no duda en manifestar la conciencia que tiene de sí mismo como mediador entre los hombres y Dios porque ha venido de él: No que alguien haya visto a Dios. Sólo el que ha venido de Dios ha visto al Padre. En Jesús, hombre como los demás, se realiza la revelación definitiva y la máxima cercanía de Dios. Y por eso, quien cree en él y lo acepta, se encuentra con Dios y alcanza en él el logro pleno de su existencia, que llamamos vida eterna. 

Naturalmente, al no reconocer su origen divino y verlo como un simple hombre, los judíos no pueden aceptarlo como el pan del cielo que da vida eterna. Pero Jesús reitera que ésta se ofrece justamente en su humanidad, designada como carne entregada para la vida del mundo. El que come de este pan (quien asimila mi vida, mi modo de ser hombre), vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne (mi persona, la totalidad de lo que yo soy). Y yo la doy para la vida del mundo. 

Carne y sangre, para los hebreos, significaban la persona real y concreta. La carne no era solamente el soporte material de la existencia, así como la sangre tampoco era simplemente un elemento orgánico de la persona. Carne es toda la persona, y sangre es sinónimo de la vida que Dios da y que a Dios pertenece. Así, pues, comer su carne y beber su sangre significaban entrar en comunión con él, asimilar su modo de ser. Eso es lo que da al hombre la vida que perdura, porque es participación de la vida-amor de Dios, que es más fuerte que la muerte. Por eso, aunque a los judíos les resultó un lenguaje duro y crudo, Jesús no dudó en emplear el verbo comer, porque comer significa asumir, digerir, asimilar. Diez veces se emplea el verbo comer, en el sentido de masticar, seis veces se menciona la carne y cuatro veces beber su sangre. 

El comer humano es más que una función vital de conservación; es un acto de comunión entre quien da la vida y quien come. El comer es comunicación. Comer el cuerpo de Jesús, pan nuestro, es convertirnos en él. Amándolo y comiendo su carne nos hacemos hijos de Dios, entramos en comunión con el Padre y con nuestros semejantes. 

Podríamos decir que las dos afirmaciones más importantes del texto son éstas: El que cree tiene vida eterna, y El que come de este pan vivirá para siempre. Creer en Jesús, asumir como propio su modo de ser y de pensar; comer su cuerpo es asimilar su ser; en esto consiste la «vida eterna» que se concede vivir ya desde ahora. Por vida eterna entendemos no solamente una vida que trasciende la duración del tiempo y sobrepasa los límites de la muerte, sino tener la vida definitiva, que todo ser humano anhela. Una vida así sólo es posible si entramos a participar en la vida misma de Dios. Y eso es justamente lo que Jesús nos ofrece y promete.

miércoles, 17 de abril de 2024

Quien me come no tendrá hambre (Jn 6, 35-40)

 P. Carlos Cardó SJ 

El pan de vida, acrílico sobre tela de Hermel Alejandre (2015), Facultad de Ciencias Aplicadas y Tecnología de Bicol, Naga City, Filipinas

Jesús dijo a la gente: "Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed. Pero ya les he dicho: ustedes me han visto y sin embargo no creen. Todo lo que me da el Padre viene a mí, y al que venga a mí yo no lo rechazaré, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió. La voluntad del que me ha enviado es que yo no pierda nada de lo que él me dio, sino que lo resucite en el último día. Esta es la voluntad de mi Padre: que el que ve al Hijo y cree en él, tenga Vida eterna y que yo lo resucite en el último día". 

Continúa el discurso de Jesús sobre el pan de vida. De todos los símbolos con que ha querido identificar lo que es y la obra que realiza (la vid, la luz, el camino, la puerta, el pastor…), el pan es el que mejor lo designa como fuerza de vida inagotable, Dios que se entrega y se une íntimamente con quien lo acoge. El pan es símbolo de la vida; así como la falta de pan, el hambre, significa muerte. Jesús es el pan que el Padre da para que, quien lo coma, tenga su vida y esté unido a él para siempre. Esta misión de ser pan que se entrega, Jesús la acepta y la vive hasta el extremo de dar su propia vida en sacrificio para vencer la muerte con su resurrección. 

Todas las características del pan se realizan en él: es don del cielo y fruto de la tierra, humilde y disponible a la vez, sabroso y necesario, da fuerza a quien lo asimila y une entre sí a quienes lo comparten. Pan que ha bajado del cielo, Jesús es Dios que desciende para dar su vida a sus hijos. Por eso, quien se adhiere a él y hace suyo su modo de ser por medio de la fe, vive ya la vida que durará para siempre. 

Los judíos se niegan a aceptar su mensaje porque no comprenden cómo puede un hombre dar a comer su carne. Interpretan mal –quizá maliciosamente– las expresiones de Jesús, comer carne, beber sangre, y reaccionan escandalizados. Con su ejemplo de vida, él mismo nos demuestra que nunca somos más nosotros mismos, que cuando nos hacemos disponibles para el servicio de nuestros prójimos; entonces nos volvemos como él, pan para la vida del mundo. 

La acogida de Jesús por medio de la fe se asemeja a un ir a él, dejar la ubicación en que uno se encuentra para trasladarse a donde él está. Más adelante, en el mismo evangelio de Juan, Jesús hablará de esto como permanecer y  habitar en él y él en nosotros. La fe genera un movimiento de salida que lleva a situarse en otro nivel de existencia, el nivel propio del Hijo. 

En ese nuevo ámbito de la existencia ya no es necesario buscar otros panes para vivir, otro alimento para alcanzar y sostener una vida plena, realizada y feliz. No tendrá más hambre… no tendrá más sed. Con su contenido simbólico, los términos “hambre” y “sed” son de una fuerza sugestiva verdaderamente inagotable. El “hambre” designa toda necesidad vital, todo cuanto la persona humana aspira poder realizar para vivir una vida plena y feliz. Eso sólo lo puede dar Dios que, con su sabiduría, infunde incluso el conocimiento inagotable de la verdad: Los que me comen tendrán más hambre, los que me beben tendrán más sed (Eclo 24,21). La “sed”, por su parte, designa en la Biblia el anhelo de Dios. La sed de los animales que buscan agua se hace imagen del anhelo del creyente, que tiene sed de Dios: Como suspira la cierva por corrientes de agua, así mi alma suspira por ti, mi Dios (Sal 42, 2s). 

La determinación de Jesús de dar su vida a todo aquel que lo acoja y a no dejar a nadie fuera, corresponde a la voluntad salvadora del Padre, que no quiere que ninguno de sus hijos se pierda. Todos los que el Padre me dio vendrán a mí. Y yo no rechazaré nunca al que venga a mí. No dejará que se pierda ninguno de sus hermanos que creen a él, porque el Padre se los ha dado. Es la base de nuestra más honda confianza: pertenecemos a Cristo, el Padre nos ha dado a él y él da su vida por nosotros. Hemos sido, pues, destinados al Hijo, predestinados, y este el sentido y dirección de nuestra vida: ir al Hijo, identificarnos con él, hasta que él se reproduzca en nosotros. San Pablo dirá: Nos predestinó por decisión gratuita de su voluntad, a ser sus hijos de adopción por medio de Jesucristo (Ef 1,5)... a reproducir la imagen de su Hijo para que también fuera él el primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29s). Cristo, Hijo de Dios, restituye en el ser humano la imagen de Dios perdida por la culpa y lo hace imprimiéndole la imagen perfecta de hijo de Dios, con derecho a la gloria. Esta gloria, que en Juan es la propia del Hijo unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad (In 1, 14), reviste cada vez más al cristiano, hasta el día en que todo él, espíritu y cuerpo, resplandezca con la imagen del hombre celeste (1Cor 15, 49). Es lo que obtendrá Cristo para cada uno de nosotros: Lo resucitaré.

martes, 16 de abril de 2024

Pan del cielo (Jn 6, 30-35)

 P. Carlos Cardó SJ 

Pan de vida, óleo sobre lienzo de Corbert Gauthier (2001), colección privada

La gente dijo a Jesús: "¿Qué signos haces para que veamos y creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: Les dio de comer el pan bajado del cielo". Jesús respondió: "Les aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo; mi Padre les da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo". Ellos le dijeron: "Señor, danos siempre de ese pan". Jesús les respondió: "Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed”.

Los oyentes de Jesús le piden un signo para creer en él, que les demuestre de manera visible la eficacia de la obra que realiza. Argumentan que no necesitan a Jesús porque ya siguen a Moisés, cuya autoridad quedó demostrada con el signo del maná que comieron sus antepasados en el desierto. Así como la mujer Samaritana consideró a Jesús de menor autoridad que Jacob –¿acaso te consideras más importante que nuestro padre Jacob, que construyó ese pozo, del que bebió él, sus hijos y sus ganados?–, así también los galileos de Cafarnaúm ven más seguro a Moisés, pero sin advertir que Moisés se ha convertido para ellos en una hecho del pasado, no del presente, una ideología, que ha servido de soporte a una religión falseada, y a una moral de conveniencia. Jesús procurará hacerlos pasar de Moisés al Padre Dios, que ofrece el don de su amor salvador en el presente y da lo que necesitamos para una vida plena y feliz. Ofrece el paso de la Antigua a la Nueva Alianza, de la Ley antigua a la ley del amor solidario que resuelve el problema de la vida, simbolizado en el hambre de pan y de evangelio. Como a la Samaritana que la hizo pasar del deseo del agua material al del agua viva que sacia toda sed y conduce a la vida eterna, así también a los galileos los quiere hacer pasar del único pan que les interesa, el que comieron hasta saciarse, al alimento nuevo, que se comparte para dar de comer a la multitud, y cuyo significado ellos no han querido comprender. 

Les aseguro que no fue Moisés quien les dio el pan del cielo. Es mi Padre quien les da el verdadero pan del cielo. El pan de Dios viene del cielo y da la vida al mundo. 

Claramente Jesús se identifica con el pan del cielo, es decir, el pan de Dios. El pan es símbolo de la vida. Con lenguaje metafórico, los libros sapienciales (Sabiduría y Salmos, sobre todo) hablan del pan de la palabra de Dios y concretamente de la ley como alimento que viene del cielo (Dt 8, 3; Sab 16, 20; Sal 119,103). Jesús supera radicalmente este simbolismo presentándose a sí mismo, y no sólo a su enseñanza, como el pan de Dios para la vida del pueblo de Israel y de toda la humanidad. Es Dios que desciende y se hace pan para hacernos compartir su vida divina. 

Sin llegar a comprender el significado del don que Jesús prometía, la Samaritana le pidió: Señor, dame de esa agua para que no tenga más sed y no tenga que venir hasta aquí para sacarla. Los galileos, por su parte, han hecho un cierto proceso en su diálogo con Jesús y han llegado a situarse en el plano espiritual de las obras de la ley que había que cumplir (6, 28) y han evocado el pan que Dios dio en el desierto (6, 31). Piensan por tanto que Jesús puede ser un rabí extraordinario capaz de asegurarles el alimento de una enseñanza de la ley que no les falle y los enrumbe en el camino del bien. En una palabra, se muestran dispuestos para acoger su enseñanza. Y le piden: Danos siempre de ese pan. Sin embargo, todavía no comprenden que lo que Jesús les ofrece como alimento para la vida auténtica no es una simple enseñanza de preceptos morales ni un conjunto de conocimientos religiosos, sino su propia vida, su modo de vivir entregado al bien de los demás. Comerlo, asimilar su ser, conduce a estar con él, a situarse en la vida como él lo hace, a mostrar con el testimonio personal la existencia del Hijo que se hace pan para los hermanos.

lunes, 15 de abril de 2024

El pan que da vida eterna (Jn 6, 22-29)

 P. Carlos Cardó SJ 

Institución de la Eucaristía, óleo sobre lienzo de Nicolás Poussin (1640), Museo del Louvre, París

Después de que Jesús alimentó a unos cinco mil hombres, sus discípulos lo vieron caminando sobre el agua. Al día siguiente, la multitud que se había quedado en la otra orilla vio que Jesús no había subido con sus discípulos en la única barca que había allí, sino que ellos habían partido solos. Mientras tanto, unas barcas de Tiberíades atracaron cerca del lugar donde habían comido el pan, después que el Señor pronunció la acción de gracias. Cuando la multitud se dio cuenta de que Jesús y sus discípulos no estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla, le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo llegaste?". Jesús les respondió: "Les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse. Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es él a quien Dios, el Padre, marcó con su sello". Ellos le preguntaron: "¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?". Jesús les respondió: "La obra de Dios es que ustedes crean en aquel que él ha enviado". 

Llegados a Cafarnaúm, después de la multiplicación de los panes, Jesús y los discípulos ven que se vuelve a reunir mucha gente. Le llevan sus enfermos para que los cure y porque han oído que ha dado de comer a cinco mil hombres. Quieren asegurarse la vida material; todavía no han comprendido que la vida verdadera consiste en estar con él y vivir como él, que se hace pan de vida eterna. 

Sin embargo, el título de Maestro que le atribuyen refleja el respeto con que lo tratan por la autoridad con que enseña. Rabbí, sabemos que Dios te ha enviado para enseñarnos, porque nadie, en efecto, puede realizar los signos que tú haces si Dios no está con él, había declarado el maestro fariseo Nicodemo cuando lo fue a ver de noche (Jn 3, 2). 

Jesús acepta el título de Rabbí y ejerce como tal. En este caso se pone rápidamente a explicar a la gente que no pueden quedarse en la admiración del aspecto físico del signo del pan, ni en el mero hecho de haber comido hasta saciarse. Eso los lleva a tratarlo como un personaje poderoso del cual dependen y a establecer con él una relación meramente política, razón por la cual quisieron proclamarlo rey. Por eso les aclara: Les aseguro que no me buscan por los signos que vieron, sino porque comieron pan hasta saciarse. Esfuércense por conseguir no el alimento transitorio, sino el permanente, el que da la vida eterna. 

Con el largo discurso sobre el Pan de Vida, que vendrá a continuación, quedará claro que la multiplicación de los panes fue un signo de su poder de dar vida, pero sobre todo fue el signo de su palabra y de su carne ofrecida como alimento que da vida eterna. Se puede buscar a Jesús para pedirle el pan material o porque se ha visto en el “pan” el “signo” del Enviado del Padre que ha descendido del cielo para darse a sí mismo, a fin de que quien lo coma tenga vida eterna. Y que tiene poder para ello, el mismo Jesús lo explica: porque Dios su Padre lo ha acreditado con su sello. 

En el diálogo con la Samaritana (Jn 4) Jesús señaló el contrate entre el agua que calma la sed temporalmente y el agua que se convertirá en el interior de quien la beba en un manantial que salta hasta la vida eterna (Jn 7). Asimismo, en el presente texto, Jesús contrapone el alimento transitorio y el permanente, el que da la vida eterna. 

El agua con que Dios sacia gratuitamente a los sedientos y el alimento exquisito que no se compra con dinero aparecen en Isaías (55, 1-5) como símbolos de la alianza que une a Dios con su pueblo y del amor fiel que tiene al pueblo de David. En labios de Jesús dichos símbolos remiten a la vida divina que se transmite por medio de la fe y al don del Hijo del hombre que es su cuerpo entregado por nuestra salvación. 

Jesús ha llevado a sus oyentes a comprender que deben pasar de la preocupación por el alimento que sostiene la vida material al deseo del pan que da una vida sin término al que lo coma. Le preguntan qué deben hacer para lograrlo y él les responde que deben tener fe. Los Hechos de los Apóstoles (16, 23-31) refieren un hecho semejante, ocurrido en la naciente Iglesia. Pablo y Silas están en la cárcel. De pronto un terremoto abre las puertas y hace saltar las cadenas de todos los presos. El carcelero al ver lo ocurrido ha querido suicidarse por miedo a las consecuencias, pero Pablo y Silas se lo han impedido. Entonces, temblando, se arroja a sus pies y les dice: Señor, ¿qué debo hacer para salvarme? Ellos le respondieron: Si crees en el Señor Jesús te salvarás tú y tu familia. Los oyentes de Jesús le preguntan ¿Qué debemos hacer para actuar como Dios quiere? Y él les responde: Esto es lo que Dios espera de ustedes: que crean en aquel que él envió. 

Creer en Jesús es adherirse a él, asimilar su vida, su modo de proceder. Su persona se convierte en el motivo central de todas las búsquedas y proyectos personales, el horizonte de la propia realización personal y de las relaciones en sociedad. Jesús se hace el centro, lo más importante en la vida, se vive de él. Por eso Jesús se identificó con el pan y el pan que se comparte se hace el símbolo de la vida verdadera.