domingo, 15 de diciembre de 2024

III Domingo de Adviento - Predicación de Juan Bautista (Lc 3, 10-18)

 P. Carlos Cardó SJ 

Predicación de Juan el Bautista, 1515. Fresco de Andrea del Sarto en el Claustro de los descalzos, Florencia, Italia

En aquel tiempo, la gente preguntaba a Juan: "¿Entonces, qué hacemos?".
Él contestó: "El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo".
Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron: "Maestro, ¿qué hacemos nosotros?".
Él les contestó: "No exijáis más de lo establecido."
Unos militares le preguntaron: "¿Qué hacemos nosotros?".
Él les contestó: "No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie, sino contentaos con la paga". El pueblo estaba en expectación, y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías; él tomó la palabra y dijo a todos:
"Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizara con Espíritu Santo y fuego; tiene en la mano la pala para aventar su parva y reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga."
Añadiendo otras muchas cosas, exhortaba al pueblo y le anunciaba el Evangelio.
 

El evangelio de hoy nos hace oír la voz de Juan Bautista, una de las tres figuras del Adviento, junto con Isaías y María. Juan ha recibido la misión de preparar un pueblo bien dispuesto para la llegada del Mesías. Y ese es el único tema de su predicación: la inminente llegada del Mesías, que estaría precedida por un juicio riguroso, como lo anunciaron los profetas. 

Dice, en efecto Malaquías (3,1-9): “Yo envío mi mensajero a prepararme el camino, y de pronto vendrá a su templo el Señor…; he aquí que ya viene, dice el Señor. ¿Quién podrá soportar el día de su venida? ¿Quién se mantendrá de pie en su presencia? Será como fuego de fundidor, como lejía de lavandero… Purificará a los hijos de Leví como el oro y la plata para que presenten al Señor ofrendas legítimas…”. (Cf. Joel 2,2-5; Amós 5,9). 

Por eso, el tono de Juan es de urgencia y apremio: “Ya está el hacha en la raíz de los árboles” (Mt 3,10 par). Ya no hay tiempo (para el culto, las leyes y la política), el juicio llega. Nadie escapa, ni siquiera el piadoso. Todo Israel es pecador, no basta ser miembro de la raza de Abraham (Mt 3,9 par), no hay privilegios. Sólo hay una posibilidad de eludir el juicio: el “bautismo de penitencia para el perdón de los pecados” (Mc 1,4 par) y dar los “frutos” que demuestren la conversión (Mt, 3,8 par). 

Juan transmite esta invitación a toda la gente que viene a oírlo. A la gente en general, Juan la invita a que compartan con los demás lo que poseen y no se cierren a las necesidades ajenas. A los publicanos, encargados de cobrar los impuestos, les exige que no se aprovechen de los pobres, que no cobren más de lo debido. A los militares les dice que se conformen con su sueldo y no se aprovechen de su posición para extorsionar a los pequeños y hacer violencia a los débiles. 

En definitiva, la auténtica moral depende del respeto al prójimo y de la ayuda prestada a sus necesidades. El buen obrar consiste en establecer relaciones justas y preocuparse de las necesidades del prójimo. Todas las respuestas que da Juan van encaminadas a mejorar las relaciones con los demás, a hacer más humanas esas relaciones, superando todo egoísmo. Todo confluye en el compartir como actitud fundamental. En eso coincide su enseñanza con la de Jesús. 

Pero hay una marcada diferencia: la predicación de Jesús no es de amenaza; es anuncio de la buena noticia del amor de Dios que nos salva. Juan Bautista enseñaba a la gente que la salvación iba a depender de su conducta. Jesús sabe que la salvación de Dios es el regalo máximo del Padre, don gratuito e incondicional. 

Jesús no trajo una moral, propiamente. Incluso se atrevió a relativizar la Ley y las normas porque para él había algo más importante que el cumplimiento de las normas. San Agustín lo expresó rotundamente: “ama y haz lo que quieras”. No hay nada que resuma mejor la enseñanza de Jesús que su mandamiento del amor. 

Pero aparte de su discurso, lo que más sobresale en la figura del Bautista es su actitud de espera. Ya no es la espera de los antiguos profetas, que aguardaban un futuro remoto, sino la atención a la inminente venida del Señor: En medio de ustedes hay uno a quien no conocen. el viene detrás de mí, aunque yo no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias (Jn 1, 26-27). 

¿Qué nos dice este texto a nosotros, hoy, en este tiempo de adviento? Nos invita a la conversión que, en última instancia, consiste en estar atentos para cederle el paso a Aquel que es más que nosotros y que viene a salvarnos. Adviento es tiempo de atención al llamamiento que nos haga para seguirlo. 

* Conversión es cambio en el sentir: llenar nuestro interior de sentimientos nuevos, pasar de los sentimientos egocéntricos a sentimientos altruistas, adquirir una nueva sensibilidad por el otro, en especial por el que necesita de mí. Y procurar la verdadera alegría, a la que nos invita este domingo de Adviento con las palabras de Pablo: Estén siempre alegres en el Señor. Que todo el mundo los conozca por su bondad. El Señor está cerca. Que nada los angustie; al contrario, en toda ocasión presenten sus deseos a Dios orando, suplicando y dando gracias. Y la paz de Dios, que supera cualquier razonamiento, protegerá sus corazones y sus pensamientos por medio de Cristo Jesús (Flp 4,4-7). 

La alegría ha irrumpido en el mundo por medio del mensaje del ángel Gabriel. Por eso María exclama: “se alegra mi espíritu”. Ella experimenta el gozo de la salvación y lo canta con su Magnificat, porque el canto es expresión del gozo. 

La alegría cristiana, fruto del Evangelio, fruto típico de la esperanza, no se da sin amor. Sin el interés práctico propio del amor, la alegría, no es más que vana ilusión. Sin la amabilidad de la alegría, el amor degenera en actitud de dominio. 

La alegría cristiana no es el simple sentimiento de optimismo que nace de la naturaleza humana. En el mundo hay muchas cosas que deben ser, suprimidas, transformadas radicalmente.  Vivimos en un mundo en el que no todo es bueno. 

La alegría cristiana es la disposición para reconocer sin cinismo y sin ingenuidad este mundo nuestro, maltrecho y transido de violencia, como digno de aceptación y como ocasión recóndita de gratitud. 

La alegría cristiana incluye la disposición para afirmar decididamente que la vida de los demás es digna de aceptación y fuente de gratitud. 

Pensemos en nombres y rostros que nos mueven a respeto y gratitud: seres queridos, amigos y conocidos, aquellos que nos ayudan y nos tienen en cuenta, los que comparten nuestras alegrías y nuestras penas. 

LA ALEGRÍA SEGÚN EL PAPA FRANCISCO

«No se puede vivir cristianamente sin alegría, al menos en su primer grado que es la paz. El primer escalón de la alegría es la paz. … La alegría no es vivir de carcajada en carcajada, no, no es eso. Y la alegría no es ser divertido, no, es otra cosa. La alegría cristiana es la paz, la paz que hay en las raíces, la paz del corazón, la paz que solamente Dios nos puede dar: esto es la alegría cristiana. 

Vivimos en una cultura no alegre, una cultura donde se inventan tantas cosas para divertirse, para pasarlo bien; nos ofrecen por todas partes pedacitos de dolce vita. Pero esto no es la alegría porque la alegría no es una cosa que se compra en el mercado: es un don del Espíritu. 

Miremos dentro de nosotros mismos, y preguntémonos: ¿Cómo es mi corazón? ¿Es pacífico, es gozoso, está en consolación? De hecho, no se puede ser un cristiano oscuro, triste, como ese joven que “ante estas palabras oscureció el rostro y se fue entristecido”. Ciertamente no era cristiano: quería estar cerca de Jesús, pero eligió la seguridad propia y no aquella que da Jesús. Conscientes de que ser hombre y mujer de alegría significa ser hombre y mujer de paz, hombre y mujer de consolación: pidamos al Espíritu Santo que nos dé alegría, que nos dé consolación, al menos en el primer grado: la paz».

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