P. Carlos Cardó SJ
Inmaculada Concepción de Walpole, óleo sobre lienzo de Bartolomé Esteban Murillo (1680 aprox.), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia |
Al sexto mes el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una joven virgen que estaba comprometida en matrimonio con un hombre llamado José, de la familia de David. La virgen se llamaba María.
Llegó el ángel hasta ella y le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.»
María quedó muy conmovida al oír estas palabras, y se preguntaba qué significaría tal saludo. Pero el ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado el favor de Dios. Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, al que pondrás el nombre de Jesús. Será grande y justamente será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de su antepasado David; gobernará por siempre al pueblo de Jacob y su reinado no terminará jamás.»
María entonces dijo al ángel: «¿Cómo puede ser eso, si yo soy virgen?».
Contestó el ángel: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el niño santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios. También tu parienta Isabel está esperando un hijo en su vejez, y aunque no podía tener familia, se encuentra ya en el sexto mes del embarazo. Para Dios, nada es imposible».
Dijo María: «Yo soy la servidora del Señor, hágase en mí tal como has dicho.»
Después la dejó el ángel.
Adviento nos presenta la figura de María como la Virgen fiel, atenta a la Palabra de Dios que se encarna en su seno. Ella es modelo de oración, vigilancia y espera, actitudes que se nos piden en adviento. Hay, pues, motivos muy válidos para la admiración, gratitud y amor que profesamos a la Madre de Dios. Ella nos ayuda con su ejemplo y su intercesión a acoger a su Hijo que viene a nosotros. Ella nos pone con él.
Para toda mujer, el nacimiento de su hijo supone una fiesta extraordinaria, que cambia su vida para siempre; pero la espera del hijo es un tiempo excepcional, en el que se genera entre la madre y su hijo una intimidad verdaderamente indisociable. Por eso, si la navidad es la fiesta que exalta la maternidad de María, el adviento exalta la fe con que María acepta su vocación de madre del Redentor.
El texto de Lucas sobre la anunciación a María (Lc 1,26-38) refleja la alegría de Dios en su encuentro, por medio del ángel, con María, la llena de gracia…, bendita entre todas las mujeres. Y esta alegría que Dios le transmite abre la espera de la virgen madre. En María, la humanidad acoge el ofrecimiento de salvación hecho por Dios. Dios ha hallado una madre que le haga nacer entre nosotros.
Todo en María ha sido predestinado por Dios con vistas al cumplimiento de su voluntad de revelarse a la humanidad y salvarla enviando a su Hijo al mundo. Dios ha querido encontrarse con ella desde su eternidad. El sueño de Dios en favor de sus hijos puede al fin realizarse. Y Dios viene, se incorpora en nuestra historia, sella su alianza con nosotros para siempre.
María acoge el plan de Dios con la actitud de obediencia propia de la fe. Pero esta obediencia lleva primero a remontar las dificultades del creer. María, como los grandes creyentes de la historia, no teme expresar ante su Dios su propio sentimiento de incapacidad frente al designio divino que trasciende toda humana razón: ¿cómo podrá ser esto si no tengo relación con ningún varón? Y en virtud de esa misma fe confiada que le hace al mismo tiempo referir toda su existencia al Dios que todo lo puede, no duda en responder al anuncio: Hágase en mí lo que has dicho. En su respuesta halla eco el Hágase divino, por el que fueron creadas todas las cosas. Su acogida de la gracia anuncia la nueva creación. María pone a disposición del Padre su cuerpo virginal, para que su Hijo pueda tener un cuerpo humano por obra del Espíritu Santo, y se convierta en hermano nuestro. Lo imposible se hace posible. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
En la Encarnación María inicia un camino de fe, y ya toda su vida será un caminar en la “obediencia de la fe”, un continuo adviento de esperanza en el silencio de la oración, en la oscuridad de la fe, en la sorpresa del misterio de Dios. María conservaba todas estas cosas en su corazón.
El espíritu propio del adviento nos lleva, pues, a considerar
la fe, esperanza y amor con que la Virgen Madre esperó a su Hijo. Como ella nos
sentimos movidos a prepararnos, “vigilantes en la oración y… alegres en la
alabanza”, para salir al encuentro del Salvador que viene, a no hacer
resistencia a su venida, aunque venga a cambiarnos, aunque cambie nuestros
planes. Con María nos fiamos de Dios y decimos: Hágase en mí según tu palabra.
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