P. Carlos Cardó SJ
Mientras todos quedaban admirados por las cosas que hacía, Jesús dijo a sus discípulos: «Escuchen y recuerden lo que ahora les digo: El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres».
Pero ellos no entendieron estas palabras. Algo les impedía comprender lo que significaban, y no se atrevían a pedirle una aclaración.
La gente estaba admirada por todo lo que Jesús hacía. Justamente
acababa de mostrar su misericordia, liberando de las potencias del mal a un
pobre niño indefenso. Pero Jesús advierte que se trata de una reacción superficial
de asombro y maravilla, pero no de fe.
Aprovecha entonces la oportunidad para volver a hablar a sus
discípulos del destino que le aguarda, de modo que no se queden como la gente,
en el carácter prodigioso de sus acciones, sino que se preparen para asumir el
misterio de su inminente pasión y cruz, no como una fatalidad, sino como el
medio de redención escogido por Dios en su proyecto de salvación. Por eso les
dice de manera apremiante: Métanse bien en los oídos estas palabras: el
Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres. Es como si les dijera: Grábense bien en
la memoria lo que van a oír de mí. Cumpliendo la voluntad de mi Padre, que es
voluntad mía, voy a ser entregado en manos de las autoridades y de los
poderosos.
Los Doce, por su parte, no entienden nada, las palabras del
Maestro les resultan totalmente oscuras. No pueden comprender cómo ese mismo
Jesús cuya autoridad y poder entusiasma a la gente tiene que acabar en el nivel
más bajo de la miseria humana, entregado en manos de los hombres y muerto en
una cruz.
No recordaban el destino del Siervo de Yahvé predicho por el
profeta Isaías: Se entregó a la muerte y
compartió la suerte de los pecadores…, por eso le daré un puesto de honor
(Is 53,12). Así como Pedro Santiago y Juan no entendieron la revelación de la
gloria del Señor en el monte de la transfiguración, ninguno de los del grupo logra
entender el anuncio que les hace, y hasta tienen miedo de pedirle
explicaciones. Quizá empiezan a imaginar que ellos mismos podrían verse
implicados en el destino trágico de Jesús. Habrá que esperar a la resurrección
para que una nueva luz ilumine sus mentes y les haga comprender esas palabras. Sin
la resurrección, la cruz es escándalo y necedad, una realidad incomprensible y
rechazable. Sólo la intervención de Dios puede cambiar la muerte en vida.
Como los Doce, también nosotros nos revolvemos contra el
sufrimiento y la cruz en cualquiera de las formas que nos puedan venir. Es un
instinto natural. Por eso nos cuesta entender la necesidad de la redención por
el dolor, que Jesús afirma con sus palabras: El Hijo del Hombre debe padecer mucho, ser rechazado por los ancianos,
los principales sacerdotes y los escribas, ser muerto… (Lc 9, 22). Es necesario que el Hijo del hombre sea
entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado… (Lc 24, 7).
Sólo un supremo acto de confianza en Dios, un abandono en manos de
aquel que puede hacer lo que a los hombres es imposible, crea en nosotros la
aceptación de un misterio así y la luz puede disipar nuestras dudas. Este acto
de absoluta confianza fue lo que permitió al hombre Jesús de Nazaret darle a
sus padecimientos y a su muerte tan cruenta el carácter y sentido de entrega
extremada que le llevó a gritar: ¡Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu! ¡Todo se ha cumplido!
Fiado como Él en el poder salvador de Dios, podemos entonces
también nosotros observar que es precisamente en la cruz donde más se demuestra
que Dios es gracia y misericordia. Cualquier otra intervención y prodigio que
Dios hiciese por mí no me demostraría más el amor que me tiene. Podría, quizá,
demostrarme su poder, pero eso no cambiaría mucho la idea que de Él nos
hacemos.
En cambio, su impotencia y debilidad en la cruz, la cercanía en
que ella le pone respecto a nosotros hasta hacerle tocar y experimentar el mal
que padezco (cualquiera que sea), su solidaridad conmigo hasta la muerte, quita
de mi mente todo engaño: Dios es amor y me ama a mí, pecador. Es lo que me
libra del temor a la muerte y del egoísmo. Puedo vivir y morir en paz. Ya nunca
estaré solo.
Si a ejemplo del Señor puedo llenar de amor el vacío del mal, la
pasividad negativa de la enfermedad y del dolor y el sinsentido de la muerte, Él
me revelará su presencia junto a mí y me hará oír su voz que me dice: “Me he
entregado a la muerte por ti. Tú estabas fuera de mí pero he venido hasta la
cruz para estar contigo y tú conmigo, en una comunión tan íntima, que ya nada podrá
romper”.