P. Carlos Cardó SJ
«Aprendan algo del Reino de los Cielos. Un propietario salió de madrugada a contratar trabajadores para su viña. Se puso de acuerdo con ellos para pagarles una moneda de plata al día, y los envió a su viña. Salió de nuevo hacia las nueve de la mañana, y al ver en la plaza a otros que estaban desocupados, les dijo: «Vayan ustedes también a mi viña y les pagaré lo que sea justo». Y fueron a trabajar. Salió otra vez al mediodía, y luego a las tres de la tarde, e hizo lo mismo. Ya era la última hora del día, la undécima, cuando salió otra vez y vio a otros que estaban allí parados. Les preguntó: «¿Por qué se han quedado todo el día sin hacer nada?». Contestaron ellos: «Porque nadie nos ha contratado». Y les dijo: «Vayan también ustedes a trabajar en mi viña». Al anochecer, dijo el dueño de la viña a su mayordomo: «Llama a los trabajadores y págales su jornal, empezando por los últimos y terminando por los primeros». Vinieron los que habían ido a trabajar a última hora, y cada uno recibió un denario (una moneda de plata). Cuando llegó el turno a los primeros, pensaron que iban a recibir más, pero también recibieron cada uno un denario. Por eso, mientras se les pagaba, protestaban contra el propietario. Decían: «Estos últimos apenas trabajaron una hora, y los consideras igual que a nosotros, que hemos aguantado el día entero y soportado lo más pesado del calor». El dueño contestó a uno de ellos: «Amigo, yo no he sido injusto contigo. ¿No acordamos en un denario al día? Toma lo que te corresponde y márchate. Yo quiero dar al último lo mismo que a ti. ¿No tengo derecho a llevar mis cosas de la manera que quiero? ¿O será porque soy generoso, y tú envidioso?».
Así sucederá: los últimos serán primeros, y los primeros serán últimos».
Los últimos serán los primeros y los
primeros serán los últimos. De ninguna manera esta frase alienta la incompetencia y la
mediocridad. Los talentos que Dios da hay que hacerlos producir. Procurar
mejorar en todo, perfeccionarse en los estudios, progresar profesionalmente, es
lo que toda persona debe hacer por su propio bien y el de la sociedad. Pero si
la motivación para lograrlo no es la de servir mejor, sino únicamente el lucro,
la autocomplacencia y el provecho egoísta, desde el punto de vista cristiano
eso no sirve para nada. Lo dice San Pablo: Ya
puedo yo hablar las lenguas de hombres y de los ángeles, pero si no tengo amor
soy como un bronce que suena o unos platillos que hacen ruido (1Cor 13,1);
en otras palabras, ya puedo ser un triunfador según el mundo pero si no actúo
por amor no merezco ninguna alabanza.
La parábola es sencilla, el dueño de la
viña, que representa al Padre del cielo, contrata a toda clase de obreros y a
todos les paga un mismo jornal. Unos van a trabajar a primera hora, otros al
mediodía y otros cuando la jornada ya concluye; cada uno cuando lo llama el
Señor. A todos, en el tiempo propicio, cuando el Señor así lo dispone, nos toca
la gracia.
Jesús toma distancia de la justicia
humana, que a veces puede ser parcial y deficiente. El “dar a cada uno lo suyo” puede fomentar las desigualdades cuando exigimos
desde nuestros derechos adquiridos, buscando incrementar lo que ya tenemos, sin
pensar primero en asegurar las necesidades más urgentes que otros padecen. La
justicia de Jesús es de otro orden: para Él, los últimos han de ser tratados como
los primeros. La caridad y la misericordia coronan la justicia. Dios no se rige
tanto por la justicia del derecho sino por la gracia.
Sin darnos cuenta podemos
trasladar a nuestra relación con Dios la lógica contable y lucrativa que rige
los intercambios económicos. La relación con Dios no se basa en inversiones y
ganancias, méritos y recompensas. Dios es amor gratuito y sobreabundante. Y su
modo de obrar nos debe mover a ser agradecidos y desinteresados. Querer llevar
una vida recta y hacer obras buenas para asegurarnos un premio aquí o en el más
allá, es obrar como los primeros trabajadores de la viña que se quejan de que
los últimos reciban igual salario; ellos quieren recibir más por sus méritos
propios, no por gracia del Señor. No han conocido la justicia del reino, no han
aprendido la lección de la gratuidad, núcleo central del amor.
Así se portó Jonás cuando vio que
Dios perdonaba a los habitantes de Nínive, que él creía merecedores de castigo.
Así se portó también el hijo mayor que se quejó contra su padre porque mandó celebrar
un banquete por el regreso del hijo pródigo. Lo mismo ocurría en la primitiva Iglesia con los cristianos
procedentes del judaísmo que se quejaban porque los venidos del paganismo tenían
en la Iglesia igual rango y derechos que ellos. Jesús mismo tuvo que enfrentar esta
dificultad: los judíos no podían comprender que Dios ofreciera el don de la
salvación a judíos y no judíos. Por eso declaró: Vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac
y Jacob en el reino de los cielos, mientras que los hijos del reino serán
echados fuera a la tiniebla (Mt 8,11-12).
Realidad actual: muchos por el cargo
que ocupan o por las buenas obras que practican adquieren relevancia y se creen
superiores. Ante Dios no podemos esgrimir derechos ni exhibir méritos, los que
consideramos “últimos” pueden estar delante de nosotros ante Dios.
Seguir a Jesús pobre y humilde,
venido no a que lo sirvan sino a servir, significa superar todo espíritu de rivalidad
y codicia, desterrar todo “exclusivismo”, alegrarse con el éxito y cualidades
de los demás, admitir con gozo que otros sean favorecidos por el Señor, que ama
a todos sin distinción y gratuitamente, es decir, sin esperar nada a cambio.
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