P. Carlos Cardó SJ
«¿Con quién puedo comparar a los hombres del tiempo presente? Son como niños sentados en la plaza, que se quejan unos de otros: ''Les tocamos la flauta y no han bailado; les cantamos canciones tristes y no han querido llorar.''
Porque vino Juan el Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y dijeron: “Está endemoniado”. Luego vino el Hijo del Hombre, que come y bebe y dicen: “Es un comilón y un borracho, amigo de cobradores de impuestos y de pecadores”.
Sin embargo, los hijos de la Sabiduría la reconocen en su manera de actuar».
Jesús critica duramente a sus oyentes porque no han aceptado el
mensaje de salvación ofrecido por Dios a través de Él y de Juan Bautista. En otros
pasajes, los llama generación adúltera
porque rechazan la alianza que Dios ha establecido con su pueblo Israel; y generación pecadora (Lc 11,29-30; Mt 12,
39), porque siguen otros caminos, no
los del mandamiento del amor.
El lenguaje de Juan Bautista les ha parecido duro, intransigente,
y lo han considerado un loco, un endemoniado, y se han mofado de él
considerando su predicción como un mero espectáculo. Asimismo, el lenguaje de Jesús,
que les ofrece la alegría del reino de Dios y la buena noticia de la
misericordia, lo han considerado blando y relajado. Por esta actitud, Jesús los
compara, no a los niños de quienes es el reino de Dios, sino a los niños
caprichosos que intentan afirmar su independencia yendo en contra del parecer
de los demás.
La parábola que emplea hace alusión probablemente a un juego infantil,
que consistía en representar con música de flauta las bodas y el duelo; si la
música era alegre, de bodas, había que danzar; si era triste, de duelo, había
que fingir el llanto. Los contemporáneos de Jesús se empeñan en jugar su propio
juego, cuando hay que llorar, ríen; y cuando hay que alegrarse, se lamentan.
Hacen lo contrario de lo que Dios les propone. Y la razón es que han endurecido
el corazón.
Vino Juan,
con su porte austero y su mensaje de justicia y penitencia, pero
lo consideraron un espectáculo de diversión. Oyen ahora el mensaje de amor que
Dios les transmite por medio de Jesús y exigen un Dios severo y exigente. El
corazón endurecido de fariseos y doctores, incapaz de discernir, obstaculiza la
acción de Dios y frustra sus planes. Y lo peor de todo es que lo hacen seguros
de ser los únicos intérpretes válidos de los planes de Dios. Se negaron a
convertirse cuando Juan les habló de la inminencia del juicio; se niegan a
alegrarse cuando Jesús los invita a alegrarse y hacer fiesta por el amor
misericordioso de Dios. Al Bautista lo tuvieron por loco, endemoniado; a Jesús
lo llaman comilón y borrachín, amigo de publicanos y pecadores (Lc 7,34).
Pero la sabiduría ha quedado acreditada por todos los que son
sabios, afirma Jesús. En el
texto paralelo de Mt 11, 16-18, la sabiduría designa al mismo Jesús, portador
de la alegría del reino, iniciador de las nupcias de Dios con su pueblo. En Lucas,
la sabiduría parece aludir más bien al plan de salvación de Dios, prometido por
Juan Bautista y realizado por Jesús. Los sabios son los que acogen y viven el
mensaje de salvación. Ellos acogieron la invitación a la penitencia hecha por
el Bautista y se alegran con el mensaje que Jesús les trae de parte de Dios.
Reconocen así la sabiduría divina, es decir, su justicia, y la escuchan.
La situación descrita se repite constantemente. Basta que una
persona adopte un comportamiento coherente con su fe cristiana, y mucho más si
se compromete activamente en el trabajo por la Iglesia o por el cambio de la sociedad,
para que quienes no quieren un mensaje así lo critiquen, le den la espalda o se
rían de Él.
No aceptan una fe religiosa que los va a llevar a dar lo que no
quieren dar. Pero los pequeños, los pobres y los excluidos que no tienen
intereses económicos ni poderes sociales o políticos que defender, ven allí una
prueba de la validez del evangelio y dan razón a quienes obran así. Esas
personas coherentes con su fe, son los discípulos fieles y generosos, los
“hijos de la sabiduría”, que siguen reconociendo en Jesús la revelación y
actuación del plan de Dios que es capaz de cambiar la historia, la eficacia del
amor que transforma la realidad, es decir, la “sabiduría de Dios”.
Muchas otras aplicaciones puede tener la pequeña parábola de
Jesús. Pero, no cabe duda, ella nos hace ver de qué manera más o menos definida
o ambigua, sutil o grosera, intentamos traer a Dios a nuestro propio querer e
interés y no nos determinamos a seguir lo que Él nos pide.
Asimismo, bodas y duelo, alegría y tristeza, son parte de la
existencia. Hay un tiempo para cada cosa: un tiempo para llorar y un tiempo
para reír (Eclesiástes 3,4). No todo
puede ser llanto y melancolía, ni todo fiesta y diversión. Se exige
discernimiento para percibir lo que conviene a cada tiempo y coraje para
cambiar o dominarse.
Puede decirse, en fin, que no siempre el hacer lo que a uno le
parece es signo de una personalidad definida; la terquedad y obstinación pueden
rechazar la verdad que los otros me muestran.
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