jueves, 14 de septiembre de 2023

El perdón (Lc 6, 27-38)

 P. Carlos Cardó SJ

Perdón y florecimiento, óleo sobre lienzo de Alfredo Castañeda (1999 ) Galería de Arte Mexicano, Ciudad de México 

Yo les digo a ustedes que me escuchan: «amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los maltratan. Al que te golpea en una mejilla, preséntale también la otra.
Al que te arrebata el manto, entrégale también el vestido. Da al que te pide, y al que te quita lo tuyo, no se lo reclames.
Traten a los demás como quieren que ellos les traten a ustedes. Porque si ustedes aman a los que los aman, ¿qué mérito tienen? Hasta los malos aman a los que los aman. Y si hacen bien a los que les hacen bien, ¿qué gracia tiene? También los pecadores obran así. Y si prestan algo a los que les pueden retribuir, ¿qué gracia tiene? También los pecadores prestan a pecadores para que estos correspondan con algo.
Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio. Entonces la recompensa de ustedes será grande, y serán hijos del Altísimo, que es bueno con los ingratos y los pecadores. Sean compasivos como es compasivo el Padre de ustedes.
No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados.
Den, y se les dará; se les echará en su delantal una medida colmada, apretada y rebosante. Porque con la medida que ustedes midan, serán medidos ustedes».

El mensaje sobre el amor a los enemigos es una de las aportaciones más decisivas del cristianismo a la historia de la humanidad. Bendigan a los que los maldicen, oren por los que los injurian. ¿Pero cómo se puede amar a los enemigos, a los que de mala fe nos odian, calumnian, maltratan, hieren o despojan? ¿Cómo no van a sentir dolor, rabia y hasta deseos de venganza las víctimas inocentes y sus familiares? ¿Es necesario el perdón? ¿No está Jesús exigiendo algo imposible? Las preguntas sin duda son pertinentes y es necesario tomarlas muy en serio.

Con todo, la respuesta del cristiano no puede ser otra que la afirmación de la necesidad del perdón, aunque sabe muy bien que llevar a cabo algo así, sólo es posible con la ayuda de la gracia y con la firme voluntad de imitar a Jesús, que no sólo habló del perdón, sino que lo practicó y murió perdonando a sus verdugos (Lc 23,34).

El comportamiento y enseñanza de Jesús fueron muy claros: Él no hizo otra cosa que mostrarnos el rostro de un Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos, porque ama a todos sin distinción (Mt 5,45). Él nos hizo ver que, no solamente llevamos una inclinación al mal sino que pecamos muchas veces pero, no obstante, el Padre del cielo nos perdona y restablece. Nos puso, por tanto, en la perspectiva del amor de Dios y por eso nos dijo: Sean compasivos como su Padre es compasivo. Nos hizo ver que Dios es amor (1 Jn 4,8.16) y que la esencia del amor divino está en la misericordia, que va más allá de la justicia.

Dios es quien nos capacita para amar así a los demás, porque Él nos amó primero (1 Jn 4,19). Y cuando finalmente nos decidimos a imitar al Padre, porque experimentamos su amor en nosotros, entonces ya no son una carga insoportable las enseñanzas de Jesús.

Por eso es un imperativo para nosotros apoyar todo proceso de perdón. Del odio y de la desesperanza no sale nada bueno. El odio y la desesperanza van contra las leyes de la vida y ofenden al Creador.

Mucho tenemos que hacer todavía para inculcar el valor del perdón en la formación de personalidades sanas, condición básica para una humana convivencia en sociedad. Con frecuencia se piensa que el perdón es propio de débiles o de gente religiosa. Pero el perdón es necesario para vivir de una manera sana, para poder humanizar los conflictos y para romper la espiral de la violencia. No es dejar de lado la justicia, no es echar tierra sobre la historia; es no tomarte la justicia por tu mano, no practicar la ley del talión.

El perdón no niega la realidad del mal cometido. Lo supone. Asimismo, supone los naturales sentimientos de disgusto, enfado e indignación ante la injusticia. Pero justamente ahí donde podría tener cabida el odio, el rencor y la venganza, “instintos de muerte” que dañan a quien se deja atrapar por ellos y llevan el germen de la destrucción, la actitud del perdón abre la posibilidad de restablecer unas relaciones verdaderamente humanas con el cese de la persistente amenaza. Con estos sentimientos negativos damos poder de seguir haciéndonos daño a quien nos ha ofendido, manteniendo abierta la herida producida en el pasado.

La justicia de Jesús no se queda en restablecer la paridad, según la norma: quien la hace la paga. Jesús nos enseña una justicia superior, propia de quien ama, que se sabe en deuda con todos: al adversario le debe reconciliación, al pequeño y al pobre le debe solidaridad, al perdido el salir en su búsqueda, al culpable la corrección, al deudor la condonación de la deuda. Esta justicia es la que lleva en definitiva a creer en la persona y en su capacidad de redención, de regeneración y de cambio del ser humano.

Esta convicción la tuvieron todos aquellos hombres y mujeres que, a ejemplo de Jesús, no permitieron al mal que hiciera presa de ellos, porque se aventuraron en “un camino que es el más excelente”, según la expresión de san Pablo (1Cor 12,31): el camino del amor incondicional a este mundo, a la humanidad pecadora y sufriente, y a Dios.

Quizá no hayamos tenido que hacer nunca o no tengamos que llegar en el futuro a un acto heroico de perdón, afortunadamente. Pero podemos practicar el perdón en todas las pequeñas humillaciones, decepciones, malentendidos, ingratitudes, ofensas, que la vida ordinaria lleva consigo. Por eso oramos a nuestro Padre como el Señor nos enseñó: “perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido”.

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