viernes, 30 de abril de 2021

Voy a prepararles un lugar (Jn 14, 1-6) P. Carlos Cardó SJ

P. Carlos Cardó SJ

Santo Tomás (el apóstol Tomás), óleo sobre lienzo de Diego Velásquez (1619 – 1620), Museo de Orleans, Francia

«No se turben; crean en Dios y crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones. De no ser así, no les habría dicho que voy a prepararles un lugar. Y después de ir y prepararles un lugar, volveré para tomarlos conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes.Para ir a donde yo voy, ustedes ya conocen el camino».

Entonces Tomás le dijo: «Señor, nosotros no sabemos adónde vas, ¿cómo vamos a conocer el camino?».

Jesús contestó: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí».

Cuando se escribió el Evangelio de Juan, los cristianos de la primera comunidad de Jerusalén vivían momentos muy críticos. Su fe se hallaba puesta a prueba por las persecuciones que sus conciudadanos judíos habían desencadenado contra ellos. Jesús había dejado de estar físicamente con ellos y necesitaban su apoyo. En ese contexto recordaron las palabras que les había dicho en su última cena: No se angustien. Creen en Dios, crean también en mí.

A partir de entonces, los cristianos de todos los tiempos atravesarán por crisis similares y tendrán que reavivar su confianza de que el Señor, por su resurrección, sigue entre ellos y no los abandona nunca. La confianza es componente esencial de la fe. Y la razón de la confianza cristiana es la convicción de que, a partir de su resurrección, Jesús ha iniciado una nueva forma de existencia que le permite estar siempre con cada uno de ellos y a ellos poder unirse a Él en todo momento.

Jesús va a volver a su Padre, pero no se desentiende de los suyos que quedan en el mundo. En la casa de mi Padre hay muchas estancias, les dice. “Casa de mi Padre” había llamado al templo cuando expulsó de él a los mercaderes. Ahora habla del lugar donde habita su Padre, que no es un espacio físico, sino el amor perfecto. El que me ama se mantendrá fiel a mis palabras. Mi Padre lo amará y vendremos a él y viviremos (pondremos nuestra morada) en él (14,23).

El Padre y su Hijo habitan en nosotros por el Espíritu Santo. Esta verdad fundamenta la sagrada dignidad del ser humano según la visión cristiana de las cosas. Pero no se la tiene en cuenta; no se ve al ser humano como templo, casa, morada de Dios. Se ultraja el templo de Dios, se destruye su morada, cada vez que se daña o perjudica al prójimo. Sacamos a Dios de nuestra vida, lo arrojamos fuera o lo olvidamos, cada vez que intentamos vivir de espaldas a Él. Nos quedamos solos y nos angustiamos por no saber asumir nuestra soledad que siempre está llena de su misteriosa presencia.

Desde otra perspectiva, “casa del Padre” es también la meta del destino de Jesús y de nuestro destino personal. Por eso dice Jesús: Voy a prepararles un lugar, un lugar junto al Padre, para vivir con Él, participando de su misma vida, que es felicidad perfecta. Ese es el lugar que nos tiene preparado Jesús. Vendrá y nos llevará consigo. Mientras tanto, hasta que Él venga, el amor nos hace estar donde Él está. Si antes Jesús estaba físicamente con sus discípulos, ahora está en sus discípulos.

Tomás no entiende este lenguaje. No comprende que, aunque su Maestro vuelva a su Padre, se quedará siempre con ellos. Como él, también nosotros actuamos a veces como ignorando dónde está Dios, perdemos de vista el camino para estar con Él, o buscamos nuestra realización y felicidad donde no pueden estar. En su respuesta a Tomás, Jesús nos hace ver que viviendo su forma de vida nos encontramos a nosotros mismos, y alcanzamos la felicidad que perdura, es decir, alcanzamos a Dios. Yo soy el camino, la verdad y la vida, nos dice.

Si meditamos las palabras de Jesús y, sobre todo, las llevamos a la práctica en el amor al prójimo, veremos que nos aseguran su presencia, nos hacen encontrarnos con Dios. Se realiza en nosotros el deseo de Jesús: que puedan estar donde voy a estar yo.  

jueves, 29 de abril de 2021

No es el siervo mayor que su señor (Jn 13, 16-20)

P. Carlos Cardó SJ

Cristo lava los pies de sus discípulos, óleo sobre madera de Jacopo de Barbari (1500 aprox.), Galería Nacional de Bratislava, Eslovaquia

En verdad les digo: El servidor no es más que su patrón y el enviado no es más que el que lo envía. Pues bien, ustedes ya saben estas cosas: felices si las ponen en práctica. No me refiero a todos ustedes, pues conozco a los que he escogido, y tiene que cumplirse lo que dice la Escritura: El que compartía mi pan se ha levantado contra mí. Se lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, crean que Yo Soy. En verdad les digo: El que reciba al que yo envíe, a mí me recibe, y el que me reciba a mí, recibe al que me ha enviado».

No es el siervo (esclavo) mayor que su señor… No es que llame siervos a sus discípulos, a quienes les ha lavado los pies, poniéndolos a su nivel, Él, su Maestro y Señor. Lo que pretende con la frase es hacerles ver la arrogancia e insensatez que sería pretender vivir sin seguir su ejemplo. Él les ha enseñado dónde deben encontrar la verdadera grandeza. Pueden recordar las veces que Jesús les dijo que deben estar siempre dispuestos a servir, como lo hizo Él al ponerse a lavarles los pies.

La grandeza de Jesús como señor ha quedado de manifiesto en el hacerse servidor de todos, no en ponerse por encima de los demás y dominar. La frase que traen los Sinópticos sobre lo que significa ser el primero en la comunidad, ha debido ser una enseñanza continua de Jesús a sus discípulos: Ya saben que los que figuran como jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y sus dirigentes las oprimen. Nada de esto se ha de dar entre ustedes, sino que el que quiera ser el primero, hágase el servidor de los demás (Mc 10, 42 s.).

Ellos son sus enviados, sus apóstoles. Es la primera vez que en Juan aparece este término. La grandeza del apóstol ha de ser la de quien lo envía, que se plasma en el servicio que ofrece. No tiene ningún sentido buscar en la comunidad (Iglesia) otro tipo de grandeza. Pretensiones así no deben tener cabida en el ánimo del apóstol ni se deben permitir en la comunidad de los discípulos.

Pero no es un ánimo empequeñecido lo que Jesús promueve en sus seguidores. La motivación es ser felices: Si hacen esto, serán felices. Es la bienaventuranza prometida al servicio, lo que Jesús les garantiza. Recordando su ejemplo, el apóstol Pedro resumirá lo que hizo Jesús con estas palabras: Pasó haciendo el bien (Hech 10, 38) y liberando a la gente con el poder del Espíritu Santo. Y la palabra de Jesús que le quedará grabada a Pablo como norma de su trabajo es: Hay más felicidad en dar que en recibir (Hech 20, 35)

A continuación, Jesús advierte –seguramente con el ánimo conturbado– que no todos sus discípulos serán felices, no todos experimentarán la bienaventuranza ligada al servicio. Por eso dice: No estoy hablando de todos ustedes; yo sé muy bien a quiénes elegí. Y hace una velada alusión a Judas. Estas palabras reflejan la preocupación del Maestro por salvar a su discípulo traidor. Conoce a quienes eligió y a todos los ama, sin excluir a ninguno. No puede excluir a nadie, no sería el Hijo de Dios.

Queda fuera quien traiciona y eso estaba previsto: El que come mi pan, se ha puesto en contra mía. Es una cita modificada del Salmo 41,10. El original expresa mucho más el sentimiento de quien la dice: Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba, y que compartía mi pan, es el primero en traicionarme. Se puede estar en la cercanía más íntima con el Señor, gozar de su confianza y comer su pan, y no obstante dejarse oscurecer la mente hasta traicionar. Pero esa misma Escritura que menciona la traición habla continuamente del amor fiel e inquebrantable de Dios por su pueblo desleal y por cada uno de sus hijos, aun cuando le sean infieles.

Aunque haya un Judas, el Señor está siempre en su Iglesia, comunidad de los que creen en Él. Y está como el Enviante, que escoge y envía a personas siempre defectuosas, nunca del todo aptas para la misión que Él les va a confiar. Pero aunque el enviado sea indigno, el Señor estará con él, se prolongará en él, continuará por medio de él su obra.

Por eso, acoger a su enviado es acoger al Señor, que se ha querido identificar hasta con el último de sus hermanos y lo ama con el mismo amor con que lo ama el Padre misericordioso. La misión es siempre válida, sea cual sea el comportamiento del enviado. El misterio de la gracia salvadora y el misterio de la iniquidad coexisten en el tiempo. Dios es capaz de realizar su designio de salvación aun cuando el mal y la culpa actúen desde el centro mismo de su Iglesia, en sus ministros y representantes. 

miércoles, 28 de abril de 2021

Yo, la luz, no he venido a condenar sino a salvar (Jn 12, 44-50)

 P. Carlos Cardó SJ

Cristo redentor, témpera sobre lienzo de Andrea Mantegna (Siglo XV), Congregación de la Caridad, Correggio, Italia

Jesús dijo claramente: «El que cree en mí no cree solamente en mí, sino en aquel que me ha enviado. Y el que me ve a mí ve a aquel que me ha enviado. Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que crea en mí no permanezca en tinieblas. Si alguno escucha mis palabras y no las guarda, yo no lo juzgo, porque yo no he venido para condenar al mundo, sino para salvarlo. El que me rechaza y no recibe mi palabra ya tiene quien lo juzgue: la misma palabra que yo he hablado lo condenará el último día. Porque yo no he hablado por mi propia cuenta, sino que el Padre, al enviarme, me ha mandado lo que debo decir y cómo lo debo decir. Yo sé que su mandato es vida eterna, y yo entrego mi mensaje tal como me lo mandó el Padre».

Alzando la voz para que todos en el templo le escuchen, Jesús proclama que quien cree en Él, cree en Dios que lo ha enviado. Habla de sí mismo con toda convicción. Todo su discurso está en primera persona. Quiere hacer ver que es a Él a quien hay que buscar y seguir porque en Él está la fuente de aguas vivas y a su luz veremos la luz de nuestro destino (cf. Sal 36, 9).

Cristo es el “objeto” de nuestra fe. Quien se adhiere a Él por la fe, entra en contacto directo con Dios, lo conoce, escucha sus palabras que liberan y conducen a la máxima realización de su persona. Quien cree en mí, no cree en mí sino en aquel que me envió.

Quien me ve, ve a quien me envió. Una idea continuamente expuesta en el evangelio de Juan es que Jesús es el revelador del Padre: quien lo ve, ve a Dios, al Invisible, a Aquel a quien nadie ha visto. Jesús, el Hijo, nos hace accesible al Inaccesible. Ya no es la Ley lo que nos da acceso a Dios, como querían los fariseos. En Jesús conocemos quién es Dios y cómo ama Dios.

Por eso, por ser revelador de Dios, Jesús es luz. Yo, la luz, he venido al mundo para que quien cree en mí no permanezca en las tinieblas. Asegura, por tanto, a quien lo sigue el camino hacia la realización auténtica de su ser en Dios. Da a conocer la realidad como Dios la conoce y conduce a la verdad de nosotros mismos. Esta luz la llevamos dentro y nos hace ver a Dios como padre y a los demás como hijos suyos y hermanos nuestros.

Pero Jesús no se impone, no coacciona a nadie; Él invita, ofrece un don, proclama una buena noticia. Escuchar y acoger sus palabras son un acto libre, que se hace desde el corazón, de lo contrario no transforma a la persona, la deja librada a su limitada capacidad de darse a sí misma una duración eterna, o de lograr la plena realización de sus anhelos. Por eso dice: Si alguno escucha mis palabras y no las conserva, yo no lo juzgo.

Es la idea expresada en el capítulo 3,19: Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para que el mundo se salve por él. Es verdad que su Padre no juzga a nadie, sino que le ha dado al Hijo todo el poder de juzgar (5,22). Pero este juicio que el Hijo realiza se cumple en la cruz, donde el amor máximo de Dios por nosotros enfrenta la maldad de este mundo.

Es el propio sujeto quien se condena al rechazar el amor salvador de Dios. Al negarse a escuchar a Jesús y seguir sus enseñanzas, rechaza su propia realidad verdadera, vive de manera inauténtica, y eso se pone de manifiesto. En el evangelio de Juan esto equivale a preferir las tinieblas a la luz. Para quien me rechaza y no acepta mis palabras hay un juez: las palabras que yo he dicho serán las que lo condenen.

Jesús termina este discurso afirmando categóricamente que ha hablado con la autoridad de Dios: el Padre que me envió es el que me ordena lo que debo decir y enseñar. Y quiere también Jesús transmitirnos la seguridad de que todo lo que el Padre le ha ordenado decirnos es para nuestra vida. Todo lo que ha hecho y enseñado es orientarnos y capacitarnos para vivir plenamente. Por eso sus palabras: Yo sé que su enseñanza lleva a la vida eterna. Así pues, lo que yo digo es lo que me ha dicho el Padre. 

martes, 27 de abril de 2021

Vayan por todo el mundo (Mt 28, 16-20)

P. Carlos Cardó SJ

Pescadores de almas, óleo sobre madera de roble de Adriaen Pietersz van der Venne (1614), Museo Nacional de Ámsterdan (Rijksmuseum), Países Bajos

Los Once discípulos partieron para Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Cuando vieron a Jesús, se postraron ante él, aunque algunos todavía dudaban.

Jesús se acercó y les habló así: «Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia».

La última voluntad del Señor es que sus discípulos se conviertan en “testigos”, capaces de anunciar al mundo que el pecado, la carga opresora del hombre, ha perdido su fuerza mortífera por la muerte y resurrección del Señor. Cristo resucitado es la garantía de la victoria sobre el mal de este mundo. En su Nombre se anuncia el perdón del pecado. Ya no hay lugar para el temor porque Dios es amor que salva. Los discípulos han de llevar este anuncio a todas las naciones. La fuerza para ello les viene del Espíritu Santo, don prometido por el Padre de Jesucristo. Así como el Espíritu descendió sobre María, descenderá sobre ellos. La encarnación de Dios en la historia llega así a su estado definitivo.

Se trata, según Mateo, de hacer discípulos, no simplemente de anunciar, ni sólo de instruir y, menos aún, de adoctrinar, sino de crear las condiciones para que la gente tenga una experiencia personal de Cristo, que los lleve a seguirlo e imitarlo como la norma y ejemplo de su vida. Esto significa entrar en su discipulado, hacerse discípulos para asumir sus enseñanzas y también asimilar su modo de ser.

La comunidad eclesial, representada en el monte, aparece como el lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo permanece en ella, con su palabra y sus acciones salvadoras. Las Iglesia hace visible el poder salvador de su Señor.

La comunidad cristiana no puede quedar abrumada por la acción del mal en el mundo en la etapa intermedia entre la pascua del Señor y su segunda venida. La acción triunfadora de Cristo Resucitado sigue presente como el trigo en medio de la cizaña. Con mirada de fe/confianza, el cristiano discierne los signos de esa presencia y acción de Cristo vencedor, que se lleva a cabo por medio de los creyentes. Por eso, antes de partir, los dotó de poderes carismáticos para enfrentar el mal y vencerlo.

Jesucristo resucitado es el verdadero fundamento de la fe de la comunidad cristiana y por medio de ella continúa anunciándose y manifestándose el reinado de Dios y la salvación para el que crea y se bautice.

lunes, 26 de abril de 2021

El Buen Pastor (Jn 10, 1-10)

P. Carlos Cardó SJ

Así como ovejas sin pastor, óleo sobre lienzo de Pietro Paolo Bronzi (1621), Pinacoteca Capitolina, Roma

"En verdad les digo: El que no entra por la puerta en el corral de las ovejas, sino que salta por algún otro lado, ése es un ladrón y un salteador. El que entra por la puerta es el pastor de las ovejas. El cuidador le abre y las ovejas escuchan su voz; llama por su nombre a cada una de sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas sus ovejas, empieza a caminar delante de ellas, y las ovejas lo siguen porque conocen su voz. A otro no lo seguirían, sino que huirían de él, porque no conocen la voz de los extraños".  

Jesús usó esta comparación, pero ellos no comprendieron lo que les quería decir.

Jesús, pues, tomó de nuevo la palabra: "En verdad les digo que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido eran ladrones y malhechores, y las ovejas no les hicieron caso. Yo soy la puerta: el que entre por mí estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará alimento. El ladrón sólo viene a robar, matar y destruir, mientras que yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia".

La parábola del Buen Pastor condensa el modo de proceder de Jesús en su relación con los demás: en todo momento se esforzó por unir a las personas, hacerles sentir el amor de su Padre para que se trataran fraternalmente, por encima de toda diferencia natural, social o cultural. Su amor es universal, abarca también a las otras ovejas que no son de este redil. Y como el mismo evangelio de Juan señala más adelante, Jesús moriría por toda la nación y no solamente por la nación judía, sino para conseguir la unión de todos los hijos de Dios que estaban dispersos (11,51s).

Ser pastor, para Jesús, consiste en manifestar el amor que Dios su Padre tiene a todos y a cada uno de los seres humanos, sin distinción, pero mostrando al mismo tiempo una especial solicitud por las ovejas débiles y descarriadas. La parábola de la oveja perdida que traen los otros evangelistas (Mt 18,12-14; Lc 15,4-7) hace ver, precisamente, de qué manera, en el comportamiento de Jesús con los pobres, con los pecadores y con los excluidos, se refleja el deseo irrenunciable de Dios de salir en busca de lo que está perdido para que no se pierda ninguno de sus hijos e hijas.

Este Dios expresa una gran alegría en el cielo cuando los descarriados y excluidos son integrados realmente y pueden vivir en la comunidad el amor que Él les tiene.

Vista en dimensión eclesial, la parábola del Pastor recuerda a la comunidad de los cristianos que tiene el deber de hacer visible el estilo de Dios como Jesús lo ha manifestado y subraya la responsabilidad de sus autoridades de promover la integración de los “pequeños” y de los débiles. Jesús es el pastor que nunca lucra con el rebaño. Él conoce a sus ovejas y éstas lo conocen a Él y lo siguen, porque saben que está dispuesto a todo por ellas, incluso a dar su propia vida para que tengan vida.

La convivencia social necesita de personas que velen por los intereses de todos. No se les llama pastores, como en la antigüedad grecolatina, sino líderes, jefes, representantes y, mediante la ley, se les asignan y controlan los poderes que se les delegan. Estas personas saben bien que la autoridad les viene por delegación, que no hay otra forma válida de asumirla y que en su ejercicio debe primar siempre el derecho y la justicia.

Lo contrario significa suplantar a la sociedad que los elige, disponer de las personas, decidir sin contar con ellas y aun contra ellas, en una palabra, llevar la sociedad por los trágicos caminos del autoritarismo y de la corrupción moral. La historia está llena de las tragedias que todo esto ha producido a lo largo de los siglos. Pero la sociedad no puede dejar de aspirar a contar con verdaderos servidores de la comunidad.

La visión fraterna, la actitud de servicio y el respeto son componentes esenciales de la vida cristiana; más aún, son la manera de vivir humanamente en sociedad. Los valores del evangelio nos hacen salir de la cultura de la violencia, de la ambición y del libertinaje, a la cultura de la paz, del respeto a todos y de la responsabilidad social solidaria.

Todos somos pastores, todos ejercemos alguna autoridad y disponemos, mandamos, enseñamos. Desde el padre y la madre de familia, hasta el empresario, el jefe de sección, el político, cualquiera que sea el nivel de cada uno, siempre ejercemos algún influjo en un círculo de personas. Jesús Pastor nos enseña a superar errores y hacer más humana nuestra vida. Hay que aprender de él. Sus actitudes han de inspirar el ejercicio del servicio de autoridad que nos toca cumplir.

domingo, 25 de abril de 2021

Homilía del IV Domingo de Pascua - Conozco a mis ovejas y ellas me conocen y siguen (Jn 10, 11-18)

P. Carlos Cardó SJ

El buen pastor, óleo sobre lienzo atribuido a Jean Baptiste de Champaigne (Siglo XVII), Palacio de Bellas Artes de Lille, Francia

En aquel tiempo, dijo Jesús: "Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir el lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el Buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas".

Israel era un pueblo nómada y pastoril, por eso la imagen del pastor aparece frecuentemente en la Biblia. Los profetas la emplean para referirse a las autoridades civiles y religiosas, y para hablar de Dios, como el guía y protector de su pueblo. Así, Ezequiel (cap. 34), en tiempos de crisis, cuando Israel lo perdió todo por culpa de sus malos gobernantes, y la población fue deportada a Babilonia, hace oír la voz de Dios, como la de pastor solícito que sale a proteger a sus ovejas: Yo las sacaré de en medio de los pueblos, las reuniré de entre las naciones y las llevaré a su tierra; las apacentaré en los montes de Israel, en los valles del país… y descansarán como en corral seguro, pastando buenos pastos (34, 13s).

Al mismo tiempo, los profetas anunciaron la promesa divina de un futuro Buen Pastor, descendiente de la familia de David, que conduciría a Israel por los caminos de la verdad y la justicia (vv. 23-31). Entonces la humanidad entera sabrá que yo el Señor, soy su Dios, y que ellos, los israelitas, son mi pueblo (v.30).  

Hoy tendríamos que quitarle a la imagen del pastor el tinte sentimental con que frecuentemente se ha presentado en el arte y en la predicación. Entonces podremos apreciar lo que ella nos dice de la persona y obra de Jesús: su atención y solicitud por las necesidades de todos, su amor real y verdadero, que no fue en él una cuestión meramente coyuntural sino permanente, y que revelaba el amor con que Dios ama a sus hijos.

Asimismo, cuando Jesús habla del pastor, que conoce y guía a sus ovejas, que da la vida por ellas y quiere reunirlas en un solo rebaño, nos está hablando de las ovejas de su pueblo que andan maltratadas y abandonadas por culpa de los malos pastores. Es cierto, a este propósito, que la comparación con las ovejas puede quizá no gustarnos, porque las ovejas parecen demasiado mansas y porque la agrupación en rebaño insinúa espíritu gregario, falta de libertad y de sentido crítico.

Pero el Jesús que reivindica para sí el título de pastor auténtico y lleno de cariño, promueve más bien, con su cuidado y defensa de la vida, salud y dignidad de las personas, un desarrollo integral de todas ellas como verdaderamente humanas, autónomas y responsables.

Jesús es buen pastor porque no huye ante el peligro, sino que lo enfrenta y defiende a sus ovejas. No lucra con el rebaño, ni se aprovecha de él, no manipula ni abusa, no oprime ni atemoriza a las ovejas. Las conoce y ellas lo conocen y lo siguen, porque saben que está dispuesto a todo, incluso a dar su vida por ellas. Con esta afirmación: conozco a mis ovejas y ellas me conocen y siguen, Jesús hace ver la necesidad del mutuo conocimiento, de la cercanía y del diálogo para la integración de la comunidad y para la solución de los conflictos.

Lo contrario, la lejanía del pastor con su pueblo, el autoritarismo –muchas veces machista-, la vigilancia abusiva y centralista, el afán de uniformidad que anula la diversidad de carismas, el conservadurismo y el miedo a la renovación… todo eso y otras cosas más –que no dejan de existir en amplias capas de la Iglesia nacional y universal– no genera más que perplejidad y desánimo en los cristianos de a pie, división entre la jerarquía y el pueblo, temor y falta de confianza de los fieles hacia sus pastores, es decir, un clima adverso a la fraternidad que Jesús quiso en su Iglesia.

En resumen, el evangelio nos pone en guardia frente a los malos pastores –ya sean eclesiásticos, políticos, militares, educativos o lo que sea– que “en vez de apacentar a las ovejas se dedican a trasquilarlas y ordeñarlas” para su propio provecho, como decía gráficamente Santa Catalina de Siena. Pero sobre todo, el evangelio nos habla de entrega y servicio a los demás, y lo hace mirando no sólo a los representantes de las instituciones, ni sólo a los cristianos y creyentes, porque esa es la manera humana de vivir en sociedad.

sábado, 24 de abril de 2021

Sólo tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 60-69)

P. Carlos Cardó SJ

La misa de san Gregorio, óleo sobre lienzo de Jerónimo Jacinto Espinosa (siglo XVIII), cuadro no expuesto del Museo Nacional del Prado, Madrid, España 

Muchos de los discípulos que lo oyeron comentaban: "Este discurso es bien duro: ¿quién podrá escucharlo? ".

Jesús, conociendo por dentro que los discípulos murmuraban, les dijo: "¿Esto los escandaliza? ¿Qué será cuando vean a este Hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es el que da vida, la carne no vale nada. Las palabras que les he dicho son espíritu y vida. Pero hay algunos de ustedes que no creen" -desde el comienzo sabía Jesús quiénes no creían y quién lo iba a traicionar-. Y añadió: "Por eso les he dicho que nadie puede acudir a mí si el Padre no se lo concede".

Desde entonces muchos de sus discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él. Así que Jesús dijo a los Doce: "¿También ustedes quieren marcharse?".

Simón Pedro le contestó: "Señor, ¿a quién iremos? Tú dices palabras de Vida Eterna. Nosotros hemos creído y reconocemos que tú eres el Consagrado de Dios".

Las palabras de Jesús sobre la necesidad de comer su cuerpo y beber su sangre para tener vida plena han escandalizado a sus oyentes judíos y han chocado también con la incomprensión de sus propios discípulos. Éstos han quedado desilusionados al ver que la conducta de su Maestro no correspondía a lo que ellos esperaban del mesías.

La insinuación que les ha hecho de que el final de su obra consistirá en la entrega de su persona en una muerte sangrienta les ha resultado insoportable. No podían imaginar un amor que llega a la entrega de la propia vida. Y lo que les resulta más temible aún es que con sus palabras “comer su carne y beber su sangre”, Jesús les advierte que ellos también están llamados a hacer suya esa actitud de entrega, si es verdad que creen en Él y lo siguen. Entonces se produce la deserción. Muchos de los discípulos abandonan a Jesús, protestando: Este lenguaje es inadmisible, ¿quién puede admitirlo?

En esos momentos, Jesús, que conoce el interior de cada hombre y es consciente de la situación, se vuelve a sus más íntimos, a los Doce, y les hace ver que ha llegado la hora de la verdad, tienen que decidir si aceptan o rechazan su oferta: ¿También ustedes quieren irse?

Como en otras ocasiones, Pedro toma la palabra. Su respuesta contiene una profesión de fe y quedará para siempre como el recurso de todo creyente que, en su camino de fe, experimente como los discípulos la dificultad de creer, el desánimo en el compromiso cristiano, la sensación de estar probado por encima de sus fuerzas. Entonces, como Pedro, el discípulo se rendirá a su Señor con una confianza absoluta: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios. La confianza de Pedro en su Señor se basa en la convicción, que resuelve toda duda e inseguridad, de que sólo la forma de vida que Jesús ofrece dignifica la existencia, porque en Él se muestra la santidad a la que todos estamos llamados.

Lo que aconteció en la comunidad de los Doce acontece también en nuestra vida personal y en nuestra comunidad. Llega un momento en que la crisis se hace presente y no hay más remedio que optar y asirse con la más entera confianza a ese amor incondicional e infalible de Dios por nosotros que se nos ha revelado en Jesús, la persona más digna de confianza, autor y perfeccionador de nuestra fe (Hebr 12, 2). Y sea cual sea la dificultad o crisis por la que pasemos, surgirá de nosotros la confianza de Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.

Venir a la Eucaristía, recibir en ella el cuerpo del Señor, nos compromete a hacer sentir a todos aquellos con quienes tratamos la confianza que nos da la entrega de Jesucristo por nosotros. En un mundo afectado cada vez más por la desconfianza en las relaciones interpersonales, la eucaristía nos compromete a crear espacios en los que sea posible confiar por la credibilidad que todos procuran con su vida coherente, honesta y virtuosa. La eucaristía hace que la Iglesia sea realmente un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz para que todos encuentren en ella un motivo para seguir confiando.

viernes, 23 de abril de 2021

Quien come mi carne y bebe mi sangre (Jn 6, 52-59)

P. Carlos Cardó

Alegoría de la Eucaristía, óleo sobre lienzo de Alexander Coosemans (1654), Museo de Tessé, Le Mans, Francia

Los judíos se pusieron a discutir: "¿Cómo puede éste darnos de comer su carne?".

Les contestó Jesús: "Les aseguro que si no comen la carne ni beben la sangre de este Hombre, no tendrán vida en ustedes. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que me envió vive y yo vivo por Él, así quien me come vivirá por mí".

Los judíos no entienden. Llamarse Jesús “pan del cielo” les parece una blasfemia: se hace Dios. Decir que quien lo come tiene vida eterna les resulta inadmisible porque se pone así por encima de la Ley de Moisés, del templo, del sábado, es decir de aquello que, según la fe judía, les obtiene la salvación. Además, eso de comer les resulta demasiado chocante y lo de beber sangre va directamente en contra de lo establecido en el libro del Levítico (Lev 17, 10-12).

Pero Jesús no da marcha atrás, antes bien refuerza su afirmación: Yo les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes. Expresiones duras, crudas, incluso chocantes, por medio de las cuales Jesús afirma que la fe verdadera consiste en alimentarse de su persona, nutrirse de sus actitudes y de su modo de vivir. Eso es lo que da al hombre la vida plena, que consiste en la participación de la misma vida-amor de Dios.

El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él. Lo propio del amor entre las personas es que las hace vivir en comunión. Es un recíproco permanecer en el otro, como vivir el uno en el otro, comprobando que uno ya no se entiende a sí mismo sino en su relación con la persona a la que ama. Ya no dos sino uno solo, como en el amor conyugal. Ya no vivo yo, es Cristo que vive en mí, dirá San Pablo (Gal 2,20).

La terminología eucarística de este discurso de Jesús es clara. La comunidad que escribió el evangelio y los primeros cristianos tenían por cierto que lo que Jesús les mandó realizar en la Última Cena antes de padecer fue el memorial de su muerte y resurrección, en el que comían la carne y bebían la sangre del Hijo de Dios, hecho presente de manera real, activa y eficaz. Proclamaban su muerte y resurrección, y el anhelo más profundo que orientaba sus vidas: Marana-tha! Ven, Señor Jesús.

San Juan en su evangelio, no trae el pasaje de la institución de la Eucaristía como lo hacen los otros evangelistas y Pablo; pero trae a cambio este discurso sobre el pan de vida y el pasaje del lavatorio de los pies de los discípulos, en los que está explicado el significado de la eucaristía en toda su profundidad. Por eso, no cabe duda que Jesús dio a este discurso, pronunciado después de la multiplicación de los panes, un  sentido eucarístico total. Y es que la fe desemboca necesariamente en la eucaristía.

Los cristianos aceptamos por la fe que en la eucaristía Jesucristo se nos da, haciéndose eficazmente presente y actuante de modo salvador. En ella está el Señor con todo lo que Él es y todo lo que Él hace por nosotros: su encarnación, su muerte y su resurrección. Las palabras del Señor en su discurso sobre el Pan de Vida y en su Última Cena nos llevan, pues, a apreciar el don del amor del Hijo de Dios, que por nosotros se hizo hombre, se inmoló en la cruz y resucitó para que también nosotros resucitemos con Él.

Es importante redescubrir la conciencia que tenían los primeros cristianos de la unión tan peculiar que se establece con Cristo y en Cristo. Comulgamos con Cristo, con todo lo que Él es, su persona y su misión; y comulgamos en Cristo con todos los que Él ama, miembros de su cuerpo, a los que entrega su vida. Por eso, quien comulga con Jesús vive la inquietud por crear comunión, deseo supremo suyo.

El hacer comunidad se convierte en la piedra de toque de nuestra comunión con Cristo, con todas sus consecuencias prácticas en todos los órdenes de la vida humana, personal y social. Sacramento de unidad, la Eucaristía incita a las comunidades a superar las divisiones. Por eso pedimos: “Reúne en torno a Ti, Padre misericordioso, a todos tus hijos dispersos por el mundo”. Nos acercamos a comulgar y pronunciamos nuestro Amén a lo que significa el sacramento del Cuerpo de Cristo, que el sacerdote nos muestra y nos entrega. Dicho “amén” proclama nuestra disposición para ser transformados en lo que recibimos.

jueves, 22 de abril de 2021

Yo soy el pan de vida (Jn 6, 44-51)

P. Carlos Cardó SJ

El triunfo del nombre de Jesús, fresco de Giovanni Battista Gauli (1679), Iglesia de Jesús, Roma, Italia

Jesús les dijo: "Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me envió. Y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en los Profetas: Serán todos enseñados por Dios, y es así como viene a mí toda persona que ha escuchado al Padre y ha recibido su enseñanza. Pues, por supuesto que nadie ha visto al Padre: sólo Aquel que ha venido de Dios ha visto al Padre. En verdad les digo: El que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de vida. Sus antepasados comieron el maná en el desierto, pero murieron: aquí tienen el pan que baja del cielo, para que lo coman y ya no mueran. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre. El pan que yo daré es mi carne, y lo daré para la vida del mundo".

Los judíos rechazan la afirmación de Jesús: Yo soy el pan que ha bajado del cielo, porque para ellos el pan del cielo (o pan de Dios) es la Ley que Dios les dio por medio de Moisés, con cuyo cumplimiento demuestran su pertenencia al pueblo escogido y se sienten seguros de la salvación. No pueden aceptar que Jesús pretenda estar por encima de la Ley y de Moisés. Más aún, no pueden aceptar que, llamándose a sí mismo pan bajado del cielo, insinúe que Dios habla en Él, que Él es la Palabra de Dios vivo.

Pero Jesús no se echa atrás e insiste: Nadie pude venir a mí si el Padre que me envió no se lo concede… Con esto quiere decir que el encuentro con Él es una gracia que Dios da, y que por medio de ella se alcanza la verdadera vida. Yo lo resucitaré en el último día.

Tener acceso a Dios como el bien absoluto, alcanzar una vida que perdura, es una tendencia o aspiración inherente al ser humano, lo afirme o no explícitamente. Tal atracción, de hecho, puede intuirse en toda búsqueda humana de sentido y en toda realización o esfuerzo mediante el cual la persona se trasciende a sí misma.

Pero esto no significa que simplemente por aspirar a ello va a tener acceso directo al misterio del ser divino. Esto se logra por Jesús. El evangelio de Juan presenta a Jesús como el mediador entre los hombres y Dios porque ha venido de Él para acercárnoslo: No que alguien haya visto a Dios. Sólo el que ha venido de Dios ha visto al Padre. En Jesús, se realiza la revelación y cercanía máxima de Dios. Y por eso, quien cree en Él y se adhiere a Él se encuentra con Dios y alcanza el logro pleno de su existencia, que llamamos vida eterna.

Naturalmente, al no reconocer su origen divino y verlo como un simple hombre, los judíos no pueden aceptarlo como el pan del cielo que da vida eterna. Pero Jesús reitera que ésta se ofrece justamente en su humanidad, designada como carne entregada para la vida del mundo. El que come de este pan (quien asimila mi vida, mi modo de ser hombre), vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne (mi persona, la totalidad de lo que yo soy). Y yo la doy para la vida del mundo.

Carne y sangre, para los hebreos, significaban la persona real y concreta. La carne no era solamente el soporte material de la existencia, ni la sangre era simplemente un elemento orgánico de la persona. Carne es toda la persona, y sangre es sinónimo de la vida que Dios da y que a Dios pertenece. Así, pues, comer su carne y beber su sangre significaban entrar en comunión con él, asimilar su modo de ser. Eso es lo que da al hombre la vida que perdura, porque es participación de la vida-amor de Dios, que es más fuerte que la muerte.

Por eso, aunque a los judíos les resultó un lenguaje duro y crudo, Jesús no dudó en emplear el verbo comer, porque comer significa asumir, digerir, asimilar. Diez veces se emplea el verbo comer, en el sentido de masticar, seis veces se menciona la carne y cuatro veces beber su sangre. Comer el cuerpo de Jesús, pan nuestro, es comulgar con Él, convertirnos en Él. Amándolo y comiendo su carne nos hacemos hijos de Dios, entramos en comunión con el Padre y con nuestros semejantes.

Podríamos decir que las dos afirmaciones más importantes del texto son éstas: El que cree tiene vida eterna, y El que come de este pan vivirá para siempre. Creer en Jesús es asumir como propio lo que él es. Comer su cuerpo es asimilar su ser. En esto consiste la «vida eterna» que se nos concede vivir ya desde ahora. No solamente una vida que trasciende la duración del tiempo y sobrepasa los límites de la muerte, sino la vida definitiva, la que todo ser humano anhela. Una vida así sólo es posible si entramos a participar en la vida de Dios. Y eso es justamente lo que Jesús nos ofrece y promete.

miércoles, 21 de abril de 2021

Quien me come no tendrá hambre (Jn 6, 35-40)

P. Carlos Cardó SJ

Glorificación de la Eucaristía, óleo sobre lienzo de Ventura Salimbeni (fines del siglo XVI), Iglesia de San Pedro, Montalcino, Siena, Italia 

Jesús les dijo: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre y el que cree en mí nunca tendrá sed. Sin embargo, como ya les dije, ustedes se niegan a creer aun después de haber visto. Todo lo que el Padre me ha dado vendrá a mí, y yo no rechazaré al que venga a mí, porque yo he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y la voluntad del que me ha enviado es que yo no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite en el último día. Sí, ésta es la decisión de mi Padre: toda persona que al contemplar al Hijo crea en él, tendrá vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día».

Continúa el discurso de Jesús sobre el pan de vida. De todos los símbolos con que ha querido identificar lo que es y la obra que realiza (la vid, la luz, el camino, la puerta, el pastor…), el pan es el que mejor lo designa como fuerza de vida inagotable, Dios que se entrega y se une íntimamente con quien lo acoge. El pan es símbolo de la vida; así como la falta de pan, el hambre, significa muerte. Jesús es el pan que el Padre da para que, quien lo coma, tenga su vida y esté unido a Él para siempre. Esta misión de ser pan que se entrega, Jesús la acepta y la vive hasta el extremo de dar su propia vida en sacrificio para vencer la muerte con su resurrección.

Todas las características del pan se realizan en Él: es don del cielo y fruto de la tierra, humilde y disponible a la vez, sabroso y necesario, da fuerza a quien lo asimila y une entre sí a quienes lo comparten. Pan que ha bajado del cielo, Jesús es Dios que desciende para dar su vida a sus hijos. Por eso, quien se adhiere a Él y hace suyo su modo de ser por medio de la fe, vive ya la vida que durará para siempre.

Los judíos se niegan a aceptar su mensaje porque no comprenden cómo puede un hombre dar a comer su carne. Interpretan mal –quizá maliciosamente– las expresiones de Jesús, comer carne, beber sangre, y reaccionan escandalizados. Con su ejemplo de vida, Él mismo nos demuestra que nunca somos más nosotros mismos, que cuando nos hacemos disponibles para el servicio de nuestros prójimos; entonces nos volvemos como Él, pan para la vida del mundo.

La acogida de Jesús por medio de la fe se asemeja a un ir a Él, dejar la ubicación en que uno se encuentra para trasladarse a donde Él está. Más adelante, en el mismo evangelio de Juan, Jesús hablará de esto como permanecer y  habitar en él y él en nosotros. La fe genera un movimiento de salida que lleva a situarse en otro nivel de existencia, el nivel propio del Hijo.

En ese nuevo ámbito de la existencia ya no es necesario buscar otros panes para vivir, otro alimento para alcanzar y sostener una vida plena, realizada y feliz. No tendrá más hambre… no tendrá más sed. Con su contenido simbólico, los términos “hambre” y “sed” son de una fuerza sugestiva verdaderamente inagotable.

El “hambre” designa toda necesidad vital, todo cuanto la persona humana aspira poder realizar para vivir una vida plena y feliz. Eso sólo lo puede dar Dios que, con su sabiduría, infunde incluso el conocimiento inagotable de la verdad: Los que me comen tendrán más hambre, los que me beben tendrán más sed (Eclo 24,21). La “sed”, por su parte, designa en la Biblia el anhelo de Dios. La sed de los animales que buscan agua se hace imagen del anhelo del creyente, que tiene sed de Dios: Como suspira la cierva por corrientes de agua, así mi alma suspira por ti, mi Dios (Sal 42, 2s).

La determinación de Jesús de dar su vida a todo aquel que lo acoja y a no dejar a nadie fuera, corresponde a la voluntad salvadora del Padre, que no quiere que ninguno de sus hijos se pierda. Todos los que el Padre me dio vendrán a mí. Y yo no rechazaré nunca al que venga a mí. No dejará que se pierda ninguno de sus hermanos que creen en Él, porque el Padre se los ha dado. Es la base de nuestra más honda confianza: pertenecemos a Cristo, el Padre nos lo ha dado a Él y Él da su vida por nosotros.

Hemos sido, pues, destinados al Hijo, predestinados, y este el sentido y dirección de nuestra vida: ir al Hijo, identificarnos con Él, hasta que Él se reproduzca en nosotros. San Pablo dirá: Nos predestinó por decisión gratuita de su voluntad, a ser sus hijos de adopción por medio de Jesucristo (Ef 1,5)... a reproducir la imagen de su Hijo para que también fuera él el primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29s).

Cristo, Hijo de Dios, restituye en el ser humano la imagen de Dios perdida por la culpa y lo hace imprimiéndole la imagen perfecta de hijo de Dios, con derecho a la gloria. Esta gloria, que en Juan es la propia del Hijo unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad (Jn 1, 14), reviste cada vez más al cristiano, hasta el día en que todo él, espíritu y cuerpo, resplandezca con la imagen del hombre celeste (1Cor 15, 49). Es lo que obtendrá Cristo para cada uno de nosotros: Lo resucitaré.