P. Carlos Cardó SJ
Jesús dijo claramente: «El que cree en mí no cree solamente en mí, sino en aquel que me ha enviado. Y el que me ve a mí ve a aquel que me ha enviado. Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que crea en mí no permanezca en tinieblas. Si alguno escucha mis palabras y no las guarda, yo no lo juzgo, porque yo no he venido para condenar al mundo, sino para salvarlo. El que me rechaza y no recibe mi palabra ya tiene quien lo juzgue: la misma palabra que yo he hablado lo condenará el último día. Porque yo no he hablado por mi propia cuenta, sino que el Padre, al enviarme, me ha mandado lo que debo decir y cómo lo debo decir. Yo sé que su mandato es vida eterna, y yo entrego mi mensaje tal como me lo mandó el Padre».
Alzando la voz para que todos en el templo le escuchen, Jesús
proclama que quien cree en Él, cree en Dios que lo ha enviado. Habla de sí
mismo con toda convicción. Todo su discurso está en primera persona. Quiere
hacer ver que es a Él a quien hay que buscar y seguir porque en Él está la
fuente de aguas vivas y a su luz veremos la luz de nuestro destino (cf. Sal 36, 9).
Cristo es el “objeto” de nuestra fe. Quien se adhiere a Él por la
fe, entra en contacto directo con Dios, lo conoce, escucha sus palabras que
liberan y conducen a la máxima realización de su persona. Quien cree en mí, no cree en mí sino en aquel que me envió.
Quien
me ve, ve a quien me envió. Una idea continuamente expuesta
en el evangelio de Juan es que Jesús es el revelador del Padre: quien lo ve, ve
a Dios, al Invisible, a Aquel a quien nadie ha visto. Jesús, el Hijo, nos hace
accesible al Inaccesible. Ya no es la Ley lo que nos da acceso a Dios, como
querían los fariseos. En Jesús conocemos quién es Dios y cómo ama Dios.
Por eso, por ser revelador de Dios, Jesús es luz. Yo, la luz, he venido al mundo para que
quien cree en mí no permanezca en las tinieblas. Asegura, por tanto, a
quien lo sigue el camino hacia la realización auténtica de su ser en Dios. Da a
conocer la realidad como Dios la conoce y conduce a la verdad de nosotros
mismos. Esta luz la llevamos dentro y nos hace ver a Dios como padre y a los
demás como hijos suyos y hermanos nuestros.
Pero Jesús no se impone, no coacciona a nadie; Él invita, ofrece
un don, proclama una buena noticia. Escuchar y acoger sus palabras son un acto
libre, que se hace desde el corazón, de lo contrario no transforma a la persona,
la deja librada a su limitada capacidad de darse a sí misma una duración
eterna, o de lograr la plena realización de sus anhelos. Por eso dice: Si alguno escucha mis palabras y no las
conserva, yo no lo juzgo.
Es la idea expresada en el capítulo 3,19: Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para
que el mundo se salve por él. Es verdad que su Padre no juzga a nadie, sino que le ha dado al Hijo todo el poder de juzgar
(5,22). Pero este juicio que el Hijo realiza
se cumple en la cruz, donde el amor máximo de Dios por nosotros enfrenta la
maldad de este mundo.
Es el propio sujeto quien se condena al rechazar el amor salvador
de Dios. Al negarse a escuchar a Jesús y seguir sus enseñanzas, rechaza su
propia realidad verdadera, vive de manera inauténtica, y eso se pone de manifiesto.
En el evangelio de Juan esto equivale a preferir las tinieblas a la luz. Para quien me rechaza y no acepta mis
palabras hay un juez: las palabras que yo he dicho serán las que lo condenen.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.