miércoles, 14 de abril de 2021

Tanto amó Dios al mundo

 P. Carlos Cardó SJ

Puesta de sol con nubes, fotografía de Pixabay.com en el dominio público

¡Así amó Dios al mundo! Le dio al Hijo Único, para que quien cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió al Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que se salve el mundo gracias a él. Para quien cree en él no hay juicio. En cambio, el que no cree ya se ha condenado, por el hecho de no creer en el Nombre del Hijo único de Dios. Esto requiere un juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Pues el que obra el mal odia la luz y no va a la luz, no sea que sus obras malas sean descubiertas y condenadas. Pero el que hace la verdad va a la luz, para que se vea que sus obras han sido hechas en Dios.

Así fueron los hechos. Israel no quiso oír a Jesús, rechazó su mensaje, no se convirtió, no lo siguió. Como consecuencia de ello, una hostilidad cada vez mayor se desencadenó contra Jesús, como una confabulación para darle muerte: vieron en él una amenaza a la fe, un “blasfemo” que se hacía pasar por Dios y se oponía al culto y a la moral judía: al sábado, al templo, a la doctrina sobre lo puro e impuro. Jesús tuvo conciencia de lo que se tramaba contra él y que podía seguir la suerte de los profetas.

Según la idea de Dios que se tenía, conforme a muchos escritos del Antiguo Testamento, podía esperarse un castigo de Dios a ese pueblo por dar muerte al inocente (Mt 21, 23-46). Pero el Dios que se nos revela en Jesús es un Dios de infinita misericordia. Israel, su pueblo, lo rechaza, pero el amor de Dios no cambia, sigue ofreciendo redención y perdón, mediante la entrega amorosa de su Hijo. Así, pues, frente a la idea de un Dios que castiga, el cristiano sabe que Dios “entrega” a su Hijo como expresión suprema de su amor: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16). San Pablo dirá: ¡Me amó y se entregó a la muerte por mí! (Gal 2,20). Éramos incapaces de salvarnos, pero Cristo murió por los pecadores en el tiempo señalado. Es difícil dar la vida por un hombre de bien; aunque por una persona buena quizá alguien este dispuesto a morir. Pues bien, Dios nos ha mostrado su amor ya que cuando éramos pecadores Cristo murió por nosotros (Rom 5,6-8).

El designio de Dios es claro: quiere salvarnos a todos, no quiere que nadie se pierda, y nos ha hecho ver hasta dónde llega su amor en el amor con que su Hijo, enviado para salvarnos, ha entregado su vida por nosotros. Pero este don determina una crisis, un juicio, pone a todos en una encrucijada, porque puede ser acogido o rechazado. Y esta crisis no es algo que ocurrirá en el pasado, sino que está ocurriendo ahora, es una realidad actual que se desarrolla en la historia y en el interior de cada persona: ahora se puede creer en la salvación que Dios ofrece en Jesucristo o se la puede rechazar. Entonces, el que cree en él no será condenado; por el contrario, el que no cree en él, ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios.

Hay que decir, por tanto, que no es que Dios juzgue y condene, sino que es el hombre mismo quien se juzga con su propia actitud de aceptación o rechazo del amor salvador que Dios le ofrece en su Hijo. Es la propia persona la que, por medio de su fe de aceptación y entrega, se encamina hacia la salvación que Dios le ofrece, o la que con su rechazo echa a perder su vida, entra en la luz o se queda en la tiniebla. La fe, por tanto, pone a toda persona ante una disyuntiva, la pone como en un juicio, pero es la persona misma quien lo ha de resolver, Él es quien se juzga.

Para San Juan, quien no acepta el amor salvador de Dios mediante la fe, ama la oscuridad; quien, en cambio, ama a Dios y se confía a Él, ama la luz. Es cuestión de preferencia, de opción y aceptación libre. Y esto es, pues, mucho más que cometer o no un mal, que cualquiera por su debilidad humana podría hacerlo, pues se trata de preferir o, como dice San Juan, de amarlo.

Preferir el mal, dejarse condicionar por él en el obrar y en la forma de vivir, mantener una conducta contraria al bien y a los valores éticos, conduce a la persona a llevar una vida a escondidas, pues no le queda otra cosa que ocultarla. Quien obra el mal detesta la luz y la rehúye por miedo a que su conducta quede descubierta. Mientras que quien obra el bien, quien cumple con la verdad –dice San Juan–, es decir, quien actúa con lealtad frente a Dios, se acerca a la luz  y queda patente que toda su conducta es inspirada por Dios. 

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