martes, 13 de abril de 2021

Nacer de lo alto (Jn 3, 5a.7-15)

P. Carlos Cardó SJ

Cristo y Nicodemo conversan de noche, óleo sobre lienzo de Crijn Hendricksz Volmarijn (siglo XVII), colección privada, subastado en Christies

Jesús dijo: "No te extrañes de que te haya dicho: Necesitan nacer de nuevo desde arriba. El viento sopla donde quiere, y tú oyes su silbido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Lo mismo le sucede al que ha nacido del Espíritu".

Nicodemo volvió a preguntarle: "¿Cómo puede ser eso?".

Respondió Jesús: "Tú eres maestro en Israel, y ¿no sabes estas cosas? En verdad te digo que nosotros hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto, pero ustedes no aceptan nuestro testimonio. Si ustedes no creen cuando les hablo de cosas de la tierra, ¿cómo van a creer si les hablo de cosas del Cielo? Sin embargo, nadie ha subido al Cielo sino sólo el que ha bajado del Cielo, el Hijo del Hombre. Recuerden la serpiente que Moisés hizo levantar en el desierto: así también tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, y entonces todo el que crea en él tendrá por él vida eterna".

Todo el capítulo 3 de San Juan desarrolla el tema de la fe. Abraza la relación entre la razón, o capacidad de conocer del ser humano, con la fe revelada que se recibe como un don o gracia. La fe no disminuye a la persona humana, ni anula la razón, sino más bien la conduce al conocimiento de la verdad plena, con la cual alcanza la realización de su humanidad. Para Juan hay un conocimiento carnal y un conocimiento espiritual. La razón carnal, cerrada a lo trascendente y a lo sobrenatural, corre el riesgo de dañarse a sí misma, impidiéndole a la persona la posibilidad de alcanzar el conocimiento que le viene dado de lo alto y que lo eleva por encima de todo lo material de este mundo.

La razón iluminada por la fe abre al ser humano al conocimiento de Dios y hace posible la transformación (conversión), pues la persona puede comprender el amor salvador que Dios le ofrece y puede acogerlo. Por eso dirá Jesús esa palabra que recoge el evangelista San Juan: Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo (Jn 17, 3).

El mismo San Juan plantea entonces las condiciones que hacen posible el comprender. Las expresa con tres términos claves: de lo alto o de nuevo, nacimiento espiritual y pneuma, espíritu. La incapacidad para salir del círculo que encierra sobre uno mismo sólo puede ser superada por gracia. Dios la otorga y con ella la persona experimenta un nuevo nacimiento. La expresión pone de relieve ambas cosas: la radical impotencia del hombre y la gratuidad-novedad del don. Nacer de lo alto, o mejor ser engendrado de lo alto, significa nacer a la vida nueva de hijos e hijas; ese es el don del Padre.

Nicodemo, el interlocutor de Jesús que oye estas palabras, entiende el nacer de nuevo simplemente como el sueño de una vida que se rejuvenece a sí misma, no como el don de Dios. No entiende aún que para estar en Dios y entrar en su reino se requiere la gracia del amor salvador que lo hace volver a nacer para encontrarse plenamente realizado en Jesucristo. La fe obra en nosotros una verdadera regeneración.

El Espíritu es el que obra esa regeneración. Fuerza misteriosa que actúa como el viento que arrebata o el agua que purifica e infunde vida, realidad imprevisible e inasible, el Espíritu es la presencia y acción de Dios en nosotros que se puede sin embargo verificar como una capacidad impensada de conocer y de amar.

Después de esto, Jesús alude a la serpiente levantada por Moisés. Esta alusión remite a al anhelo universal de una vida segura, libre de peligros, que tenga un final feliz, no una muerte funesta y sin sentido, que traería abajo nuestra esperanza. Pero ¿quién nos puede asegurar esto? ¿Quién nos garantiza que la vida no se pierde en un final inesperado?

Los israelitas se plantearon estas preguntas fundamentales cuando se vieron atacados en el desierto por una plaga de serpientes que los mordían (Num 21, 4-9). Dios vino en su ayuda y mandó a Moisés levantar una serpiente de bronce en lo alto de un mástil; quienes la miraban quedaban libres del veneno y vivían. Haciendo una comparación, Jesús dice: Así tiene que ser levantado el Hijo del  hombre. Pero hay una distancia enorme entre la salud que obtenían los israelitas con la serpiente de bronce y la vida eterna que Jesús gana para nosotros al ser levantado en la cruz.

Para una mirada exterior, ajena a la fe, aquello no será más que el ajusticiamiento cruel de un simple condenado, un hecho irrelevante para la marcha de la historia. Pero la fe hará mirar en profundidad y captar un sentido oculto a los ojos. El Crucificado no es un pobre judío fracasado que muere cargado de oprobios. Detrás de Él está Dios mismo.

La pasión y muerte de Jesús no son sólo el punto final de su vida, sino el momento supremo en que se pone de manifiesto la relación que hay entre Jesús y Dios, la prueba de que Dios está en Él. Es Dios quien lo ha enviado y entregado por amor a la humanidad entera. El sentido de la muerte de Jesús en la cruz es que Dios “entrega” al Hijo del hombre en manos de los pecadores (Mc 14,41; 10,33.45), y Jesús por su parte, hace suya la voluntad de su Padre y da libremente su vida, revelando así hasta dónde llega el amor de Dios al mundo y hasta dónde llega su propio amor por nosotros. Quien por la fe acepta esto, alcanza la verdad que salva, se confía a ese amor y tiene vida eterna.

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