P. Carlos Cardó SJ
Le dijeron a Jesús: "¿Qué puedes hacer? ¿Qué señal milagrosa haces tú, para que la veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros antepasados comieron el maná en el desierto, según dice la Escritura: Se les dio a comer pan del cielo".
Jesús contestó: "En verdad les digo: No fue Moisés quien les dio el pan del cielo. Es mi Padre el que les da el verdadero pan del cielo. El pan que Dios da es Aquel que baja del cielo y que da vida al mundo".
Ellos dijeron: "Señor, danos siempre de ese pan".
Jesús les dijo: "Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre y el que cree en mí nunca tendrá sed".
Los oyentes de Jesús le piden un signo para creer en Él, que les demuestre de manera visible la
eficacia de la obra que realiza. Argumentan que no necesitan a Jesús porque ya
siguen a Moisés, cuya autoridad quedó demostrada con el signo del maná que
comieron sus antepasados en el desierto.
Así como la mujer Samaritana consideró a Jesús de menor autoridad
que Jacob –¿acaso te consideras más
importante que nuestro padre Jacob, que construyó ese pozo, del que bebió él,
sus hijos y sus ganados?–, así también los galileos de Cafarnaúm ven más
seguro a Moisés, pero sin advertir que Moisés se ha convertido para ellos en
una hecho del pasado, no del presente, una ideología, que ha servido de soporte
a una religión falseada, y a una moral de conveniencia.
Jesús procurará hacerlos pasar de Moisés al Padre Dios, que ofrece
el don de su amor salvador en el presente y da lo que necesitamos para una vida
plena y feliz. Ofrece el paso de la Antigua a la Nueva Alianza, de la Ley antigua
a la ley del amor solidario que resuelve el problema de la vida, simbolizado en
el hambre de pan y de evangelio. Como a la Samaritana que la hizo pasar del
deseo del agua material al del agua viva que sacia toda sed y conduce a la vida
eterna, así también a los galileos los quiere hacer pasar del único pan que les
interesa, el que comieron hasta saciarse, al alimento nuevo, que se comparte
para dar de comer a la multitud, y cuyo significado ellos no han querido
comprender.
Les
aseguro que no fue Moisés quien les dio el pan del cielo. Es mi Padre quien les
da el verdadero pan del cielo. El pan de Dios viene del cielo y da la vida al
mundo.
Claramente Jesús se identifica con el pan del cielo, es decir, el pan de Dios. El pan es símbolo de la vida. Con lenguaje metafórico, los
libros sapienciales (Sabiduría y Salmos, sobre todo) hablan del pan de la
palabra de Dios y concretamente de la ley como alimento que viene del cielo (Dt 8, 3; Sab 16, 20; Sal 119,103). Jesús
supera radicalmente este simbolismo presentándose a sí mismo, y no sólo a su
enseñanza, como el pan de Dios para la vida del pueblo de Israel y de toda la
humanidad. Es Dios que desciende y se hace pan para hacernos compartir su vida
divina.
Sin llegar a comprender el significado del don que Jesús prometía,
la Samaritana le pidió: Señor, dame de
esa agua para que no tenga más sed y no tenga que venir hasta aquí para sacarla.
Los galileos, por su parte, han hecho un cierto proceso en su diálogo con
Jesús y han llegado a situarse en el plano espiritual de las obras de la ley
que había que cumplir (6, 28) y han evocado el pan que Dios dio en el desierto
(6, 31).
Piensan por tanto que Jesús puede ser un rabí extraordinario capaz
de asegurarles el alimento de una enseñanza de la ley que no les falle y los enrumbe
en el camino del bien. En una palabra, se muestran dispuestos a acoger su
enseñanza. Y le piden: Danos siempre de
ese pan. Sin embargo, todavía no comprenden que lo que Jesús les ofrece
como alimento para la vida auténtica no es una simple enseñanza de preceptos
morales ni un conjunto de conocimientos religiosos, sino su propia vida, su
modo de vivir entregado al bien de los demás.
Comerlo, asimilar su ser, conduce a estar con Él, a situarse en la
vida como Él lo hace, a mostrar con el testimonio personal la existencia del Hijo
que se hace pan para los hermanos.
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