P. Carlos Cardó SJ
Ellos, por su parte, contaron lo sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Mientras estaban hablando de todo esto, Jesús estuvo en medio de ellos y les dijo: «Paz a ustedes».
Quedaron atónitos y asustados, pensando que veían algún
espíritu, pero él les dijo: «¿Por qué se desconciertan? ¿Cómo se les ocurre
pensar eso? Miren mis manos y mis pies: soy yo. Tóquenme y fíjense bien que un
espíritu no tiene carne ni huesos como ustedes ven que yo tengo». Y dicho esto
les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creerlo por su gran
alegría y seguían maravillados, les dijo: «¿Tienen aquí algo que comer?».
Ellos, entonces, le ofrecieron un pedazo de pescado asado y
una porción de miel; lo tomó y lo comió delante ellos.
Jesús les dijo: «Todo esto se lo había dicho cuando estaba
todavía con ustedes; tenía que cumplirse todo lo que está escrito en la Ley de
Moisés, en los Profetas y en los Salmos referente a mí».
Entonces les abrió la mente para que entendieran las
Escrituras. Les dijo: «Todo esto estaba escrito: los padecimientos del Mesías y
su resurrección de entre los muertos al tercer día. Luego debe proclamarse en
su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados, comenzando por Jerusalén,
y yendo después a todas las naciones, invitándolas a que se conviertan. Ustedes
son testigos de todo esto».
Los discípulos no se inventaron la fe
en la resurrección, no podían imaginar que la vida del Señor no hubiese acabado
en el sepulcro, ni fueron víctimas de una ilusión. Lo que los evangelios nos demuestran
es que, a consecuencia de la muerte de Jesús, los discípulos quedaron
profundamente abatidos, con sus esperanzas por los suelos, sin nada que hacer
ya, sino disolverse como grupo. Poco después, sin embargo, movidos por el
testimonio dado por unas mujeres, fueron al sepulcro y comprobaron que estaba
vacío; pero aquello se prestaba a diversas interpretaciones y, por sí solo, no
era un hecho contundente que los moviera a aceptar la resurrección.
Ellos la captan y comprenden, no a
partir de sus propias razonamientos y deducciones, sino como una experiencia
que les viene otorgada, como un don, cuya iniciativa la toma el mismo Señor, que
es quien los hace reconocer su presencia en medio de sus búsquedas –como los
que iban a Emaús– o en la comunidad reunida en Jerusalén. Pero les costó
reconocerlo: el miedo, las dudas, la tristeza se lo impedían. Unos quedaron
atónitos sin poder reconocerlo, otros aturdidos en sus dudas y otros creyeron
ver un fantasma.
En el texto de hoy, Lucas relata con realismo la experiencia del
Resucitado que tienen los discípulos e insiste, más que los otros evangelistas,
en la corporalidad del Resucitado. La
razón de esto es que los miembros de la comunidad a los que destinaba su
escrito eran cristianos procedentes de un medio cultural helenista, en el que
muchos creían en la inmortalidad del alma, pero no en la resurrección de los
cuerpos (Hech 17,18.32; 26.8.24),
aunque creían fácilmente en fantasmas.
Para evitar equívocos y disipar dudas, Jesús no sólo les demuestra
su identidad, mostrándoles sus manos y sus pies, sino que se sienta a comer con
ellos. Con este gesto se quiere indicar que él no es un fantasma, sino que está
ante ellos de manera real y concreta. Los discípulos no han tenido una ilusión
ni han visto un espíritu. Pero la resurrección no significa que él ha vuelto a la
vida terrena que antes tenía, destinada de nuevo a morir, sino todo lo
contrario: Dios lo ha hecho pasar a una vida nueva, definitiva, que supera la
muerte porque es una vida que se sitúa en el mismo plano de existencia que la de
Dios. No sólo su espíritu ha vencido a la muerte; toda la persona de Jesús es la
que ha sido salvada de la muerte y subsiste para siempre en su nueva y
definitiva forma de existir en Dios.
Asimismo, Lucas pretende señalar la relación que existe entre la
experiencia que tuvieron los primeros testigos y la que podemos tener hoy:
ellos, a pesar de haber visto y tocado al Resucitado, tienen –al igual que
nosotros– que reconocerlo y creer por la Palabra y el banquete. El relato nos invita,
pues, a sentir presente al Señor escuchando su Palabra, contenida en la
Escritura. Ella nos hace ver que Dios
ha demostrado todo el poder de su amor salvador en Jesús resucitándolo de la
muerte. Ella nos enseña también a confiar en el Señor, seguros de que si con él morimos, viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con
él” (2 Tim 2,11s). Porque si Cristo resucitó, también resucitaremos (cf. 1
Cor 15).
Al
mismo tiempo, el relato enseña a descubrir la presencia del Señor en la comunidad, sobre todo cuando se congrega para la eucaristía. Allí, en la
mesa fraterna, en el banquete del pan único y compartido, que celebramos en
memoria suya, se nos hace presente el Señor, y se realiza la fraternidad por la
acción de su Espíritu.
Finalmente el Señor quiere que sus discípulos se conviertan en
“testigos” de su triunfo sobre el pecado y la muerte. Llevarán este anuncio a
todas las naciones, fortalecidos por la fuerza que les viene del Espíritu
Santo.
Los discípulos “vieron”
y “tocaron”, pero tuvieron que reconocer
y creer. También nosotros tenemos que reconocer y creer. La Palabra nos abre el
entendimiento para comprender lo que hizo por nosotros. El Pan que partimos nos hace comulgar en su Cuerpo y forja nuestra
unidad. Comprobamos lo que nos transmitieron aquellos primeros testigos y nos
animamos a llevar al mundo el mensaje de que la esperanza del ser humano está garantizada.
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