P. Carlos Cardó SJ
Jesús les dijo: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre y el que cree en mí nunca tendrá sed. Sin embargo, como ya les dije, ustedes se niegan a creer aun después de haber visto. Todo lo que el Padre me ha dado vendrá a mí, y yo no rechazaré al que venga a mí, porque yo he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y la voluntad del que me ha enviado es que yo no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite en el último día. Sí, ésta es la decisión de mi Padre: toda persona que al contemplar al Hijo crea en él, tendrá vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día».
Continúa
el discurso de Jesús sobre el pan de vida. De todos los símbolos con que ha
querido identificar lo que es y la obra que realiza (la vid, la luz, el camino,
la puerta, el pastor…), el pan es el que mejor lo designa como fuerza de vida
inagotable, Dios que se entrega y se une íntimamente con quien lo acoge. El pan
es símbolo de la vida; así como la falta de pan, el hambre, significa muerte.
Jesús es el pan que el Padre da para que, quien lo coma, tenga su vida y esté
unido a Él para siempre. Esta misión de ser pan que se entrega, Jesús la acepta
y la vive hasta el extremo de dar su propia vida en sacrificio para vencer la
muerte con su resurrección.
Todas las características del pan se realizan en Él: es don del
cielo y fruto de la tierra, humilde y disponible a la vez, sabroso y necesario,
da fuerza a quien lo asimila y une entre sí a quienes lo comparten. Pan que ha bajado del cielo, Jesús es Dios
que desciende para dar su vida a sus hijos. Por eso, quien se adhiere a Él y
hace suyo su modo de ser por medio de la fe, vive ya la vida que durará para siempre.
Los judíos se niegan a aceptar su mensaje porque no comprenden
cómo puede un hombre dar a comer su carne. Interpretan mal –quizá
maliciosamente– las expresiones de Jesús, comer carne, beber sangre, y
reaccionan escandalizados. Con su ejemplo de vida, Él mismo nos demuestra que
nunca somos más nosotros mismos, que cuando nos hacemos disponibles para el
servicio de nuestros prójimos; entonces nos volvemos como Él, pan para la vida
del mundo.
La acogida de Jesús por medio de la fe se asemeja a un ir a Él,
dejar la ubicación en que uno se encuentra para trasladarse a donde Él está. Más
adelante, en el mismo evangelio de Juan, Jesús hablará de esto como permanecer y habitar en él y él en
nosotros. La fe genera un movimiento de salida que lleva a situarse en otro
nivel de existencia, el nivel propio del Hijo.
En ese nuevo ámbito de la existencia ya no es necesario buscar
otros panes para vivir, otro alimento para alcanzar y sostener una vida plena,
realizada y feliz. No tendrá más hambre…
no tendrá más sed. Con su contenido simbólico, los términos “hambre” y
“sed” son de una fuerza sugestiva verdaderamente inagotable.
El “hambre” designa toda necesidad vital, todo cuanto la persona
humana aspira poder realizar para vivir una vida plena y feliz. Eso sólo lo puede
dar Dios que, con su sabiduría, infunde incluso el conocimiento inagotable de
la verdad: Los que me comen tendrán más
hambre, los que me beben tendrán más sed (Eclo 24,21). La “sed”, por su
parte, designa en la Biblia el anhelo de Dios. La sed de los animales que
buscan agua se hace imagen del anhelo del creyente, que tiene sed de Dios: Como suspira la cierva por corrientes de
agua, así mi alma suspira por ti, mi Dios (Sal 42, 2s).
La determinación de Jesús de dar su vida a todo aquel que lo acoja
y a no dejar a nadie fuera, corresponde a la voluntad salvadora del Padre, que
no quiere que ninguno de sus hijos se pierda. Todos los que el Padre me dio vendrán a mí. Y yo no rechazaré nunca al
que venga a mí. No dejará que se pierda ninguno de sus hermanos que creen en
Él, porque el Padre se los ha dado. Es la base de nuestra más honda confianza:
pertenecemos a Cristo, el Padre nos lo ha dado a Él y Él da su vida por
nosotros.
Hemos sido, pues, destinados al Hijo, predestinados, y este el
sentido y dirección de nuestra vida: ir al Hijo, identificarnos con Él, hasta
que Él se reproduzca en nosotros. San Pablo dirá: Nos predestinó por decisión gratuita de su voluntad, a ser sus hijos de
adopción por medio de Jesucristo (Ef 1,5)... a reproducir la imagen de su Hijo para que también fuera él el
primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29s).
Cristo, Hijo de Dios, restituye en el ser humano la imagen de Dios
perdida por la culpa y lo hace imprimiéndole la imagen perfecta de hijo de Dios,
con derecho a la gloria. Esta gloria, que en Juan es la propia del Hijo unigénito
del Padre lleno de gracia y de verdad
(Jn 1, 14), reviste cada vez más al cristiano, hasta el día en que todo él, espíritu
y cuerpo, resplandezca con la imagen del hombre celeste (1Cor 15, 49). Es lo que obtendrá Cristo para cada uno de nosotros: Lo resucitaré.
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