P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, uno de los doce, llamado Judas Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso: "¿Qué están dispuestos a darme si se los entrego?".
Ellos
se ajustaron con él en treinta monedas. Y desde entonces andaba buscando
ocasión propicia para entregarlo.
El
primer día de los ázimos se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron:
"¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?".
El
contesto: "Id a casa de tal hombre, y decidle: ‘El Maestro dice: mi
momento está cerca; deseo celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos’".
Los
discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua. Al
atardecer se puso a la mesa con los doce.
Mientras
comían, dijo: "Les aseguro que uno de ustedes me va a entregar".
Ellos,
consternados, se pusieron a preguntarle uno tras otro: "¿Soy yo acaso,
Señor?".
El
respondió: "El que ha mojado en la misma fuente que yo, ése me va a
entregar. El Hijo el Hombre se va como está escrito de él; pero: ¡ay del que va
a entregar al Hijo del Hombre!, más le valdría no haber nacido".
Entonces
preguntó Judas, el que lo iba a entregar: "¿Soy yo acaso, Maestro?".
El
respondió: "Tú lo has dicho".
Con la traición de
Judas, uno de los más íntimos de Jesús, el evangelista Mateo acentúa la atroz
oscuridad en que va a desarrollarse la historia de la pasión del Señor. Es
verdad que deja constancia de que todo iba a suceder conforme lo había ya predicho
Jesús y de acuerdo a un designio de Dios (26, ls); sabe también, cuando escribe
su evangelio, que de la oscuridad de la pasión brotará la luz de la
resurrección, (16, 21; 17,23; 20, 19), pero lo que nos narra mantiene todo el
carácter enigmático, sobrecogedor y nunca dominable del todo que tuvieron los
acontecimientos de la pasión y muerte del Señor para los primeros testigos.
Jesús había anunciado que el Hijo
del hombre después de dos días iba a ser entregado e iba a sufrir muerte de
cruz (26, 2). Ahora asegura que ha llegado ya «la hora» (26, 45s), «su tiempo».
Habla de ello con toda conciencia, empeñándose a sí mismo, y como quien se ha
determinado a dar cumplimiento a la obra que se le ha encomendado. No va
pasivamente. El Hijo del hombre no ha
venido para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por todos,
había dicho claramente (Mt 20,28). Y
en el evangelio de Juan es más enfático aún: A mí nadie me quita la vida, sino que yo la doy por mi propia voluntad.
Tengo poder para darla y para recuperarla (Jn 10,18).
Este señorío personal y
determinación con que procede Jesús se muestra también en la orden que da a
continuación a sus discípulos para que preparen su cena pascual y en la forma
como dispone de la casa de un desconocido de Jerusalén para celebrarla. Los
discípulos obedecen. Consciente o inconscientemente realizan lo propio del
discípulo, que es cumplir lo que el Maestro les dice, o lo propio de los
familiares de Jesús que es cumplir la voluntad de su Padre que está en los
cielos (12, 50).
Al
atardecer, se puso a la mesa con los Doce. Cae la noche
del poder del mal y de las tinieblas. Y Jesús anuncia que uno de sus discípulos
lo va a entregar. El clima se ensombrece aún más por el desánimo y la tristeza que
embarga a los discípulos. Consternados, uno a uno le preguntan: ¿Acaso soy yo, Señor? Nunca han pensado
una cosa así y, naturalmente, esperan una respuesta negativa. Pero la situación
es tan dramática que los ha puesto inseguros.
El cristiano puede identificar
dentro de sí la inseguridad que sienten los discípulos y puede ver reflejadas
en su pregunta sus propias inquietudes sobre la baja calidad de su relación con
Jesús, sobre sus incoherencias y la posibilidad de traicionar al Señor por la
inestable fragilidad de la naturaleza humana. No hay razón para identificarse
con el Iscariote, pero es indudable que su siniestra figura habla de la
realidad que nos cuesta admitir: el pecado del mundo que actúa en nosotros.
De ese mundo nos salva el Señor. Y
quiere salvar a su discípulo. Es impresionante el modo como Jesús trata a
Judas. No lo avergüenza, no profiere contra él insulto alguno ni lo censura
abierta y drásticamente. Se limita simplemente a decirle: Tú lo has dicho. Sin ser una expresión agresiva, es una afirmación confirmatoria
que encierra tal vez una amonestación indulgente, como esperando que se
arrepienta. Pero la distancia está trazada, la separación se ha consumado. El
amor de Jesús por su discípulo no se contradice con la calificación que hace del
pecado de Judas. El
Hijo del hombre se va, tal como está escrito de él, pero ¡ay de aquel que
entrega al Hijo del hombre! ¡Más le valdría
no haber nacido!
Mateo, a diferencia de Juan, no
dice si Judas salió inmediatamente de la sala, pero se supone. Volverá a aparecer
en el Huerto de los Olivos para entregar con un beso a su Señor.