miércoles, 31 de marzo de 2021

Cena pascual y anuncio de la traición (Mt 26, 14-25)

P. Carlos Cardó SJ

La última cena, óleo sobre lienzo de Anastasiya Poniatowska (2006), Galería de Arte de Gozo, Malta

En aquel tiempo, uno de los doce, llamado Judas Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso: "¿Qué están dispuestos a darme si se los entrego?".

Ellos se ajustaron con él en treinta monedas. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo.

El primer día de los ázimos se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: "¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?".

El contesto: "Id a casa de tal hombre, y decidle: ‘El Maestro dice: mi momento está cerca; deseo celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos’".

Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua. Al atardecer se puso a la mesa con los doce.

Mientras comían, dijo: "Les aseguro que uno de ustedes me va a entregar".

Ellos, consternados, se pusieron a preguntarle uno tras otro: "¿Soy yo acaso, Señor?".

El respondió: "El que ha mojado en la misma fuente que yo, ése me va a entregar. El Hijo el Hombre se va como está escrito de él; pero: ¡ay del que va a entregar al Hijo del Hombre!, más le valdría no haber nacido".

Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar: "¿Soy yo acaso, Maestro?".

El respondió: "Tú lo has dicho".

Con la traición de Judas, uno de los más íntimos de Jesús, el evangelista Mateo acentúa la atroz oscuridad en que va a desarrollarse la historia de la pasión del Señor. Es verdad que deja constancia de que todo iba a suceder conforme lo había ya predicho Jesús y de acuerdo a un designio de Dios (26, ls); sabe también, cuando escribe su evangelio, que de la oscuridad de la pasión brotará la luz de la resurrección, (16, 21; 17,23; 20, 19), pero lo que nos narra mantiene todo el carácter enigmático, sobrecogedor y nunca dominable del todo que tuvieron los acontecimientos de la pasión y muerte del Señor para los primeros testigos.

Jesús había anunciado que el Hijo del hombre después de dos días iba a ser entregado e iba a sufrir muerte de cruz (26, 2). Ahora asegura que ha llegado ya «la hora» (26, 45s), «su tiempo». Habla de ello con toda conciencia, empeñándose a sí mismo, y como quien se ha determinado a dar cumplimiento a la obra que se le ha encomendado. No va pasivamente. El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por todos, había dicho claramente (Mt 20,28). Y en el evangelio de Juan es más enfático aún: A mí nadie me quita la vida, sino que yo la doy por mi propia voluntad. Tengo poder para darla y para recuperarla (Jn 10,18).

Este señorío personal y determinación con que procede Jesús se muestra también en la orden que da a continuación a sus discípulos para que preparen su cena pascual y en la forma como dispone de la casa de un desconocido de Jerusalén para celebrarla. Los discípulos obedecen. Consciente o inconscientemente realizan lo propio del discípulo, que es cumplir lo que el Maestro les dice, o lo propio de los familiares de Jesús que es cumplir la voluntad de su Padre que está en los cielos (12, 50).

Al atardecer, se puso a la mesa con los Doce. Cae la noche del poder del mal y de las tinieblas. Y Jesús anuncia que uno de sus discípulos lo va a entregar. El clima se ensombrece aún más por el desánimo y la tristeza que embarga a los discípulos. Consternados, uno a uno le preguntan: ¿Acaso soy yo, Señor? Nunca han pensado una cosa así y, naturalmente, esperan una respuesta negativa. Pero la situación es tan dramática que los ha puesto inseguros.

El cristiano puede identificar dentro de sí la inseguridad que sienten los discípulos y puede ver reflejadas en su pregunta sus propias inquietudes sobre la baja calidad de su relación con Jesús, sobre sus incoherencias y la posibilidad de traicionar al Señor por la inestable fragilidad de la naturaleza humana. No hay razón para identificarse con el Iscariote, pero es indudable que su siniestra figura habla de la realidad que nos cuesta admitir: el pecado del mundo que actúa en nosotros.

De ese mundo nos salva el Señor. Y quiere salvar a su discípulo. Es impresionante el modo como Jesús trata a Judas. No lo avergüenza, no profiere contra él insulto alguno ni lo censura abierta y drásticamente. Se limita simplemente a decirle: Tú lo has dicho. Sin ser una expresión agresiva, es una afirmación confirmatoria que encierra tal vez una amonestación indulgente, como esperando que se arrepienta. Pero la distancia está trazada, la separación se ha consumado. El amor de Jesús por su discípulo no se contradice con la calificación que hace del pecado de Judas. El Hijo del hombre se va, tal como está escrito de él, pero ¡ay de aquel que entrega al Hijo del hombre! ¡Más le valdría  no haber nacido!

Mateo, a diferencia de Juan, no dice si Judas salió inmediatamente de la sala, pero se supone. Volverá a aparecer en el Huerto de los Olivos para entregar con un beso a su Señor.

martes, 30 de marzo de 2021

Traición de Judas y anuncio de las negaciones de Pedro (Jn 13, 21-30-38)

P. Carlos Cardó SJ

Judas, óleo sobre lienzo de Nikolai Ge (1891), Galería Tretyakov, Moscú, Rusia

Tras decir estas cosas, Jesús se conmovió en su espíritu y dijo con toda claridad: «En verdad les digo: uno de ustedes me va a entregar».

Los discípulos se miraron unos a otros, pues no sabían a quién se refería. Uno de sus discípulos, el que Jesús amaba, estaba recostado junto a él en la mesa, y Simón Pedro le hizo señas para que le preguntara de quién hablaba.

Se volvió hacia Jesús y le preguntó: «Señor, ¿quién es?».

Jesús le contestó: «Voy a mojar un pedazo de pan en el plato. Aquél al cual se lo dé, ése es». Jesús mojó un pedazo de pan y se lo dio a Judas Iscariote, hijo de Simón. Apenas Judas tomó el pedazo de pan, Satanás entró en él.

Entonces Jesús le dijo: «Lo que vas a hacer, hazlo pronto». Y era de noche.

Cuando Judas salió,  Jesús dijo: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en él. Por lo tanto, Dios lo va a introducir en su propia Gloria, y lo glorificará muy pronto. Hijitos míos, yo estaré con ustedes por muy poco tiempo. Me buscarán, y como ya dije a los judíos, ahora se lo digo a ustedes: donde yo voy, ustedes no pueden venir».

Simón Pedro le preguntó: «Señor, ¿adónde vas?».

Jesús le respondió: «Adonde yo voy no puedes seguirme ahora, pero me seguirás más tarde».

Pedro le dijo: «Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Estoy dispuesto a dar mi vida por ti». Jesús le respondió: «¿Dar tú la vida por mí? En verdad te digo que antes de que cante el gallo me habrás negado tres veces».

Llama la atención la falta de conciencia de los discípulos de que en medio de la comunidad puede actuar la traición. Judas es uno de los Doce. La traición no viene de fuera, está dentro, entre los amigos: ¡uno de ustedes! Está el mundo de arriba, de Dios, de la verdad y de la luz, y está el mundo de abajo, del maligno, mundo de la mentira y de la oscuridad. Y el hecho es que este mundo que se opone a Cristo influye y actúa en la comunidad.

Muchas preguntas puede suscitar el texto de la traición de Judas. ¿Impotencia de Dios ante la libertad del hombre? ¿Es inevitable el mal? La respuesta es que Dios no puede dejar de respetar la libertad humana, por la cual su criatura es imagen y semejanza suya. Pero queda claro que sólo cuando se rechaza a la luz, viene la tiniebla. Sólo cuando Judas, con el mal uso de su libertad, decide abandonar al Señor, entra el diablo en él. Jesús no se inmuta, sigue dueño de la situación, porque la luz vencerá a la tiniebla, aunque ésta tenga “su hora” y su poder. Dios se dejará vencer en la cruz de su Hijo para triunfar. Sólo así puede librarnos de la muerte, máximo poder y aparente triunfo del mal.

Otra pregunta que el texto puede plantear tiene que ver con la posibilidad de la perdición y la salvación. Parece no haber alternativa, o una cosa o la otra. Pero somos salvados precisamente porque estábamos perdidos. Y esa es nuestra fe: Estábamos incapacitados de salvarnos, pero Cristo murió por los culpables… Dios nos ha mostrado su amor ya que cuando aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros (Rom 5, 6.8). Judas encarna la posibilidad de la perdición, de la que Jesús salva. Judas es la realidad que nos cuesta admitir: el pecado del mundo del que somos partícipes y que puede echar a perder nuestra vida. Pero este mundo perdido es amado por Dios.

La fidelidad del amor de Dios por todos sus hijos e hijas se muestra en Jesús: Ama a Judas y da la vida por él. No puede no amarlo (no puede odiarlo) porque es el amor de Dios encarnado, y dejaría de ser Dios, sería un simple hombre. Por eso, la traición de Judas equivale en el evangelio de Juan a la glorificación del Hijo, es decir, a la revelación máxima del poder salvador del amor.

Jesús ama al discípulo: muestra de ello es el darle el trozo de pan mojado en la salsa, en gesto de amistad y cercanía. Pero con el bocado entró Satanás en Judas y Jesús lo exhorta a actuar. Los discípulos no entienden. Judas sale y es la noche. Lo envuelve la tiniebla. Como a los Doce cuando se fueron en barca después de lo de los panes…Fuera de la comunidad de Jesús sólo hay noche.

El pasaje de Judas saca al discípulo de la presunción de salvarse por sus propios méritos, y lo libra también de la angustia de perderse. Hace ver que la salvación es un amor que no se niega a nadie, ni a quien lo niega y traiciona. Dios nos ama porque somos sus hijos.

Pedro pregunta: ¿A dónde vas, Señor? Ni siquiera al final del largo recorrido con el Maestro ha comprendido que su partida responde al plan de Dios; sigue en el nivel de los pensamientos de los hombres. Intuye, no obstante, que algo malo le puede suceder y exclama, en un arranque más de su carácter impulsivo: ¿por qué no puedo seguirte? Yo daría la vida por ti.  

Y Jesús le anuncia sus negaciones. Pedro debe entender que el seguimiento de Jesús –cuya cúspide es el martirio– no depende de las fuerzas humanas. Como Judas, Pedro debe deponer la presunción de salvarse por sus propios méritos. A la luz de la resurrección, vuelto de sus pruebas, Pedro reconocerá que lo que salva no es el dar la vida por el Señor, sino que el Señor haya dado su vida por nuestra salvación. Cuando haya conocido verdaderamente su amor, estará listo para seguirlo hasta el final y nadie podrá arrancarlo de su mano.

lunes, 29 de marzo de 2021

La Unción en Betania (Jn 12, 1- 8)

P. Carlos Cardó SJ

La mujer pecadora lavando y besando los pies de Jesús, grabado de autor anónimo publicado en Historia Bíblica, Nuevo Testamento (Alemania 1859)

Seis días antes de la Pascua fue Jesús a Betania, donde estaba Lázaro, a quien Jesús había resucitado de entre los muertos.

Allí lo invitaron a una cena. Marta servía y Lázaro estaba entre los invitados. María, pues, tomó una libra de un perfume muy caro, hecho de nardo puro, le ungió los pies a Jesús y luego se los secó con sus cabellos, mientras la casa se llenaba del olor del perfume.

Judas Iscariote, el discípulo que iba a entregar a Jesús, dijo: «Ese perfume se podría haber vendido en trescientas monedas de plata para ayudar a los pobres». En realidad no le importaban los pobres, sino que era un ladrón, y como estaba encargado de la bolsa común, se llevaba lo que echaban en ella.

Pero Jesús dijo: «Déjala, pues lo tenía reservado para el día de mi entierro. A los pobres los tienen siempre con ustedes, pero a mí no me tendrán siempre».

Muchos judíos supieron que Jesús estaba allí y fueron, no sólo por ver a Jesús, sino también por ver a Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Entonces los jefes de los sacerdotes pensaron en dar muerte también a Lázaro, pues por su causa muchos judíos se alejaban de ellos y creían en Jesús.

Jesús va a Betania, donde ha devuelto la vida a Lázaro. Le ofrecen allí una cena de acción de gracias. Por la forma como lo relata San Juan, es un anticipo de la última cena en la que Jesús instituirá el memorial de su muerte y resurrección.

Marta, María, Lázaro y los invitados, con Jesús como centro, simbolizan a la comunidad de los creyentes que celebra la Cena del Señor y lo hace presente por los siglos. Se destaca la figura de María y su ofrenda de un perfume finísimo, con el que rinde homenaje a Jesús y le demuestra toda su gratitud por lo que ha hecho en favor de su hermano. Las alusiones implícitas al Cantar de los Cantares (el perfume de nardo 1,12; los cabellos 7,6) permiten suponer que Juan ve en la mujer de Betania un símbolo de la Iglesia-esposa, que rinde homenaje a su Señor.

La acción que realiza María es propia de los sirvientes de casa: ungir o lavar los pies del invitado en señal de bienvenida; pero ella lo hace como muestra de un amor que da sin llevar cuentas. Así es el amor auténtico. Todas las riquezas de la casa no bastan para comprarlo (Cant 8,7). Por eso, María lo demuestra con su regalo de un perfume carísimo que resulta excesivo a quien no conoce ni siente tal amor. Del mismo modo, el gesto de Jesús de lavar los pies de sus discípulos en la última cena, será para Juan la demostración de que Jesús, con la entrega de su vida, ha llevado su amor hasta el extremo. Este amor, expresión de la donación de uno mismo, será el distintivo de la comunidad. En esto conocerán que son ustedes mis discípulos…

El perfume adquiere importancia central en el relato. Toda la casa se llenó de la fragancia del perfume. Todos en la comunidad han sido alcanzados por el espíritu del Señor, espíritu del amor. San Pablo dirá que Dios, valiéndose de nosotros esparce en todo lugar la fragancia de su conocimiento. Porque nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo…, olor de vida que lleva a la vida (2 Cor 2, 15-16).

No se puede guardar la fe como algo puramente íntimo, privado. El perfume se expande. Así como el pan es para ser partido y consumido, así también la esencia del perfume es expandirse y desaparecer. Un pan que se guarda no alimenta, no sirve para nada; un perfume que se guarda en sí mismo no es perfume. Por eso es símbolo de Dios cuya esencia, el amor, es expansivo, se da siempre. Es símbolo de Cristo que no se guarda para sí sino que sirve y se entrega totalmente. Y es símbolo del cristiano, hecho para la donación generosa en el servicio, a imitación del Señor.

Se podría decir, también, que el frasco de perfume roto es otro símbolo, porque sugiere la idea de las opciones fundamentales y de los compromisos definitivos y para siempre, por medio de los cuales la persona lo da todo de una vez y para siempre, sin dejar abierta la posibilidad de echarse atrás.

Judas protesta. Encarna al mundo que rechaza el don del amor salvador que Dios ofrece y el camino hacia la plena realización humana por medio del amor de donación y servicio. Este mundo no aprecia el valor de la entrega sacrificada que da más de lo que es preciso; actitudes así le parecen despilfarro, derroche inexplicable. Pero además, Judas aparece designado específicamente como el que lo iba a traicionar, y su protesta, mentirosa, que no busca el bien de los pobres sino obtener provecho de la venta del perfume, deja ver la razón última de su traición: no ha aceptado al Señor, nunca lo ha comprendido, lo ha seguido pero por su propio interés y le molesta su mensaje del amor que salva.

María sí ha entendido al Señor. Por su parte, Jesús la defiende e interpreta su muestra de afecto como una acción profética. Prepara mi cuerpo para la sepultura. Anticipa la experiencia pascual de las mujeres que irán con perfumes de mirra y áloe a embalsamar el cuerpo de Jesús. Pero a diferencia de ellas que irán a honrar a un difunto, María honra al que está vivo y da la vida, al gran Viviente que vencerá a la muerte

La frase de Jesús que viene a continuación puede resultar difícil de entender, pero se entiende si se la ve como una alusión al texto del Deuteronomio: No dejará de haber pobres en medio del país (Dt 15, 11), que remite al mandamiento de Dios de socorrer a los necesitados. Esta orden sagrada valdrá siempre, mientras la injusticia siga dominando en el mundo. El sentido de la frase de Jesús sería éste: «Hay que ocuparse siempre de los pobres, pero María ha hecho bien al ocuparse hoy de mí».

Ocasiones para demostrar amor a los pobres las habrá siempre, pero la oportunidad de tributar a Jesús tal demostración de amor no se da sino ahora y María lo ha entendido.

En resumen, el pasaje transmite la lección de la generosidad plena. No perdemos lo que entregamos. El amor generoso, que da sin llevar cuenta, será siempre el distintivo del verdadero discípulo. 

domingo, 28 de marzo de 2021

Homilía del Domingo de Ramos – Pasión y muerte de Nuestro Señor (Mc 14, 1-15, 47)

P. Carlos Cardó SJ

Entrada de Jesús en Jerusalén, óleo sobre lienzo de Pedro de Orriente (1620), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia

Faltaban dos días para la Fiesta de Pascua y de los Panes Azimos. Los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley buscaban la manera de detener a Jesús con astucia para darle muerte, pero decían: «No durante la fiesta, para que no se alborote el pueblo».

Jesús estaba en Betania, en casa de Simón el Leproso. Mientras estaban comiendo, entró una mujer con un frasco precioso como de mármol, lleno de un perfume muy caro, de nardo puro; quebró el cuello del frasco y derramó el perfume sobre la cabeza de Jesús.

Entonces algunos se indignaron y decían entre sí: «¿Cómo pudo derrochar este perfume? Se podría haber vendido en más de trescientas monedas de plata para ayudar a los pobres». Y estaban enojados contra ella.

Pero Jesús dijo: «Déjenla tranquila. ¿Por qué la molestan? Lo que ha hecho conmigo es una obra buena. Siempre tienen a los pobres con ustedes, y en cualquier momento podrán ayudarlos, pero a mí no me tendrán siempre. Esta mujer ha hecho lo que tenía que hacer, pues de antemano ha ungido mi cuerpo para la sepultura. En verdad les digo: dondequiera que se proclame el Evangelio, en todo el mundo, se contará también su gesto y será su gloria».

Entonces Judas Iscariote, uno de los Doce, fue donde los jefes de los sacerdotes para entregarles a Jesús. Se felicitaron por el asunto y prometieron darle dinero.

Y Judas comenzó a buscar el momento oportuno para entregarlo.

El primer día de la fiesta en que se comen los panes sin levadura, cuando se sacrificaba el Cordero Pascual, sus discípulos le dijeron: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la Cena de la Pascua?».

Entonces Jesús mandó a dos de sus discípulos y les dijo: «Vayan a la ciudad, y les saldrá al encuentro un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo hasta la casa en que entre y digan al dueño: El Maestro dice: ¿Dónde está mi pieza, en que podré comer la Pascua con mis discípulos? El les mostrará en el piso superior una pieza grande, amueblada y ya lista. Preparen todo para nosotros».
En ese momento uno de los que estaban con Jesús sacó la espada e hirió al servidor del Sumo Sacerdote cortándole una oreja. Jesús dijo a la gente: «A lo mejor buscan un ladrón y por eso salieron a detenerme con espadas y palos. ¿Por qué no me detuvieron cuando día tras día estaba entre ustedes enseñando en el Templo? Pero tienen que cumplirse las Escrituras».

Y todos los que estaban con Jesús lo abandonaron y huyeron.

Un joven seguía a Jesús envuelto sólo en una sábana, y lo tomaron; pero él, soltando la sábana, huyó desnudo.

Llevaron a Jesús ante el Sumo Sacerdote, y todos se reunieron allí; estaban los jefes de los sacerdotes, las autoridades judías y los maestros de la Ley. Pedro lo había seguido de lejos hasta el patio interior del Sumo Sacerdote, y se sentó con los policías del Templo, calentándose al fuego.

Los jefes de los sacerdotes y todo el Consejo Supremo buscaban algún testimonio que permitiera condenar a muerte a Jesús, pero no lo encontraban. Varios se presentaron con falsas acusaciones contra él, pero no estaban de acuerdo en lo que decían. Algunos lanzaron esta falsa acusación: «Nosotros le hemos oído decir: Yo destruiré este Templo hecho por la mano del hombre, y en tres días construiré otro no hecho por hombres». Pero tampoco con estos testimonios estaban de acuerdo.

Entonces el Sumo Sacerdote se levantó; pasó adelante y preguntó a Jesús: «¿No tienes nada que responder? ¿Qué es este asunto de que te acusan?».

Pero él guardaba silencio y no contestaba. De nuevo el Sumo Sacerdote le preguntó: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios Bendito?».

Jesús respondió: «Yo soy, y un día verán al Hijo del Hombre sentado a la derecha de Dios poderoso y viniendo en medio de las nubes del cielo».

El Sumo Sacerdote rasgó sus vestiduras horrorizado y dijo: «¿Para qué queremos ya testigos? Ustedes acaban de oír sus palabras blasfemas. ¿Qué les parece?». Y estuvieron de acuerdo en que merecía la pena de muerte.

Después algunos empezaron a escupirle. Le cubrieron la cara y le golpeaban antes de preguntarle: «¡Hazte el profeta!» Y los policías del Templo lo abofeteaban.

Mientras Pedro estaba abajo, en el patio, pasó una de las sirvientas del Sumo Sacerdote. Al verlo cerca del fuego, lo miró fijamente y le dijo: «Tú también andabas con Jesús de Nazaret».

Las negaciones de Pedro, pintura al temple sobre tabla de Duccio di Buoninsegna (1308 – 1311), que forma parte del retablo La Maestá Museo dell’Opera del Duomo, Siena, Italia

El lo negó: «No lo conozco, ni entiendo de qué hablas.» Y salió al portal.

Pero lo vio la sirvienta y otra vez dijo a los presentes: «Este es uno de ellos». Y Pedro lo volvió a negar.

Después de un rato, los que estaban allí dijeron de nuevo a Pedro: «Es evidente que eres uno de ellos, pues eres galileo».

Entonces se puso a maldecir y a jurar: «Yo no conozco a ese hombre de quien ustedes hablan».

En ese momento se escuchó el segundo canto del gallo. Pedro recordó lo que Jesús le había dicho: «Antes de que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres», y se puso a llorar.

La liturgia de hoy, Domingo de Ramos, nos ofrece juntos el triunfo de Jesús y su pasión. Con los niños hebreos y la multitud de Jerusalén, llevando ramas de olivo, salimos al encuentro del Señor y lo aclamamos como rey salvador: “Hosanna al Hijo de David. Bendito el que viene en nombre del Señor”. Admira el modo como Jesús asume su condición de rey: la humildad pacífica que le lleva a entrar en la ciudad montado sobre un burrito. Su grandeza no se manifiesta en el dominio y la fuerza, sino en el servicio y la entrega de su vida. Su reino no es de este mundo.

La Pasión según San Marcos es un relato “denso” con una fuerte carga existencial. No es una fría declaración de principios y verdades sino una narración viva del misterio de la vida, pasión y muerte de Jesús. Es la historia de su fidelidad hasta la muerte, de su confianza total en Dios, de su solidaridad con la humanidad sufriente. Las tres lecturas de hoy (Is 50, 4-7; Flp 2, 6-11 y Mc 14, 1-17, 47) nos hacen ver cómo se identifica Dios con la humanidad dolorida, la de antes, la de entonces y la de  ahora.

El Siervo de Yahvé, probado en el sufrimiento, es capaz de decir una palabra alentadora al cansado (Isaías 50, 4), porque participa de su dolor. El Siervo de Yahvé es figura de Jesús, que al compartir nuestros dolores hasta entregar su vida por nosotros, nos da la prueba máxima de su amor por nosotros; “haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre;  se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y una muerte de cruz” (Flp 2,7-8) “Por eso Dios lo levantó sobre todo”.

Hoy iniciamos la Semana Santa. Recorreremos el mismo camino de Jesús, de dolor, amor y gloria. La muerte en cruz es camino de victoria. Celebramos la Pascua, el triunfo del amor con que Dios nos amó. Sin embargo, constatamos que la Semana Santa se convierte para  muchos en semana de vacaciones… Por más que aquí y en muchas parroquias hay en estas fechas diversos actos que ayudan a vivir el significado de estos días: oficios santos, adoración, vía crucis… Son días para meditar. Es muy provechoso hacer una lectura pausada de los textos litúrgicos de estos días o de alguno de los relatos de la pasión.

Celebrar la Semana Santa es creer que Dios en Jesús con infinito amor ama a todos sus hijos e hijas, a los que vienen estos días a la iglesia y a los que no acudirán a ella. Todos caben en su corazón. Es también agradecimiento por el amor «increíble» de Dios y deseo de vivir como Jesús solidarizándonos con los crucificados.

sábado, 27 de marzo de 2021

Conviene que un hombre muera (Jn 11, 45-47)

 P. Carlos Cardó SJ

Jesús con la cruz a cuestas, óleo sobre lienzo de Jan Sanders van Hemessen (1553), Museo Cristiano, Ezstergom, Hungría

Muchos judíos que habían ido a visitar a María y vieron lo que hizo creyeron en él. Pero algunos fueron y contaron a los fariseos lo que había hecho Jesús.

Los sumos sacerdotes y los fariseos reunieron entonces el Consejo y dijeron: “¿Qué hacemos? Este hombre está haciendo muchas señales. Si lo dejamos seguir así, todos creerán en él, entonces vendrán los romanos y nos destruirán el santuario y la nación”.

Uno de ellos, llamado Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: “¿No se dan cuenta de que es preferible que muera un solo hombre por el pueblo, a que toda la nación sea destruida?”.

No hizo esta propuesta por su cuenta, sino que, como desempeñaba el oficio de sumo sacerdote aquel año, anunció bajo la inspiración de Dios que Jesús iba a morir por toda la nación. Y no sólo por la nación judía, sino para conseguir la unión de todos los hijos de Dios que estaban dispersos Así, a partir de aquel día, acordaron darle muerte. Por eso Jesús ya no andaba públicamente entre los judíos, sino que se marchó a una región próxima al desierto, a un pueblo llamado Efraín, y se quedó allí con los discípulos.

Se acercaba la Pascua judía y muchos subían del campo a Jerusalén para purificarse antes de la fiesta. Buscaban a Jesús y, de pie en el templo, comentaban entre sí: “¿Qué les parece? ¿Vendrá a la fiesta o no?”.

¿No se dan cuenta de que es preferible que muera un solo hombre por el pueblo, a que toda la nación sea destruida?, dijo Caifás. Y el evangelista San Juan añade una frase misteriosa: no hizo esta propuesta por su cuenta, sino que, como desempeñaba el oficio de sumo sacerdote aquel año, anunció bajo la inspiración de Dios que Jesús iba a morir por toda la nación. Y no sólo por la nación judía, sino para conseguir la unión de todos los hijos de Dios que estaban dispersos (Jn 11, 50-52). Es decir, que Caifás, sin saberlo ni pretenderlo, señaló el significado redentor de la muerte de Jesús. Tendrá que morir para que la nación y toda la humanidad se salven. Pero ¿qué sentido tiene que un hombre muera por toda la nación?

Tradicionalmente se ha interpretado en el sentido de un rescate: uno paga para redimir a todos, Jesucristo cancela la deuda contraída por la humanidad pecadora, su sangre es el precio valioso que ha merecido para nosotros la vida. Esta idea está muy presente en el Antiguo Testamento. Se visibilizaba en el día de la purificación con el rito del macho cabrío sobre el que, simbólicamente, los hebreos cargaban los pecados del pueblo y lo abandonaban en el desierto (cf. Lev 16,20-22).

La sangre, además, tenía poder de borrar los pecados. El Sumo Sacerdote con la sangre de las víctimas inmoladas asperjaba el propiciatorio –que era una plancha de oro sobre el Arca de la Alianza–, expresando la voluntad de unirse a Dios, eliminando la separación y distancia provocadas por el pecado. San Pablo aplica esta imagen a Jesucristo y lo presenta como el nuevo propiciatorio de nuestros pecados (Rom 5).

La idea de la redención como rescate se une así a la de la muerte sustitutiva (vicaria) y a la del sacrificio expiatorio. La muerte vicaria aparece en varios pasajes de las cartas de Pablo (1Tes 5, Gal 2, 1Cor 1 y 15, 2Cor 5, Rom 5,14, también en 1Pe 2).

Los Santos Padres de la primitiva Iglesia dirán que Cristo establece el intercambio entre Dios y los hombres, con el que se da la victoria sobre la muerte y el diablo, que Cristo con su sangre da a Dios la debida satisfacción (San Anselmo), y que su sangre es el instrumento del amor que reconcilia (Santo Tomás de Aquino). En el himno eucarístico Adoro Te devote, Santo Tomas de Aquino dice que una sola gota de la sangre de Cristo puede liberar al mundo entero de todos los crímenes.

Pero no se puede negar que esta idea de que el inocente pague por todos, resulta difícil de comprender. Dios no quiso la muerte de su Hijo; no lo envió al mundo para que lo mataran. No se puede pensar así, se haría de Dios un padre despiadado. Lo que hizo Dios fue enviar a su Hijo para que se identificara con sus hermanos mediante un amor que lo llevaría hasta asumir solidariamente el sufrimiento y la muerte.

Dios miraba sólo a que su Hijo, enviado y entregado al mundo, mantuviera su solidaridad salvífica con los hombres, acercándose incluso –con su amor llevado hasta el extremo– hasta abrazar a sus enemigos para sacarlos de su cerrazón y alejamiento. Y ese es lo que hizo Jesús: no dudó en hacer suya la voluntad amorosa de su Padre de dar su vida para que nadie se pierda, llenando de este amor los padecimientos y muerte que sus enemigos –representantes del pecado del mundo– le infligieron.

Cristo Jesús nos ama y, porque nos ama, da su vida por amor. El Padre, por su parte, se complace y acepta el amor más grande que su Hijo demuestra dando la vida por sus amigos, confiriéndole todo su valor de eternidad y su eficacia salvadora.

Además, Jesús ha de asumir toda la realidad humana, incluido el pecado, el sufrimiento y la muerte. Por eso acepta el dolor de la cruz, para iluminar y llenar con su amor el sufrimiento humano, la culpa humana y la muerte, y vencerlos. El amor es lo que redime y salva.

Otra interpretación hace ver que el pecado y la muerte eran fruto de la humanidad vieja, constituida por el mundo sin Dios y sin esperanza (Cf. Ef 2, 12), y por el pueblo de Israel, que había quedado atrapado en el cumplimiento puramente exterior de la ley, sin la libertad de los hijos de Dios.

Adán, inicio de la humanidad, representa el mundo viejo que ha de morir para que pueda nacer una nueva vida. Eso es lo que ocurrirá en la cruz del Señor. Para San Pablo Jesucristo es el nuevo Adán, que con su muerte da comienzo a la humanidad nueva cuyo destino es el cielo. En su cuerpo entregado y resucitado cabemos todos. Su cuerpo es «espiritual», y lo formamos todos: la comunidad de fe, esperanza y amor, que Cristo resucitado colma del Espíritu para renovarlo todo.

Esta idea sintetiza lo que es la pascua: Lo viejo ha pasado y ha aparecido algo nuevo. Todo viene de Dios, que nos ha reconciliado consigo mismo por medio de Cristo (2 Cor 5 17-18). Por esto los que viven en Cristo son una nueva criatura. En la cruz, Cristo, el hombre nuevo, comparte la vida nueva del Espíritu con todo su cuerpo, que es la comunidad de sus hermanos y hermanas, y hace de ellos la humanidad nueva. Para eso muere Jesús. 

viernes, 26 de marzo de 2021

Las obras de Jesús (Jn 10, 31-42)

P. Carlos Cardó SJ

Jesús y los fariseos, ilustración de Harold Copping publicada en The Bible Story Book (1923

En aquel tiempo, cuando Jesús terminó de hablar, los judíos cogieron piedras para apedrearlo. Jesús les dijo: "He realizado ante ustedes muchas obras buenas de parte del Padre, ¿por cuál de ellas me quieren apedrear?".

Le contestaron los judíos: "No te queremos apedrear por ninguna obra buena, sino por blasfemo, porque tú, no siendo más que un hombre, pretendes ser Dios".

Jesús les replicó: "¿No está escrito en su ley: Yo les he dicho: Ustedes son dioses? Ahora bien, si ahí se llama dioses a quienes fue dirigida la palabra de Dios (y la Escritura no puede equivocarse), ¿cómo es que a mí, a quien el Padre consagró y envió al mundo, me llaman blasfemo porque he dicho: ‘Soy Hijo de Dios’? Si no hago las obras de mi Padre, no me crean. Pero si las hago, aunque no me crean a mí, crean a las obras, para que puedan comprender que el Padre está en mí y yo en el Padre".

Trataron entonces de apoderarse de él, pero se les escapó de las manos.

Luego regresó Jesús al otro lado del Jordán, al lugar donde Juan había bautizado en un principio y se quedó allí. Muchos acudieron a él y decían: "Juan no hizo ningún signo; pero todo lo que Juan decía de éste, era verdad". Y muchos creyeron en él allí.

Último enfrentamiento de Jesús con los judíos. Ya antes lo han querido apedrear (Jn 8,59). Les resulta una ofensa a Dios decir que sus palabras son las del Altísimo y que sus obras corresponden a las de su Enviado. Jesús, por su parte, ha dicho de ellos  que tienen por padre al diablo, mentiroso y homicida, y que por eso se muestran agresivos con Él y lo quieren matar. Pero para ellos la cosa está clara: si lo dejan hablar, van a quedar desacreditados, ellos, que son precisamente los representantes oficiales de Dios.

Jesús se defiende. No puede presentar testimonio humano alguno que valga para acreditar su misión de Mesías, pero sí puede apelar a las obras. Ellas hablan por sí solas: el resultado de los signos que realiza en favor de los enfermos y de los pobres, sólo Dios puede lograrlo. Con sus curaciones de enfermos y sus acciones en favor de la vida, Jesús rehace la creación rota por el pecado de los hombres, salva al mundo de la muerte, libera, da vida aun a quienes quieren lapidarlo.

Jesús califica sus obras de excelentes. Así son las obras de Dios. El Génesis lo dice al acabar la obra de la creación: vio Dios todo lo que había hecho, y todo era muy bueno (1,31). Las obras del Hijo son igualmente excelentes. Nicodemo, personaje importante, miembro del grupo de los fariseos, lo había reconocido: Maestro, sabemos que Dios te ha enviado para enseñarnos; nadie, en efecto, puede realizar los signos que tú haces si Dios no está con él (Jn 3,2).

Y porque lo sabían muy bien, los que tenían enfermos de diversas enfermedades se los llevaban y toda la gente quería tocarlo, porque de Él salía una fuerza que los sanaba a todos (Lc 6,19). Manifestaba especial compasión ante las multitudes hambrientas y abandonadas (Mc 6,34; 8,2s; Mt 9,36; 14,14; 15,32), hizo ver a los ciegos, oír a los sordos, andar a los inválidos, hizo presente el amor perdonador de su Padre para los pecadores y los perdidos. Su fama de compasivo se extendió por todas partes y los afligidos no dudaban en invocarlo como a Dios mismo: ¡Kyrie eleison! ¡Señor, ten piedad! (Mt 15,22; 17,15; 20,30s). Con todas estas acciones Jesús continúa la obra de su Padre: Mi Padre trabaja y yo también trabajo (Jn 5,17).

No obstante, los judíos replican: No es por ninguna obra buena por lo que queremos apedrearte, sino por haber blasfemado. Pues tú, siendo hombre te haces Dios. Querían otra manifestación de Dios porque creían en otro Dios. Mantenían la idea de un dios distante e inaccesible, al que se podía complacer con ofrendas, sacrificios, tradiciones y normas y en quién podían basar su autoridad de jefes y maestros, con todas las ganancias que ello les reportaba.

En Jesús, en cambio, en su humanidad, en su manera de ser hombre, se revelaba un Dios diferente: Dios de misericordia y de gracia, Dios que sigue dando vida por medio de su Hijo. Las obras de Jesús sólo pueden provenir de Él. Jesús, por lo tanto, no blasfema; ese es su argumento. Y entran así en crisis todas las formas e imágenes erradas con que se concebía a Dios en su relación con los hombres.

Si se tiene en cuenta, finalmente, que el contexto en que Jesús habla de sus obras es el de la fiesta de renovación del templo, no cabe duda de que una vez más Jesús habla de sí mismo como el templo verdadero, para la adoración de Dios en espíritu y verdad (Jn 4,23), templo indestructible que en tres días se levantará de nuevo (Jn 2, 19), templo en el que resplandece la gloria del Padre y desciende a nosotros su Espíritu para al perdón de los pecados (Jn 20, 23) y para guiarnos al conocimiento de la verdad completa (Jn 16, 13).

jueves, 25 de marzo de 2021

La anunciación del Señor a María (Lc 1, 26-38)

P. Carlos Cardó SJ

La anunciación, fresco de Pietro Cavallini (1291), Basílica de Santa Maria, Transtevere, Roma, Italia

En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María.

El ángel, entrando en su presencia, dijo: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo".

Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél.

El ángel le dijo: "No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin".

Y María dijo al ángel: "¿Cómo será eso, pues no conozco varón?".

El ángel le contestó: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible".

María contestó: "Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra". Y la dejó el ángel.

Contemplar a María de Nazaret es contemplar la imagen de una persona humana plenamente realizada en Dios. Ella nos muestra aquello que podemos llegar a ser si acogemos la palabra de Dios en nuestra vida. Porque la grandeza de María consiste en haber obedecido la palabra del Padre, hasta engendrar en su carne al Hijo de Dios.

Dice San Lucas que fue enviado el ángel Gabriel a una joven prometida como esposa a un hombre descendiente de David, llamado José; la joven se llamaba María. Dios se ha determinado a entrar en la historia humana para dársenos a conocer y realizar nuestra redención. Para ello se ha fijado en María, una muchacha judía que se preparaba para celebrar su boda con José, el carpintero del pueblo. La encarnación de Dios no va a ser un acontecimiento espectacular, se hará en el silencio y la pobreza, en lo oculto y lo sencillo. Así actúa Dios, así se nos manifiesta.

Todo en María ha sido predestinado por Dios con vistas al cumplimiento de su voluntad de salvar a la humanidad enviando a su Hijo al mundo. Dios ha buscado a María, ha querido encontrarse con ella desde su eternidad. El sueño de Dios en favor de sus hijos puede al fin realizarse. Y Dios viene, se une a nosotros, se incorpora en nuestra historia, sella su alianza con nosotros para siempre.

...darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús... será llamado Hijo del Altísimo, Dios le dará el trono de David... Todos los títulos mesiánicos que se le van a atribuir al Hijo de María se resumen en lo que proclama el ángel. El Hijo de María es el Hijo de Dios Altísimo. Sin embargo, pasará treinta años en una aldea, y luego como predicador itinerante en un país pobre, rodeado siempre de gente sencilla, realizará su obra  lejos de las esferas de la riqueza y del poder de este mundo.

El Reino de Dios es diferente. Al lado de María aprendemos los valores del Reino. Ella nos acoge en la escuela de Nazaret, para que Jesús nos enseñe los caminos del Reino y podamos tener los mismos criterios que Jesús enseñó y vivió.

¿Cómo será esto...?, preguntó María. María no se intimida ante el Altísimo, se atreve a dirigirle esta pregunta espontánea y natural. El Dios de María no infunde temor, sino confianza; se puede ser uno mismo ante Él. Por eso, como todos aquellos que se han sentido llamados a una gran misión, ella expresa sus dudas, su turbación, su sentimiento de incapacidad. La obediencia de la fe lleva primero a remontar las dificultades del creer. María no teme, pues, reconocer ante su Dios su propia incapacidad frente al designio divino que trasciende toda humana razón: ¿cómo podrá ser esto si no tengo relación con ningún varón?

Muchas Marías se han sucedido desde entonces, muchas hermanas y hermanos nuestros a lo largo de la historia han experimentado, a diferentes niveles, la emoción de ser enviados a realizar algo grande, superior a lo que creían posible. Lo hicieron porque confiaron en Dios como si todo dependiera de Él y no de ellos y, al mismo tiempo, pusieron todo de su parte como si todo dependiese de ellos.

Hágase en mí según tu palabra, es la respuesta de María al ángel. Acoge el plan de Dios en total obediencia. Dios ha encontrado una madre que le haga nacer entre nosotros. Con su fe, que le hace referir toda su existencia al Dios que todo lo puede, María no duda en responder: Hágase. En su palabra halla eco el Hágase divino, por el que fueron creadas todas las cosas. Su Hágase anuncia la nueva creación. María pone a disposición del Padre su cuerpo virginal, para que su Hijo pueda tener un cuerpo humano por obra del Espíritu Santo. Lo imposible se hace posible. “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.

miércoles, 24 de marzo de 2021

La verdad los hará libres – (Jn 8, 31-42)

P. Carlos Cardó SJ

Dios Padre Todopoderoso, fresco de Antoine Coypel (1715), techo de la capilla del Palacio de Versalles, París, Francia

En aquel tiempo, Jesús dijo a los que habían creído en él: "Si se mantienen fieles a mi palabra, serán verdaderamente discípulos míos, conocerán la verdad y la verdad los hará libres". Ellos replicaron: "Somos hijos de Abraham y nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: ‘Serán libres’?".

Jesús les contestó: "Yo les aseguro que todo el que peca es un esclavo del pecado y el esclavo no se queda en la casa para siempre; el hijo sí se queda para siempre. Si el Hijo les da la libertad, serán realmente libres. Ya sé que son hijos de Abraham; sin embargo, tratan de matarme, porque no aceptan mis palabras. Yo hablo de lo que he visto en casa de mi Padre: ustedes hacen lo que han oído en casa de su padre".

Ellos le respondieron: "Nuestro padre es Abraham".

Jesús les dijo: "Si fueran hijos de Abraham, harían las obras de Abraham. Pero tratan de matarme a mí, porque les he dicho la verdad que oí de Dios. Eso no lo hizo Abraham. Ustedes hacen las obras de su padre".

Le respondieron: "Nosotros no somos hijos de prostitución. No tenemos más padre que a Dios".

Jesús les dijo entonces: "Si Dios fuera su Padre me amarían a mí, porque yo salí de Dios y vengo de Dios; no he venido por mi cuenta, sino enviado por él".

La verdad los hará libres. Es una de las frases más certeras de Jesús en el evangelio. Hay que leerla junto con su afirmación: Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6).  

La Verdad de la que habla no es la que en lenguaje común empleamos para decir que un pensamiento o una palabra es conforme con la realidad. Tampoco se refiere a la verdad tal como era entendida en el Antiguo Testamento, que hace referencia a aquello que es sólido, estable, seguro, probado y digno de confianza, en lo que uno se puede apoyar, y cuya máxima expresión es la realidad divina, la fidelidad de Dios, y la solidez de roca de su Palabra. Dice David al Señor: Dios y Señor mío, tú eres mi Dios, tus palabras son verdad (2 Sam 7,8), idea que repiten mucho los salmos (cf. Sal 91; 111; 119).

En el evangelio de Juan, la verdad es lo que se nos revela en Jesús, en su historia personal, en su palabra y modo de vida. En él, Palabra del Padre, ha aparecido la revelación total y definitiva de Dios y la revelación de nuestro yo más auténtico. Él es la verdad que nos hace libres porque nos hace vivir como hijos e hijas de Dios.

Ocurre algo semejante con la libertad. No es sólo la capacidad personal de escoger esto o aquello, ni la libertad de autodominio, así en abstracto. En la Biblia, se es libre para orientar la propia vida hacia el bien (expresado en la ley); es sabiduría. Y en el evangelio de Juan, la verdad que libera es Jesús; nos libera del pecado y nos pone en comunión con Dios, en quien hallamos nuestro ser más auténtico.

El hombre es libre porque puede desarrollarse como hijo o hija a imagen y semejanza del Dios amor que lo creó. Por lo cual, el principio de la verdadera libertad es el amor que hace al ser humano semejante a Dios. Dicho en forma de lema: libres para amar como somos amados, libres para servir a Dios y a los demás.

Se crece en libertad en la medida en que se crece en el conocimiento interno de la verdad de Dios revelada en su Hijo, que motiva la adhesión personal a Él y su seguimiento. Esto equivale en el evangelio a ser de veras discípulos del Señor. Por eso dice Jesús: Si permanecen fieles a mi palabra, ustedes serán verdaderamente mis discípulos; así conocerán la verdad y la verdad los hará libres.

Ser verdaderos discípulos. Jesús sabe que se le puede seguir por diversos motivos, no todos válidos. Sus propios discípulos pueden haberlo hecho por la admiración que les causa, pero eso no basta. Lo que Jesús quiere es una auténtica disponibilidad para dejarse enseñar, de modo que su palabra cale en el interior del discípulo y se traduzca en la práctica.

Lo que Jesús enseña al discípulo es una vida, un modo nuevo de pensar y de obrar. Quien lo asume se manifiesta como una persona auténtica, que se guía por el amor y la justicia, siente a Dios como Padre y ve a sus prójimos como hermanos. Adquiere la libertad propia de los hijos.

En contraste, los judíos que rodean a Jesús se reclaman hijos de Abraham, pero no actúan como tales. Abraham es modelo de fe en Dios, pero ellos no son de Dios, pactan con la mentira y, para afirmarse, son capaces de matar: Por eso quieren matarme, les dice Jesús. El árbol se conoce por sus frutos.

En el fondo está la dificultad que tenía la primera comunidad cristiana con la sinagoga, cada vez más orgullosa de su saber y de sus tradiciones, cada vez más intolerante y violenta. El Señor nos libra de toda tendencia al aislamiento que proviene de encerrarse en ideologías y tradiciones inflexibles. Obrar con intolerancia y agresividad contra quienes son diferentes, rechazar la verdad por aferrarse al propio juicio es ser esclavo, dice Jesús.

Más aún, a quienes se dicen hijos de Abraham y de Dios, pero obran con mentira y falsedad, causan división y atentan contra la vida, Jesús los declara con extrema severidad esclavos del pecado e hijos del diablo. Eso es el tentador en la Biblia: mentiroso desde el principio, causante de división y enemigo de la vida.