P. Carlos Cardó SJ
Muchos judíos que habían ido a visitar a María y vieron lo que hizo creyeron en él. Pero algunos fueron y contaron a los fariseos lo que había hecho Jesús.
Los sumos sacerdotes y los fariseos reunieron entonces el Consejo y dijeron: “¿Qué hacemos? Este hombre está haciendo muchas señales. Si lo dejamos seguir así, todos creerán en él, entonces vendrán los romanos y nos destruirán el santuario y la nación”.
Uno de ellos, llamado Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: “¿No se dan cuenta de que es preferible que muera un solo hombre por el pueblo, a que toda la nación sea destruida?”.
No hizo esta propuesta por su cuenta, sino que, como desempeñaba el oficio de sumo sacerdote aquel año, anunció bajo la inspiración de Dios que Jesús iba a morir por toda la nación. Y no sólo por la nación judía, sino para conseguir la unión de todos los hijos de Dios que estaban dispersos Así, a partir de aquel día, acordaron darle muerte. Por eso Jesús ya no andaba públicamente entre los judíos, sino que se marchó a una región próxima al desierto, a un pueblo llamado Efraín, y se quedó allí con los discípulos.
Se acercaba la Pascua judía y muchos subían del campo a Jerusalén para purificarse antes de la fiesta. Buscaban a Jesús y, de pie en el templo, comentaban entre sí: “¿Qué les parece? ¿Vendrá a la fiesta o no?”.
¿No
se dan cuenta de que es preferible que muera un solo hombre por el pueblo, a
que toda la nación sea destruida?, dijo Caifás. Y el evangelista San Juan añade una
frase misteriosa: no hizo esta propuesta
por su cuenta, sino que, como desempeñaba el oficio de sumo sacerdote aquel
año, anunció bajo la inspiración de Dios que Jesús iba a morir por toda la
nación. Y no sólo por la nación judía, sino para conseguir la unión de todos
los hijos de Dios que estaban dispersos (Jn 11, 50-52). Es decir, que
Caifás, sin saberlo ni pretenderlo, señaló el significado redentor de la muerte
de Jesús. Tendrá que morir para que la nación y toda la humanidad se salven.
Pero ¿qué sentido tiene que un hombre muera por toda la nación?
Tradicionalmente se ha interpretado en el sentido de un rescate:
uno paga para redimir a todos, Jesucristo cancela la deuda contraída por la
humanidad pecadora, su sangre es el precio valioso que ha merecido para
nosotros la vida. Esta idea está muy presente en el Antiguo Testamento. Se
visibilizaba en el día de la purificación con el rito del macho cabrío sobre el
que, simbólicamente, los hebreos cargaban los pecados del pueblo y lo abandonaban
en el desierto (cf. Lev 16,20-22).
La sangre, además, tenía poder de borrar los pecados. El Sumo
Sacerdote con la sangre de las víctimas inmoladas asperjaba el propiciatorio –que
era una plancha de oro sobre el Arca de la Alianza–, expresando la voluntad de
unirse a Dios, eliminando la separación y distancia provocadas por el pecado.
San Pablo aplica esta imagen a Jesucristo y lo presenta como el nuevo propiciatorio de nuestros pecados (Rom 5).
La idea de la redención como rescate se une así a la de la muerte
sustitutiva (vicaria) y a la del sacrificio expiatorio. La muerte vicaria
aparece en varios pasajes de las cartas de Pablo (1Tes
Los Santos Padres de la primitiva Iglesia dirán que Cristo
establece el intercambio entre Dios y los hombres, con el que se da la victoria
sobre la muerte y el diablo, que Cristo con su sangre da a Dios la debida
satisfacción (San Anselmo), y que su sangre es el instrumento del amor que
reconcilia (Santo Tomás de Aquino). En el himno eucarístico Adoro Te devote, Santo Tomas de Aquino
dice que una sola gota de la sangre de Cristo puede liberar al mundo entero de
todos los crímenes.
Pero no se puede negar que esta idea de que el inocente pague por
todos, resulta difícil de comprender. Dios no quiso la muerte de su Hijo; no lo
envió al mundo para que lo mataran. No se puede pensar así, se haría de Dios un
padre despiadado. Lo que hizo Dios fue enviar a su Hijo para que se
identificara con sus hermanos mediante un amor que lo llevaría hasta asumir
solidariamente el sufrimiento y la muerte.
Dios miraba sólo a que su Hijo, enviado y entregado al mundo,
mantuviera su solidaridad salvífica con los hombres, acercándose incluso –con
su amor llevado hasta el extremo– hasta abrazar a sus enemigos para sacarlos de
su cerrazón y alejamiento. Y ese es lo que hizo Jesús: no dudó en hacer suya la
voluntad amorosa de su Padre de dar su vida para que nadie se pierda, llenando
de este amor los padecimientos y muerte que sus enemigos –representantes del
pecado del mundo– le infligieron.
Cristo Jesús nos ama y, porque nos ama, da su vida por amor. El
Padre, por su parte, se complace y acepta el amor más grande que su Hijo demuestra
dando la vida por sus amigos, confiriéndole todo su valor de eternidad y su
eficacia salvadora.
Además, Jesús ha de asumir toda la realidad humana, incluido el
pecado, el sufrimiento y la muerte. Por eso acepta el dolor de la cruz, para
iluminar y llenar con su amor el sufrimiento humano, la culpa humana y la
muerte, y vencerlos. El amor es lo que redime y salva.
Otra interpretación hace ver que el pecado y la muerte eran fruto
de la humanidad vieja, constituida por el mundo sin Dios y sin esperanza (Cf. Ef 2, 12), y por el pueblo de Israel, que
había quedado atrapado en el cumplimiento puramente exterior de la ley, sin la
libertad de los hijos de Dios.
Adán, inicio de la humanidad, representa el mundo viejo que ha de
morir para que pueda nacer una nueva vida. Eso es lo que ocurrirá en la cruz
del Señor. Para San Pablo Jesucristo es el nuevo Adán, que con su muerte da
comienzo a la humanidad nueva cuyo destino es el cielo. En su cuerpo entregado
y resucitado cabemos todos. Su cuerpo es «espiritual», y lo formamos todos: la
comunidad de fe, esperanza y amor, que Cristo resucitado colma del Espíritu para
renovarlo todo.
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