P. Carlos Cardó SJ
Jesús dijo a Nicodemo: "Recuerden la serpiente que Moisés hizo levantar en el desierto: así también tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, y entonces todo el que crea en él tendrá por él vida eterna. ¡Así amó Dios al mundo! Le dio al Hijo Unico, para que quien cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió al Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que se salve el mundo gracias a él. Para quien cree en él no hay juicio. En cambio, el que no cree ya se ha condenado, por el hecho de no creer en el Nombre del Hijo único de Dios. Esto requiere un juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Pues el que obra el mal odia la luz y no va a la luz, no sea que sus obras malas sean descubiertas y condenadas. Pero el que hace la verdad va a la luz, para que se vea que sus obras han sido hechas en Dios".
Tanto
amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él
no perezca, sino que tenga vida eterna.
Este es el mensaje central del evangelio, el núcleo central de nuestra fe. Dios
ama al mundo de manera irrevocable, incondicional y desinteresada. Salido bueno
de las manos del Creador, el mundo se volvió un planeta maltrecho y enfermo. Pero
Dios no deja de amarlo. Dios no cambia porque el hombre cambie. Dios no odia nada
de lo que ha creado, pues si algo odiase, ¿para qué lo habría creado? (cf. Sab 11). Por eso, llegada el tiempo
determinado por Él, envió Dios al mundo, como muestra de su amor extremado, el
regalo de su propio Hijo.
El diálogo de Jesús con Nicodemo explica el significado de la
entrega del Hijo de Dios al mundo como la respuesta de Dios, y del mismo Hijo
de Dios, al pecado de la humanidad. Quien cree y confía en esto, da sentido de
eternidad a la vida y fundamenta su esperanza sobre su propio destino y sobre
el futuro del mundo.
Las preguntas fundamentales sobre el sentido y futuro de la existencia
humana se las plantearon también, a su modo, los israelitas a lo largo de su
historia, sobre todo cuando atravesaban alguna crisis que ponía en riesgo sus vidas
o la vida del pueblo como nación.
Se las plantearon en su marcha por el desierto, en particular cuando
se vieron atacados por serpientes que los mordían (Núm 21). Dios mandó a Moisés levantar una serpiente de bronce en lo
alto de un mástil; quienes la miraban quedaban libres del veneno y vivían. Sólo
de lo alto puede venir la seguridad última de la vida, sólo alzando su mirada a
lo alto puede el hombre triunfar de sus dificultades y crisis. Haciendo una
comparación, Jesús dice: Así tiene que
ser levantado el Hijo del hombre (Jn 3,14).
Jesús fue levantado a lo alto de una cruz. Para una mirada exterior,
aquello fue la ejecución de un simple condenado, un hecho irrelevante para la
marcha de la historia. Pero el evangelio nos hace ver el sentido profundo de
aquel hecho histórico. El Crucificado no es un pobre judío fracasado que muere
cargado de oprobios. Con Él está Dios, garantizando su total inocencia y la verdad
de su causa. Un centurión pagano ve en aquella muerte lo que los
expertos en Dios que las han causado no ven: Sin duda este hombre era Hijo de Dios (Mc 15,38).
Los evangelios, pues, nos hacen ver que la pasión y muerte de
Jesús no son sólo un asesinato político-religioso que, en cuanto tal, no habría
tenido mayor importancia en el destino de la humanidad, sino el momento supremo
en que se pone de manifiesto la relación que hay entre Jesús y Dios, la prueba
de que Dios está en él. Es Dios quien lo ha enviado y lo ha entregado (Mc 14,41; 10,33.45) para demostrar hasta
dónde llega su amor al mundo. Jesús, por su parte, hace suya la voluntad de su
Padre y entrega libremente su vida, revelando así hasta dónde llega su entrega
por nosotros.
Más aún, los evangelios nos hacen ver en la muerte de Jesús la
revelación suprema de Dios mismo, como un Dios de infinita misericordia y
perdón. Según la idea de Dios que se tenía entonces, basada en algunos escritos
del AT, a consecuencia de la muerte de un inocente como Jesús sólo podía
esperarse un castigo divino contra el autor de tal crimen, en este caso, el
pueblo judío movido por sus autoridades (Mt
21,23-46).
Pero el Dios de Jesús no actúa así. Israel, su pueblo lo rechaza,
pero el amor de Dios no cambia, sigue ofreciendo misericordia y perdón, en
virtud de la sangre de su Hijo, que sufre y muere por los pecadores, en lugar
de ellos, como consecuencia del pecado que, de por sí, tendría que afectar a los
pecadores que lo cometen.
Así, frente a la idea de que Dios castiga, el cristiano sabe que
Dios amó tanto al mundo que llevó su amor hasta el extremo de entregar a su
Hijo único, para que ninguna criatura suya en el mundo perezca, sino que tenga
vida eterna (Jn 3, 16). Por su parte,
Jesús, el Hijo, en perfecta sintonía con el proyecto de Dios su Padre, está
dispuesto igualmente a legar hasta donde haga falta para vencer el mal del
mundo y el pecado de los hombres con su amor.
Por eso Jesús entra libremente en su pasión y acepta sufrir en su
cuerpo la dolorosa consecuencia del rechazo de Dios, todo el odio y la
injusticia que el pecado del mundo produce. Por eso dirá: “El Hijo del hombre no ha venido a que lo sirvan, sino a servir y dar la
vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45). “El Padre me ama porque yo doy mi vida para recuperarla. Nadie tiene poder
para quitármela; soy yo quien la doy por mi propia voluntad Y tengo poder para
darla y para recuperarla. Esta es la misión que recibí de mi Padre” (Jn
10,17-18). Jesús hace suyo el don que hace el Padre al mundo, el don de su
propia vida entregada.
Esto es lo que contemplamos: levantado en la cruz vemos a un Dios que
quiere salvar a todos, sin excluir a nadie, ni siquiera al más abandonado y
perdido de sus hijos. Dios quiere salvar al mundo, por maltrecho, desordenado e
ingrato que se haya vuelto. El mundo no está solo, no hace solo su viaje por el
tiempo, dejado a su propia suerte. Y nadie, por perdido que esté y abandonado,
morirá solo en la tierra. Dios llena desde dentro toda soledad y abandono, toda
falta de esperanza, con una presencia que comparte el sufrimiento con un amor que
convierte la oscuridad de la muerte en aurora de vida. El amor vence al odio, el
bien triunfa sobre el mal, el perdón redime y reconstruye.
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