P. Carlos Cardó SJ
No crean que he venido a suprimir la Ley o los Profetas. He venido, no para deshacer, sino para llevar a la forma perfecta. En verdad les digo: mientras dure el cielo y la tierra, no pasará una letra o una coma de la Ley hasta que todo se realice. Por tanto, el que ignore el último de esos mandamientos y enseñe a los demás a hacer lo mismo, será el más pequeño en el Reino de los Cielos. En cambio el que los cumpla y los enseñe, será grande en el Reino de los Cielos.
Jesús no pretende abolir la ley mosaica, con cuyo cumplimiento los
judíos demostraban su fidelidad al amor preferencial con que Dios había hecho
de Israel su pueblo escogido. Lo que pretendía era llevarla a plenitud. Con el
ejemplo de su vida y con su enseñanza, Jesús orientaba a sus oyentes hacía una
observancia más sincera de las normas morales, liberándolos de la actitud
farisaica, que se fijaba en lo secundario y exterior y dejaba de lado lo importante
y lo que nace del corazón de las personas.
En este sentido, volvía más radical la ley con las exigencias
propias del amor, que no oprimen sino liberan a la persona para que dé lo mejor
de sí. Las palabras “dar cumplimiento”,
del versículo 17, significan darle su forma nueva y definitiva en la
perspectiva del espíritu del evangelio.
Las comunidades cristianas primitivas recordaron claramente que
Jesús subordinó los numerosos preceptos de la Torá al precepto del amor. Vieron,
asimismo, sobre todo Pablo, que la ley de Moisés no posee autoridad por sí
misma, sino por Jesús. La ley es guía –preceptor o pedagogo– hacia Cristo (Gal 3,24), quien, por medio de su
Espíritu infundido en nuestros corazones, nos impulsa a la justicia mayor del
amor.
Los rabinos fariseos y los doctores de la ley habían inculcado en
la gente la idea de que el cumplimiento de la ley mediante la práctica de las
buenas obras hacía justa a la persona humana y le aseguraba la salvación. Sobre
esta interpretación habían construido una moral rigorista, hecha de casuística
sobre lo lícito y lo ilícito, lo puro y lo impuro, determinado por el
cumplimiento o incumplimiento de los 350 preceptos en que habían desmenuzado la
ley de Moisés.
Todo se volvía imprescindible para poder tener la seguridad de la
salvación, hasta las tareas domésticas más ordinarias como lavar jarros y platos. Jesús echa por tierra esta moral y
propone otra, que brota de convicciones profundas, sobre la base de una
relación amorosa y confiada con el Padre. Esta nueva moral orienta a la persona
y le ayuda a discernir en todo la voluntad de Dios, que se expresa en sus
preceptos –que ningún principio de moralidad, por “perfecto” que sea puede
eludir–, pero que abre el horizonte de la generosidad propia del amor, materia
del único y principal mandamiento que Él nos dejó. Obrando así, la práctica de
la fe, que se define como seguimiento de Cristo, no lleva a sentirse agobiado y
cansado por el peso de la ley, sino libre –como dice Pablo– para discernir en
todo momento cuál es lo bueno, lo
agradable a Dios y lo perfecto que se ha de buscar (Rom 12, 2).
El ejemplo de Jesús ilumina. Cumple la ley, como judío fiel que es
y por su adhesión a la voluntad de su Padre, pero no duda en mostrarse libre
frente a la materialidad de la ley para dar paso a las exigencias del amor:
como en el caso de los enfermos que cura en día sábado, infringiendo a los ojos
de los fariseos y escribas el precepto del descanso sabático, o cuando libera a
sus discípulos de las exigencias tradicionales de las purificaciones y de los
ayunos.
En los versículos siguientes de este capítulo 5 de Mateo se verá a
Jesús atribuyéndose una autoridad que sólo de Dios le podía venir: la de modificar
el núcleo mismo de la ley, los diez mandamientos, para superar el literalismo
legal y enseñar a sus discípulos una justicia más elevada, que brota del
interior de la persona y se manifiesta más en una actitud y un estilo de vida,
que en un cumplimiento mecánico de normas.
Cuando Jesús dice: ¡No
piensen que yo he venido a echar abajo la ley y los profetas! No he venido a
echar abajo sino a dar cumplimiento, no propone un incremento cuantitativo
de los preceptos de la Torá, sino una intensificación cualitativa –en términos
de amor– que configura un estilo de vida ante Dios y el prójimo.
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