P. Carlos Cardó SJ
Jesús se dirigió al monte de los Olivos. Por la mañana volvió al templo. Todo el mundo acudía a él y, sentado, los instruía.
Los escribas y fariseos le presentaron una mujer sorprendida en adulterio, la colocaron en el centro, y le dijeron: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés ordena que dichas mujeres sean apedreadas; tú, ¿qué dices?".
Decían esto para ponerlo a prueba, y tener de qué acusarlo. Jesús se agachó y con el dedo se puso a escribir en el suelo. Como insistían en sus preguntas, se incorporó y les dijo: "Quien de ustedes que esté sin pecado tire la primera piedra".
De nuevo se agachó y seguía escribiendo en el suelo. Los oyentes se fueron retirando uno a uno, empezando por los más ancianos hasta el último.
Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí de pie en el centro.
Jesús se incorporó y le dijo: "Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?".
Ella contestó: "Nadie, Señor.
Jesús le dijo: "Tampoco yo te condeno. Ve, y en adelante, no peques más".
El Hijo de Dios no ha
venido para condenar sino para salvar (Jn 3,17). Su modo
de ser choca con el modo de ser de los que se creen puros y juzgan a los demás.
Éstos,
los fariseos y doctores de la ley, le traen a una mujer que han sorprendido en
adulterio. Según la ley (Lev 20,10),
era un delito que se castigaba con la pena de muerte. Pero lo que ellos quieren
realmente es juzgar a Jesús. Por eso le preguntan: Señor, esta mujer ha sido atrapada en adulterio. ¿Qué dices sobre ello?
Si Jesús se opone al castigo, desautoriza la ley de Moisés; si lo aprueba, echa
por tierra toda su enseñanza sobre la misericordia y contradice la autoridad
con que Él mismo ha perdonado a los pecadores.
Al
mismo tiempo, si afirma que se debe apedrear a la mujer, entra en conflicto con
los romanos que prohíben a los judíos aplicar la pena de muerte; y si se opone,
aparece en contra de las aspiraciones de los judíos de ejercer con autonomía
sus derechos. La pregunta era capciosa por donde se la viera.
Pero
Jesús hace presente a Aquel que da la ley y es la fuente de toda justicia. Con
esa autoridad tiene que hacer ver que el amor misericordioso ha de ser la norma
de todo comportamiento humano. Por eso guarda silencio y con su gesto de
ponerse a escribir con el dedo en el suelo, parece no interesarse en la
cuestión planteada.
La mujer, por su parte, con su dignidad por los suelos, no puede aducir
nada; sólo aguarda la terrible condena. Pero ella no imagina que a su lado está
quien personifica la misericordia. Sabe, sí, que su vida está en manos de ese
rabí galileo llamado Jesús, que recorre los pueblos haciendo el bien a la gente
y es amigo de pecadores y publicanos. No puede adivinar que Él la conoce mejor
que quienes la acusan, que ya la ha mirado con profunda compasión y que está
dispuesto incluso a dar su vida por ella, como el pastor bueno que sale a
buscar a la oveja perdida.
De pronto, se escucha la voz de Jesús: indulta a la mujer, le
otorga la remisión de la pena que podría corresponderle. Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra,
dice a los escribas y fariseos. Y se van retirando uno tras otro, comenzando
por los más viejos.
Se quedan solos Jesús y la mujer. “Quedaron frente a frente la
mísera y la misericordia”, dice San Agustín. ¿Mujer, dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado?,
pregunta Jesús. Ninguno, Señor, responde
ella, con estupor por lo sucedido. Tampoco
yo te condeno, añade Jesús. Puedes
irte, pero no vuelvas a pecar. Un futuro de dignidad, de vida rehecha y transformada
se abre para ella.
Hay
que detenerse a contemplar esta imagen de Jesús. A todos nos conviene porque a
veces podemos ser duros e insensibles. El amor está por encima de la intransigencia,
resuelve el pecado, vence al castigo. El amor integra, no discrimina, no
excluye.
Pensando
en la pobre Iglesia de los pecadores, el P. Karl Rahner dejó esta reflexión: «Esta
Iglesia está ante Aquel al que ha sido confiada, ante Aquel que la ha amado y
se ha entregado por ella para santificarla, ante Aquel que conoce sus pecados
mejor que los que la acusan. Pero Él calla. Escribe sus pecados en la arena de
la historia del mundo que pronto se acabará y con ella su culpa. Calla unos
instantes que nos parecen siglos. Y condena a la mujer sólo con el silencio de
su amor, que da gracia y sentencia libertad. En cada siglo hay nuevos
acusadores de ‘esta mujer’ y se retiran una y otra vez comenzando por el más
anciano. Uno tras otro. Porque no había ninguno que estuviese sin pecado. Y al
final el Señor estará solo con la mujer. Y entonces se levantará y mirará a la
adúltera, su esposa, y le preguntará: ¿Mujer,
dónde están los que te acusaban?, ¿ninguno te ha condenado? Y ella
responderá con humildad y arrepentimiento inefables: Ninguno, Señor. Y estará extrañada y casi turbada porque ninguno lo
ha hecho. El Señor empero irá hacia ella y le dirá: Tampoco yo te condenaré. Besará su frente y le dirá: Esposa mía, Iglesia santa». (Karl
Rahner, Iglesia de los pecadores).
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