P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Sean compasivos como su Padre es compasivo; no juzguen, y no serán juzgados; no condenen, y no serán condenados; perdonen y serán perdonados; den, y se les dará: les verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que usen, la usarán con ustedes".
La «perfección» que Jesús exige a sus
discípulos, según Mt 5,48, consiste en ser
misericordiosos como su Padre es
misericordioso, según Lc 6,36.
Para el judío la misericordia era la
piedra de toque de la auténtica religión. Practicada activamente con los pobres
y los débiles, la misericordia debía distinguir a Israel frente a las naciones.
La Biblia emplea dos palabras para designar
la misericordia: Rahamim y Hesed, expresan dos contenidos no
excluyentes sino complementarios. La primera indica el cariño o ternura que
tiene su asiento en el seno materno (raham:
1Re 3,26), pero es propio también del padre y del hermano que tienen entrañas
(rahamim) de misericordia. En este sentido dice el Salmo 116: El Señor es benigno y justo; nuestro Dios es
compasivo.
La segunda palabra, Hesed, expresa el acto o sentimiento de amor y compasión: Te rodea con su misericordia y su cariño (Sal
103,4), y expresa gráficamente el gesto de inclinarse para proteger, propio de
la madre con su hijo, o el mirar con amor para conceder gracia, como miró el
Altísimo a María su sierva (Cf. Lc 1, 30.
48).
En el Nuevo Testamento, la misericordia es el contenido central
del mensaje de Cristo. A través de sus propios gestos y
actuaciones, Jesús revela a un Dios de corazón misericordioso. San Lucas pone
de relieve en su evangelio la misericordia de Jesús con los pobres, los
pecadores y los excluidos.
Los pecadores hallan en Él a un «amigo»
(7,34), que no teme sentarse a la mesa con ellos (5,27.30; 15,1s; 19,7). Trata personalmente a los necesitados: al
«hijo único» de la viuda (Lc 7,13), a
un padre desconsolado por la enfermedad de su hijo (8,42; 9,38.42). Y muestra especial benevolencia a las mujeres (8, 43-48; 10, 38-42) y a los extranjeros
(7, 1-10; Mc 7, 24-30). Su fama de
compasivo se extiende y de todas partes vienen a él los afligidos para
invocarlo como a Dios mismo: ¡Ten misericordia de nosotros! (Lc 18, 38; Mt 9,27; 15,22; 20,29).
Por eso, el seguimiento de Jesús implica
necesariamente la práctica de la misericordia, que Jesús establece como
condición para entrar en el reino de los cielos (Mt 5,7), y que reitera citando al profeta Oseas: «Misericordia
quiero y no sacrificios» (Os 6,6; Mt
9,13; 12,7). El discípulo debe llenarse de compasión para con el que le ha
ofendido (Mt 18, 23-35), porque Dios
ha tenido compasión con él (18,32s). Y, finalmente, de la misericordia que
hayamos tenido con Cristo, presente en nuestro prójimo, seremos juzgados (Mt 25,31-46).
Esta enseñanza la recibieron los discípulos y no sólo la
transmitieron insistentemente en los evangelios y cartas, sino que la
misericordia no cesó de revelarse en sus acciones, como prueba creadora de que
el amor no se deja “vencer por el mal”
sino que “vence al mal con el
bien” (Rom 12, 21). Por eso,
si algo queda claro en la enseñanza de los apóstoles es que el cristiano se ha
de distinguir por mostrar amor, comunión en el espíritu, entrañas y ternura de
misericordia (Flp 2,1), ser benigno y
compasivo (Ef 4,32; 1Pe 3,8); incapaz
de «cerrar sus entrañas» ante un hermano en necesidad, para que el amor de Dios
permanezca en él (1Jn 3,17).
Den
y se les dará. El amor incluye siempre el dar y
hacer algo por el otro. No se dice qué debemos dar; se señala una actitud que
debemos tener de estar disponibles siempre para dar de nosotros mismos. Lo contrario
es el egoísmo, que encierra al sujeto en sí mismo y le impide compartir. En la
medida que nos damos a los demás, Dios se nos da; en la medida en que damos,
recibimos. Dios siempre da, se da; es lo propio de su ser, que es el amor.
Una
medida generosa, colmada, apretada, rebosante echarán en su seno…
o en sus entrañas o en el pliegue de su manto se puede traducir también. Se
exalta la generosidad de Dios, su esplendidez. Dios no conoce medida; la medida
la ponemos nosotros con nuestra capacidad para recibir sus dones y para dar: Porque con la medida con que midan serán
medidos. Dios no se mide ni juzga. El amor que tenemos a los demás marca
nuestra medida y nos juzga.
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