P. Carlos Cardó SJ
Los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharle. Por esto los fariseos y los maestros de la Ley lo criticaban entre sí: «Este hombre da buena acogida a los pecadores y come con ellos.» Entonces Jesús les dijo esta parábola:
«Había un hombre que tenía dos hijos. El menor dijo a su padre: “Dame la parte de la hacienda que me corresponde.” Y el padre repartió sus bienes entre los dos. El hijo menor juntó todos sus haberes, y unos días después se fue a un país lejano. Allí malgastó su dinero llevando una vida desordenada. Cuando ya había gastado todo, sobrevino en aquella región una escasez grande y comenzó a pasar necesidad. Fue a buscar trabajo y se puso al servicio de un habitante del lugar, que lo envió a su campo a cuidar cerdos. Hubiera deseado llenarse el estómago con las bellotas que daban a los cerdos, pero nadie se las daba.
Finalmente recapacitó y se dijo: “¡Cuántos asalariados de mi padre tienen pan de sobra, mientras yo aquí me muero de hambre! Tengo que hacer algo: volveré donde mi padre y le diré: Padre, he pecado contra Dios y contra ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus asalariados.” Se levantó, pues, y se fue donde su padre.
Estaba aún lejos, cuando su padre lo vio y sintió compasión; corrió a echarse a su cuello y lo besó. Entonces el hijo le habló: «Padre, he pecado contra Dios y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo.» Pero el padre dijo a sus servidores: «¡Rápido! Traigan el mejor vestido y pónganselo. Colóquenle un anillo en el dedo y traigan calzado para sus pies. Traigan el ternero gordo y mátenlo; comamos y hagamos fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado». Y comenzaron la fiesta.
El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, cuando se acercaba a la casa, oyó la orquesta y el baile. Llamó a uno de los muchachos y le preguntó qué significaba todo aquello. El le respondió: «Tu hermano ha regresado a casa, y tu padre mandó matar el ternero gordo por haberlo recobrado sano y salvo».
El hijo mayor se enojó y no quiso entrar. Su padre salió a suplicarle. Pero él le contestó: «Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y a mí nunca me has dado un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. Pero ahora que vuelve ese hijo tuyo que se ha gastado tu dinero con prostitutas, haces matar para él el ternero gordo».El padre le dijo: «Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero había que hacer fiesta y alegrarse, puesto que tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».
El cap. 15 del evangelio de Lucas contiene las parábolas
de la misericordia, o parábolas de “lo
perdido” que Dios recupera: la
oveja perdida, la moneda perdida y el hijo perdido. Su mensaje central
es que Dios nos ama en Cristo de modo incondicional, no porque seamos buenos,
sino porque Él es bueno y fuente de misericordia.
La parábola del hijo pródigo –uno de
los textos más bellos del evangelio– debería
llamarse del Padre misericordioso o parábola del amor del Padre. Él es el protagonista y, en función de él, se nos muestran los
comportamientos del hijo pródigo y del hijo mayor. Su valor central reside
en la nueva figura de Dios que presenta, tan nueva que resulta escandalosa para
los fariseos de todos los tiempos: un Dios padre, fiel hasta el final a su ser
padre, con una misericordia incondicional, abierta, ilimitada, que no sólo se
vuelca sobre el hijo arrepentido, sino también sobre el intransigente hijo
mayor. En este sentido, la parábola sintetiza el núcleo del mensaje de Jesús:
las puertas del Reino se abren al pecador arrepentido por la magnanimidad de
Dios.
El hijo menor, que despilfarra
la herencia, representa simbólicamente toda ruptura del hombre con Dios, que
trae, como consecuencia, ruina. Pierde todos sus bienes y acaba perdiendo hasta
su identidad de hijo. Se siente indigno de llamarse así: Volveré junto a mi
Padre y le diré: he pecado, trátame como a uno de tus jornaleros. Sabe que
en justicia eso es lo que merece y acepta tener que ganarse la vida trabajando
como un peón.
Pero siempre será un hijo porque nada puede borrar ni anular o
cambiar esta relación. Por su parte el padre siempre será un padre, aunque su
hijo sea un pródigo. El amor del Padre supera las normas de la justicia. El
amor restablece y eleva. Por eso su prontitud para acogerlo y la fiesta que
manda celebrar, que le parece excesiva al hijo mayor y le despierta celos y envidia.
Para el padre es evidente que su hijo perdido no sólo ha malgastado su
patrimonio sino que ha perdido aun la auténtica idea y valoración de sí mismo. Por
eso dice: Había que hacer fiesta y alegrarse porque este hermano tuyo estaba
muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado.
En su libro-entrevista, El
nombre de Dios es misericordia, el Papa Francisco recuerda que
etimológicamente misericordia significa abrir el corazón al miserable. Y,
hablando del Señor, añade: “misericordia
es la actitud divina que abraza, es la entrega de Dios que acoge, que se presta
a perdonar. Por eso se puede decir que la misericordia es el carné de identidad
de Dios. Dios es misericordioso”.
Al igual que el hijo pródigo, el hijo mayor de la parábola tampoco imagina que un padre, por el amor que tiene a
su hijo, sea capaz de ir más allá de lo que la justicia establece, es
decir, de “darle su merecido”. Por eso,
lleno de resentimiento, se niega a participar en la fiesta. Ya no ve al pródigo
como hermano y reprocha a su padre la acogida que le ha brindado, mientras que
a él, que siempre se ha portado bien, nunca lo haya premiado.
“Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes y
nunca me diste un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. Pero llega
ese hijo tuyo, que se ha gastado tus bienes con prostitutas, y le matas el
ternero gordo”. Este hijo tiene también que cambiar de actitud
para con su padre y con su hermano. El banquete que su padre tiene dispuesto
para todos los de casa no será del todo feliz, porque no será la fiesta de la
familia completa. Tiene que pacificar su corazón, reconocer agradecido lo que
su padre significa para él y, reconciliado con él y con su hermano, disponerse
a disfrutar de la fiesta del reencuentro.
Todos nos podemos ver también en este hijo mayor. El pensar sólo
en mí mismo, el entristecerme porque a otros les vaya bien y, peor aún,
llenarme de enojo porque otros que son diferentes a mí sean admitidos en la
asamblea de la Iglesia, todas esas actitudes excluyentes me hacen olvidar que
Dios es padre de todos, y me impiden disfrutar de la alegría de fiesta que se siente
por el triunfo del amor de Dios en nuestra historia personal.
En definitiva, el hijo pródigo, que desea volver a sentir el
abrazo del padre, somos cada uno de nosotros cuando descubrimos que nuestra
vida puede cambiar. El hijo mayor somos también nosotros cuando advertimos que
podemos servir de manera desinteresada y fomentar la unión sin egoísmos, ni
celos ni prejuicios.
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