P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: "Yo me voy y ustedes me buscarán, pero morirán en su pecado. A donde yo voy, ustedes no pueden venir".
Dijeron entonces los judíos: "¿Estará pensando en suicidarse y por eso nos dice: ‘A donde yo voy, ustedes no pueden venir’?".
Pero Jesús añadió: "Ustedes son de aquí abajo y yo soy de allá arriba; ustedes son de este mundo, yo no soy de este mundo. Se lo acabo de decir: morirán en sus pecados, porque si no creen que Yo Soy, morirán en sus pecados".
Los judíos le preguntaron: "Entonces ¿quién eres tú?".
Jesús les respondió: "Precisamente eso que les estoy diciendo. Mucho es lo que tengo que decir de ustedes y mucho que condenar. El que me ha enviado es veraz y lo que yo le he oído decir a él es lo que digo al mundo". Ellos no comprendieron que hablaba del Padre.
Jesús prosiguió: "Cuando hayan levantado al Hijo del hombre, entonces conocerán que Yo Soy y que no hago nada por mi cuenta; lo que el Padre me enseñó, eso digo. El que me envió está conmigo y no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que a él le agrada".
Después de decir estas palabras, muchos creyeron en él.
En la cruz se revela la identidad humana y divina de Jesús.
Rechazado por sus hermanos, humillado y condenado por las autoridades de su
pueblo, será allí mismo reconocido por Dios, su Padre, que garantizará la
verdad de su causa, lo revelará como su Hijo, y hará que brille en Él su
gloria, resplandor de su ser divino, la
gloria propia del Hijo único del Padre, lleno
de gracia y de verdad (1,14), amor y lealtad.
En el evangelio de Juan, cruz y resurrección son dos caras de un
mismo misterio. Por eso, “levantado”
significa a la vez crucificado y resucitado. Juan ve la pasión como
glorificación. Ya antes Jesús había dicho que convenía que el Hijo del hombre
fuera levantado como la serpiente de
Moisés en el desierto, para que quienes lo vean sean salvados (Jn 3,15ss). Dirá, asimismo: Una vez que haya sido elevado sobre la
tierra, atraeré a todos hacia mí (12,31).
San Juan no ve en la muerte de Jesús un simple hecho natural, ni
un simple asesinato político-religioso o una tragedia incomprensible. Para el
evangelista, Jesús realiza en la cruz su vuelta
al Padre. Pero como los contemporáneos de Jesús no conocen a Dios, tampoco
reconocen al Hijo. Sus mismos discípulos, antes de vivir la experiencia de su
resurrección, quedarán abrumados pensando que su muerte ha sido su más radical
fracaso. Y en cierto modo nos ocurre a nosotros también algo semejante cuando pensamos
en nuestra muerte no como una vuelta y encuentro definitivo con Dios, sino como
mera separación y privación de la vida, como el fin irremediable de lo que
somos, que hace inútil toda tentativa de ponernos a salvo.
El
que me envió está conmigo y no me deja solo, porque yo hago siempre lo que le
agrada. Con esta certidumbre interior vive y muere Jesús. Su absoluta
identificación con la voluntad de su Padre –que lo ha enviado para demostrar
hasta dónde es capaz de llegar el amor que salva– hace que su aceptación de la
muerte no sea pasiva, sino activa, como un acto supremo de entrega de la propia
vida. Por eso los cristianos hablamos de la cruz de Jesús como una ofrenda y un
sacrificio que nos salva. En la muerte de Jesús, culminación de una misión
recibida, su Padre lo glorifica y da cumplimiento al proceso de revelarse al
mundo como un Dios cercano. Por eso, el evangelio de San Juan ve en el Jesús
levantado en la cruz la revelación de Yo-soy: Cuando levanten en alto al Hijo del hombre, entonces reconocerán que yo soy.
Levantado en la cruz, Jesús revela quién es Dios y quien es Él. Ya
no se puede dudar, el Dios que en la persona de Jesús se ha acercado a nosotros
es el Dios amor, capaz de cargar sobre sí el mal de sus hijos e hijas a quienes
ama, capaz de perdonar y dar su vida a quienes lo llevan a la muerte.
Sólo en la cruz conocemos en verdad quien es «Yo-soy» (Ex 3, 149). Por eso, Pablo dirá que el
mensaje de la cruz es sabiduría y poder de Dios (1Cor 1,18ss). En la cruz se revela el Dios que libera de toda
esclavitud. El abismo del mal es llenado por Dios con su amor incondicionado y
sin límites, con el que vence al mal y quita el pecado del mundo.
Se cumple así en sentido pleno la paradoja que José les hizo ver a
sus hermanos en las consecuencias de su mala acción cometida contra él de venderlo
como esclavo a los egipcios: Ustedes
habían pensado hacerme el mal, pero Dios ha querido cambiarlo en bien, para
hacer lo que estamos viendo: dar vida a un gran pueblo (Gen 50,20).
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