sábado, 13 de marzo de 2021

El fariseo y el publicano (Lc 18,9-14)

P. Carlos Cardó SJ

Momento de oración, óleo sobre lienzo de Frederick Arthur Bridgman (1877), colección privada, subastada en Sotheby’s, Londres

Jesús dijo esta parábola por algunos que estaban convencidos de ser justos y despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al Templo a orar. Uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, puesto de pie, oraba en su interior de esta manera: "Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, o como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y doy la décima parte de todas mis entradas". Mientras tanto el publicano se quedaba atrás y no se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: "Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador". Yo les digo que este último estaba en gracia de Dios cuando volvió a su casa, pero el fariseo no. Porque el que se hace grande será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

La parábola, como el mismo Lucas señala, va dirigida a aquellos que piensan estar a bien con Dios y desprecian a los demás. Se desarrolla en el templo de Jerusalén, probablemente a la hora de la oración, las tres de la tarde. Era el lugar santo por excelencia, en donde los judíos experimentaban la protección de Dios. Pero esta devoción al templo se desvió desde el inicio, dando origen a la idea de un Dios inmóvil, al que se le puede ganar con  favores. Por eso los profetas mantuvieron una fuerte crítica a este tipo de religión: Escuchen, judíos, la palabra del Señor -dice Jeremías-: Roban, matan, cometen adulterio… ¿y después entran a presentarse ante mí en este templo… y dicen: ‘Estamos salvados’? ¿Creen que es una cueva de bandidos este templo que lleva mi nombre? (Jer 7, 1-11).

Los personajes de la parábola son dos: un miembro del partido de los fariseos, que hacían depender la salvación del propio esfuerzo por lograr una observancia estricta de la ley; y un publicano, dedicado al oficio odioso de recaudar impuestos para los romanos.

El fariseo, puesto de pie, ora a Dios alabándose a sí mismo. Enumera sus buenas obras y no pide nada. Se declara superior a los «pecadores», y desprecia al publicano, juzgándolo de ladrón y estafador. Su oración consiste en demostrarle a Dios que sus buenas obras van más allá de lo que pide la ley porque ayuna dos veces por semana, mientras la ley prescribe sólo un día de ayuno anual (el día de la expiación), y paga el diezmo no sólo de las mercancías sometidas a esta ley (el grano, el vino y el aceite) sino de todas sus posesiones. Pretende aparecer con un extraordinario espíritu de sacrificio, pero desprecia a su prójimo. En realidad, no espera nada de Dios.

El publicano, en cambio, se mantiene a distancia y ni siquiera se atreve a levantar los ojos al cielo. Pesa sobre él la exclusión social de que es objeto, y no sin razón. Los impuestos (sobre el suelo y per cápita) que las naciones conquistadas debían pagar a Roma eran cobrados por funcionarios que, generalmente, arrendaban su puesto al que más ofrecía. El publicano, que obtenía así la mesa de los impuestos, cobraba para su bolsillo. Las tarifas estaban establecidas por ley, pero los publicanos, mediante artimañas, extorsionaban y estafaban al público. Por eso eran tenidos por ladrones y las personas decentes los evitaban.

Además se les consideraba incapaces de obtener el perdón de Dios, porque para ello tenían que restituir los bienes que habían obtenido estafando a la gente, más una quinta parte, tarea imposible de cumplir por trabajar siempre con público diferente. ¿Cómo podían saber a quién habían robado? Por todo esto la situación del publicano de la parábola y la de su familia es, de hecho, desesperada. Y no sólo su situación, sino también su petición de misericordia es desesperada.

La parábola tuvo que ser desconcertante para los oyentes, sobre todo por la conclusión que saca Jesús: que el publicano volvió a su casa reconciliado con Dios, y el fariseo no. Los oyentes no podían dejar de pensar: ¿Qué de malo ha hecho el fariseo, que ayuna, da limosna y da gracias a Dios? Y el publicano, ¿qué ha hecho para reparar su culpa?, ¿puede un hombre como él salir justificado simplemente por reconocerse pecador?

Jesús no responde directamente, se limita a hacerles entender que así es como juzga Dios: atiende al oprimido y está con los excluidos. El publicano ha orado con las primeras palabras del salmo 51: «Dios mío, ten compasión de mí», añadiendo «porque soy un pecador». Pero los judíos debían recordar que ese mismo salmo dice: «El sacrificio que agrada a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado tú, oh Dios, no lo desprecias».

Así es Dios, viene a decir Jesús, perdona al pecador desesperado y rechaza al que se cree justo y ni siquiera pide perdón. Su misericordia con los de corazón quebrantado es ilimitada. Por eso Jesús se acerca a los perdidos que necesitan salvación.

En esto radica el mensaje central de la parábola: la nueva idea de Dios, que Jesús propone, diametralmente opuesta a la que transmiten los fariseos. Jesús proclama la misericordia como atributo esencial del Dios-Amor y como valor fundamental del reino de Dios que sus oyentes deben encarnar en sus vidas: Sean misericordiosos como su Padre celestial es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados (Lc 6,36-37).

La parábola nos mueve a la aceptación sincera de lo que somos (“andar en la verdad” de nosotros mismos), al reconocimiento de la igualdad de todos los hijos e hijas de Dios, y a la lucha contra las diversas formas de fariseísmo, exclusión y discriminación que aún existen en la sociedad.

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