martes, 30 de noviembre de 2021

Llamamiento de los primeros discípulos (Mt 4, 18-22)

 P. Carlos Cardó SJ

Vocación de los apóstoles Pedro y Andrés, óleo sobre lienzo de Edouard Dantan (mediados del siglo XIX), Museo Municipal de los Avelinos, Saint-Cloud, Francia

Una vez que Jesús caminaba por la ribera del mar de Galilea, vio a dos hermanos: Simón, llamado después Pedro, y Andrés, los cuales estaban echando las redes al mar, porque eran pescadores.
Jesús les dijo: "Síganme y los haré pescadores de hombres".
Ellos inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.

Pasando más adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que estaban con su padre en la barca, remendando las redes, y los llamó también.
Ellos, dejando enseguida la barca y a su padre, lo siguieron.

En la liturgia de la fiesta del apóstol San Andrés, se lee el texto de Mateo sobre el llamamiento de los primeros discípulos, en el que se le menciona entre los primeros a los que Jesús llamó junto al lago de Galilea. Su nombre significa varón, hombre maduro, y era natural de Betsaida (Jn 1, 44), en la orilla norte del lago. Pescador de oficio, en sociedad con su hermano Pedro (Mt 4,18), fue primero discípulo de Juan Bautista y conoció por él a Jesús como “el Cordero de Dios” junto al Jordán (Jn 1, 35-40).  

Mateo habla del llamamiento de los primeros discípulos después del bautismo de Jesús y de las tentaciones en el desierto. Jesús da inicio a su actividad pública reuniendo un grupo de discípulos. Caminando Jesús por la orilla del mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón llamado Pedro, y Andrés… y les dijo: Vengan conmigo… Los llama cuando están en plena labor, echando la red, porque son pescadores, y les hace separarse del trabajo y de la vida familiar porque los quiere a tiempo completo para formarlos como pescadores de hombres, continuadores de su obra. La imagen de la pesca alude a la labor misionera, que habrán de realizar.

Y ellos, dejando inmediatamente sus redes, lo siguieron. Lo dejaron todo, sin duda por la fuerte atracción que produjo en ellos su persona y su llamada. El adverbio inmediatamente resalta la prontitud y radicalidad de la obediencia con que siguen la llamada del Señor: dejan las redes sin siquiera arrastrarlas a tierra. Idéntica respuesta dan Santiago y Juan, hijos de Zebedeo (v. 22).

A partir de ahí, Jesús pasó a ser lo más importante en sus vidas, el valor supremo frente al cual todo resulta relativo: redes, barca, familia. Aprenderán a orientar todo hacia el servicio de Dios y el bien de los prójimos, sin dejarse llevar por afectos desordenados que les impidan seguir a Jesús. La prontitud y radicalidad de la respuesta a la llamada de Jesús equivale en el evangelio de Mateo a la conversión, en términos de cambio de mente y actitudes, que exige el reino de Dios.

La teología que subyace al evangelio de Mateo es fuertemente eclesiológica. Por eso, el término «discípulo» hace referencia al miembro de la comunidad de la Iglesia, es decir, al cristiano que, por el bautismo, ha sido hecho discípulo y misionero. La tradición cristiana, además, ha considerado a la región de Galilea, en la que Jesús realizó la mayor parte de su actividad pública, como el lugar de origen de ella misma. Allí nació la Iglesia, en esa zona pobre de Palestina y en la persona de esos pescadores que se convirtieron en seguidores de Jesús de Nazaret. Y así sigue naciendo y creciendo la Iglesia. Todos, pues, podemos sentirnos llamados en la persona de esos pescadores. Jesús cuenta con nosotros hoy como contó con ellos para prolongar su misión en el mundo.

La vida cristiana es la respuesta a esta invitación. Como los primeros discípulos, seguir al Maestro puede ser también para nosotros vivir con él en comunión de vida, que nos irá transmitiendo una forma de ser, un mismo sentir y pensar. Sus palabras: Vengan conmigo, señalan que lo primero es la relación personal con él. Del estar con él brotará todo lo demás: ser pescadores de hombres.

No nos imaginemos cosas extraordinarias. Como los primeros discípulos, el cristiano escucha la llamada del Señor en su vida ordinaria, por profana que sea o por insignificante que pueda parecerle. Hagamos lo que hagamos, la palabra toca nuestro interior, haciendo salir la verdad más profunda, que marcará el sentido de nuestra vida. Vente conmigo.

lunes, 29 de noviembre de 2021

La fe del centurión romano (Mt 8, 5-1)

P. Carlos Cardó SJ

Cristo y el centurión, óleo sobre lienzo de Paolo Veronese (siglo XVI), Museo de Arte de Toledo, España

En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaúm, se le acercó un oficial romano y le dijo: "Señor, tengo en mi casa un criado que está en cama, paralítico, y sufre mucho".
Él le contestó: "Voy a curarlo".

Pero el oficial le replicó: "Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa; con que digas una sola palabra, mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; cuando le digo a uno: '¡Ve!', él va; al otro: '¡Ven!', y viene; a mi criado: '¡Haz esto!', y lo hace".
Al oír aquellas palabras, se admiró Jesús y dijo a los que lo seguían: "Yo les aseguro que en ningún israelita he hallado una fe tan grande. Les aseguro que muchos vendrán de oriente y de occidente y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de los cielos".

El protagonista del relato es un centurión romano de la guarnición de Cafarnaúm. En la versión de Lucas (7 1-10) y de Juan (4,43-54) es un funcionario del rey Herodes Antipas. En todo caso se trata de una persona importante que goza de buena posición social y económica, pero un criado suyo, al que aprecia mucho, ha contraído una extraña enfermedad que le ha dejado paralítico y le hace sufrir mucho.

Ha hecho lo posible por curarlo pero ha sido inútil. Recuerda entonces lo que se dice de Jesús en Cafarnaúm: que obra signos y prodigios en favor de los enfermos y de los que sufren. Piensa que Dios actúa en él y decide buscarlo. Pero advierte naturalmente que no es judío, más aún es un representante de las tropas romanas de ocupación. ¿Le querrá atender Jesús? El centurión depone toda actitud de superioridad, no puede exhibir nada a su favor, se siente desesperado. Tiene que expresar su ruego con humildad y poner toda su confianza en Jesús.

La fe ha actuado en él, en un extranjero, soldado del enemigo más odiado por la gente, y ha despertado en él tal confianza que antes de que Jesús se ponga en marcha para hacer lo que le pide, proclama sin vacilación: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero basta que digas una sola palabra y mi criado quedará sano.

Jesús queda admirado de la actitud del centurión y lo propone a los judíos como modelo de fe: “Les aseguro que jamás he encontrado en Israel tanta fe”. Afirma así que todos, judíos y extranjeros, están llamados a experimentar el amor salvador de Dios. Como Abraham, que era un extranjero y, sin ver, creyó en la palabra de Dios y fue constituido padre de todos los creyentes, así también el centurión pagano, sin ver, cree en el poder divino de Jesús, y viene a ser modelo de la fe que hace extensiva a todas las familias de la tierra la bendición de Abraham.

Sea cual sea nuestra condición o el estado en que estemos, cabe siempre la certeza de que el Señor oirá nuestra petición. “Pidan y se les dará”. Y hay que dejar a Dios enteramente el curso de los acontecimientos. El verdadero creyente no necesita signos y prodigios para tener la certeza del amor del Señor; cree en su amor por la Palabra que refiere lo que Él ha hecho por nosotros, y eso le basta. La confianza es base de la fe y del amor. No exige demostraciones para verificar la credibilidad del otro. Cuando se exigen pruebas para poder creer en Él y serle fiel, simplemente se le ha dejado ya de amar.

Dios nos ha mostrado su amor en la entrega de su Hijo y Jesucristo atestigua  su credibilidad con la absoluta coherencia de su mensaje y de su conducta, y sobre todo con la entrega de su persona. “No hay mayor amor que quien da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). 

domingo, 28 de noviembre de 2021

Homilía del I Domingo de Adviento - Ya se acerca su liberación (Lc 21, 25-28.34-36)

 P. Carlos Cardó SJ


En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Habrá señales prodigiosas en el sol, en la luna y en las estrellas. En la tierra, las naciones se llenarán de angustia y de miedo por el estruendo de las olas del mar; la gente se morirá de terror y de angustiosa espera por las cosas que vendrán sobre el mundo, pues hasta las estrellas se bambolearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube, con gran poder y majestad. Cuando estas cosas comiencen a suceder, pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación.
Estén alerta, para que los vicios, con el libertinaje, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida no entorpezcan su mente y aquel día los sorprenda desprevenidos; porque caerá de repente como una trampa sobre todos los habitantes de la tierra.
Velen, pues, y hagan oración continuamente, para que puedan escapar de todo lo que ha de suceder y comparecer seguros ante el Hijo del hombre.

Hoy comienza el ADVIENTO, tiempo de preparación para la venida del Señor. Así como la cuaresma prepara la pascua de resurrección, el adviento prepara a vivir la encarnación del Hijo de Dios que se hace hombre para salvarnos.

La liturgia de este tiempo nos habla de tres venidas (advientos) de Dios: en la primera, ocurrida en el pasado, el Hijo de Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros; en la segunda, intermedia y actual, Jesucristo viene a nosotros por su palabra y por la eucaristía, y nos hace entrar en comunión con Él; en la última, futura, vendrá con poder y majestad a establecer su reino, a hacer nuevas todas las cosas y llevar a plenitud su obra en el mundo. En las lecturas y oraciones de las liturgias de adviento, esas tres venidas de Dios se irán entrelazando.

El evangelio de hoy corresponde a la primera parte del llamado discurso apocalíptico de Jesús –según san Lucas– sobre el destino final de la historia. Jesús emplea imágenes semejantes a las de los últimos escritos del Antiguo Testamento, los llamados apocalípticos –concretamente el libro de Daniel–, que describían mediante símbolos la victoria final de Dios sobre las fuerzas del mal.

Apocalipsis no significa desastre sino revelación de algo desconocido. Jesús, empleando un lenguaje semejante, no revela cosas extrañas y ocultas, sino que desvela el sentido profundo de la realidad presente; sus palabras quitan de nuestros ojos el velo, que nuestros miedos y errores nos ponen, y nos hace ver en profundidad lo que Dios nos tiene preparado para después del final de este mundo. El lenguaje apocalíptico es vivo, emplea trazos fuertes, imágenes impactantes y chocantes. Pero comparadas con lo que vemos diariamente en la prensa y en los medios de comunicación –crisis, calamidades, tragedias– las descripciones bíblicas resultan en verdad discretas y mesuradas: señales en el cielo…, angustia de la gente…, los hombres se llenan de miedo al ver esas conmociones del universo…”.

Jesús nos hace ser conscientes de que el mundo en que vivimos no es definitivo. Pero al mismo tiempo nos hace ver que no vamos hacia el “acabose” sino hacia “el fin”, es decir, hacia la disolución del mundo viejo, que dará paso al nacimiento del mundo nuevo. Más aún, Jesús nos muestra la relación que hay entre la meta final y la historia que vivimos.

En esta realidad nuestra con sus contradicciones, y en la vida de cada uno, se desarrolla el misterio del reino de Dios que crece hasta lograr su plenitud. Nos quedamos muchas veces en la cuestión de “cuándo” va ser el fin del mundo y cuáles serán las señales para reconocerlo. Jesús no satisface esa curiosidad. Él más bien nos enseña que el mundo tiene su origen y su fin en Dios, y nos invita a vivir el presente orientados hacia Dios.

Desde esta perspectiva, Jesús confiere esperanza al tema del fin del mundo y, en general, a todos los momentos de dificultad y de crisis que puede vivir el cristiano. Nos dice: Levántense, alcen la cabeza; ya se acerca el tiempo de su liberación. Con ello quiere infundirnos la seguridad propia de la esperanza. Para el cristiano, el final de los tiempos corresponde a la dichosa venida de nuestro Salvador Jesucristo; no al día de la ira y de la venganza. Aguardar al Señor infunde aliento, consuelo y ánimo para vivir el presente con fidelidad al evangelio.

No hay nada, por tanto, más ajeno al pensamiento cristiano que el ansia y alarmismo sobre el fin del mundo. Muchas sectas suelen desarrollar sus campañas proselitistas empleando de manera inexacta y tendenciosa textos sobre el fin del mundo, con los que impresionan a la gente sencilla y la presionan para que pasen a formar parte de “los que se van a salvar”. Manipulan el sentimiento de temor a la muerte, que suele ser el vehículo de expresión de muchas frustraciones, inseguridades y carencias de la gente. Jesús, en cambio, liberándonos del miedo a la muerte, aleja de nosotros también el miedo al fin del mundo y nos hace vivir en la confianza y libertad de los hijos e hijas de Dios, cuyo amor, llevado en Jesús hasta el extremo, vence a la muerte.

Esto supuesto, no podemos dejar de decir, en fidelidad al mismo evangelio, que así como no debemos tener miedo al futuro, así tampoco podemos ser ingenuos y triunfalistas. Reconocer que este mundo en la forma que hoy tiene habrá de acabar, pues lo que ha tenido un inicio tendrá un fin, implica reconocer también que podrá acabar mal si los hombres no aceptamos el sentido y finalidad que debe tener.

Por eso, para que nuestro encuentro final con el Señor sea liberación plena, realización colmada de nuestras expectativas y anhelos, la condición es vivir ya aquí y ahora en actitud de vigilancia y atención. El texto de hoy nos lo dice de manera práctica: no se puede vivir torpemente, entregados a frivolidades y excesos; hay que “procurar que los corazones no se entorpezcan por el exceso de comida y por las borracheras, y preocupaciones de la vida”, concretamente, por el ansia del dinero.

Así, a quienes se preguntan ansiosos cuándo va a ser el fin del mundo, el evangelio les dice cómo deben esperarlo; a quienes piensan con temor en el fin del mundo o viven como si no lo esperaran porque ya no les interesa, el evangelio les dice qué sentido tiene el esperarlo: sirve para encaminar nuestra historia actual, personal y social, hacia la verdadera esperanza que no defrauda.

sábado, 27 de noviembre de 2021

Fin del mundo (Lc 21, 34-36)

P. Carlos Cardó SJ

El eterno dilema de la humanidad: la elección entre la virtud y el vicio, óleo sobre tabla de Frans Francken (1633), Museo de Bellas Artes de Boston, Estados Unidos

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Estén alerta, para que los vicios, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida no entorpezcan su mente y aquel día los sorprenda desprevenidos; porque caerá de repente como una trampa sobre todos los habitantes de la tierra.
Velen, pues, y hagan oración continuamente, para que puedan escapar de todo lo que ha de suceder y comparecer seguros ante el Hijo del hombre". 

Se puede decir que, en cierto modo, Dios siempre está viniendo y que la vida humana es siempre peregrinación, éxodo, camino; y ambos, Dios y el ser humano, se encuentran en el tiempo, en la historia. Pero lo más sorprendente es comprobar, a la luz de la fe, que Dios por su encarnación no sólo se acerca a la humanidad, sino que “se hace carne de nuestra carne, tierra de nuestra tierra, historia de nuestra historia”.

Dios está siempre con nosotros, no abandona nunca este mundo por el cual su Hijo dio la vida. Al mismo tiempo, como meta de nuestro caminar nos aguarda al final de nuestro viaje en el tiempo. Cuando Jesús habló sobre el final del mundo y de la historia humana no reveló cosas extrañas y ocultas, sino que quiso quitarnos el velo, que nuestros miedos y errores nos ponen sobre los ojos, para que estemos atentos a la presencia de Dios y nos preparemos para el encuentro, sabiendo que la palabra última que Él dice sobre el mundo, no es una palabra de destrucción y de muerte sino de creación y vida nueva.

Marchamos, sí, hacia la disolución del mundo viejo pero, al mismo tiempo, al nacimiento del nuevo. Y hay una relación entre la meta y el camino que estamos llevando. Dios realiza su plan en la historia, no fuera de ella. En esta realidad nuestra con sus contradicciones y en la vida personal de cada uno, con sus caídas y sus esfuerzos, se desarrolla el misterio de la muerte y resurrección de Jesús, y el misterio del reino de Dios que crece sin que nos demos cuenta hasta alcanzar su plenitud. Jesús no quiere satisfacer nuestra curiosidad sobre el futuro, Él quiere enseñarnos que el mundo tiene su origen y su fin en el Padre, y quiere invitarnos a vivir el presente desde esta perspectiva, la única que da sentido a la vida.

Para que nuestro encuentro final con el Señor sea la liberación plena, la realización colmada y la felicidad perfecta que todos anhelamos, la condición es vivir en una actitud de vigilancia y atención. Jesús es claro y práctico en la advertencia que hace: hay que procurar que los corazones no se entorpezcan por el exceso de comida y por las borracheras, y por las preocupaciones de la vida, concretamente, por el dinero. En otras palabras, no esperamos adecuadamente la llegada del Hijo del Hombre si sólo buscamos el disfrute egoísta y acaparamos bienes materiales, sin tener en cuenta a los demás, sobre todo a los necesitados.

Así, pues, a los primeros cristianos que preguntaban ansiosos cuándo iba a venir el fin del mundo, el evangelio les decía cómo debían esperarlo; a los cristianos de hoy que piensan con temor en el fin del mundo o viven como si no lo esperaran porque ya no les interesa, el evangelio les dice qué sentido tiene el esperarlo y cómo se debe esperar: procurando encaminar la historia actual hacia la verdadera esperanza, que no defrauda.

viernes, 26 de noviembre de 2021

La parábola de la higuera (Lc 21, 29-33)

 P. Carlos Cardó SJ

Camino del higueral, óleo sobre lienzo de José Nogales Sevilla (1896), Museo de Bellas Artes de Málaga, España

En aquel tiempo, Jesús propuso a sus discípulos esa comparación: "Fíjense en la higuera y en los demás árboles. Cuando ven que empiezan a dar fruto, saben que ya está cerca el verano. Así también, cuando vean que suceden las cosas que les he dicho, sepan que el Reino de Dios está cerca. Yo les aseguro que antes de que esta generación muera, todo esto se cumplirá. Podrán dejar de existir el cielo y la tierra, pero mis palabras no dejarán de cumplirse".

A las cuestiones que los discípulos se hacían sobre el fin del mundo, Jesús responde empleando imágenes que evocan las del género literario de la apocalíptica judía, y que proyectan una visión de la historia en la que se desarrolla el plan de salvación en etapas sucesivas: primero el juicio sobre Jerusalén, luego el tiempo de la Iglesia y finalmente el de la venida del Hijo del hombre y del establecimiento del reino de Dios.

Ahora, con la parábola de la higuera, aclara sus palabras sobre lo que se le viene encima al mundo (Lc 21, 26) y sobre la inminencia de la liberación. Hace ver a sus discípulos que su actitud de espera no debe ser ni la de los fanáticos que esperan con impaciencia el fin, ni la de los escépticos y resignados que no esperan nada.

La observación de los cambios que aparecen en la higuera le sirve a Jesús para enseñar a los discípulos a estar atentos a los acontecimientos de la historia y discernir en ella los signos que permiten intuir, ya ahora, el paso de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la vida. Cuando la higuera empieza a echar brotes, se puede saber que el verano ya está cerca, los nuevos tallos y las hojas que aparecen anuncian las frutas de verano. De ahí Jesús saca esta conclusión: Aprendan a interpretar esas otras señales; cuando las vean, sabrán que el reino de Dios está cerca.

Es necesario discernir su venida en lo ordinario de cada día. La historia tiene valor salvífico, en ella actúa el Señor, en ella se da el paso de la vieja a la nueva creación. La esperanza tiene el carácter de lo cotidiano, pues el cristiano tiene ya el Espíritu Santo que le permite vivir anticipada la vida eterna en las experiencias de fraternidad, justicia y equidad que se pueden promover aquí y ahora.

Estas experiencias concretas sostienen la esperanza en el futuro, que traerá el don de Dios pleno y para siempre. Es la esperanza que Jesús quiere inculcar en los discípulos con expresiones de cuño apocalíptico como: les aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda. No indica una fecha concreta ni permite un cómputo cronológico, pero asegura la venida del reino como el don por excelencia de lo alto. La historia, por la presencia del Resucitado en ella, contiene, como la yema de la higuera, el fruto de la futura resurrección. La parábola va contra las desviaciones del cristianismo que prometen una salvación futura sin relación con la historia.

Actitud característica del cristiano es el discernimiento. Vive buscando en todo la presencia de Dios y su voluntad, para adaptar a ella su conducta. Sabe que en todo está Dios y que hay un contenido de esperanza en toda realidad. Por eso no se deja embotar la conciencia por la desconfianza o por la frivolidad que impiden ver más allá de lo sensible e inmediato. Su búsqueda continua en la oración lo libra también de la insatisfacción que sobreviene a quien sólo se interesa por las cosas transitorias del presente, porque no ve un futuro que le apasione y lo empuje a cambiar, a dar de sí, a crear.

La esperanza anima, dinamiza, motiva con la satisfacción de la meta, con el gusto del fruto que despunta. El cristiano discierne por dónde viene el futuro nuevo y distinto que todos deseamos y aporta para su construcción todo lo que es y todo lo que tiene.  

jueves, 25 de noviembre de 2021

Destrucción del Templo y fin del mundo (Lc 21, 20-28)

 P. Carlos Cardó SJ

Destrucción del templo de Jerusalén por los romanos, grabado de Jan Luyken (1705), publicado en Ámsterdan por Pierre Mortier en 1729 aproximadamente

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Cuando vean a Jerusalén sitiada por un ejército, sepan que se aproxima su destrucción. Entonces, los que estén en Judea, que huyan a los montes; los que estén en la ciudad, que se alejen de ella; los que estén en el campo, que no vuelvan a la ciudad; porque esos días serán de castigo para que se cumpla todo lo que está escrito.
¡Pobres de las que estén embarazadas y de las que estén criando en aquellos días! Porque vendrá una gran calamidad sobre el país y el castigo de Dios se descargará contra este pueblo. Caerán al filo de la espada, serán llevados cautivos a todas las naciones y Jerusalén será pisoteada por los paganos, hasta que se cumpla el plazo que Dios les ha señalado.
Habrá señales prodigiosas en el sol, en la luna y en las estrellas. En la tierra las naciones se llenarán de angustia y de miedo por el estruendo de las olas del mar; la gente se morirá de terror y de angustiosa espera por las cosas que vendrán sobre el mundo, pues hasta las estrellas se bambolearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube, con gran poder y majestad. Cuando estas cosas comiencen a suceder, pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación".

El texto de hoy es continuación del discurso apocalíptico de Jesús sobre el destino cósmico, el fin del mundo. Las imágenes que emplea –semejantes a las de los libros bíblicos del género literario de la apocalíptica– describen simbólicamente la victoria final de Dios sobre las fuerzas del mal. No revelan cosas extrañas y ocultas, sino el sentido profundo de nuestra realidad presente: nos quitan el velo, que nuestros miedos y errores nos ponen sobre los ojos, para que podamos ver aquella verdad que es la palabra última de Dios sobre el mundo (escatológico = que dice la última y definitiva palabra). El lenguaje apocalíptico es lleno de colorido, de trazos y tintes fuertes, de imágenes impactantes y paradojas. ¿Pero no es chocante y paradójica la realidad que muchas veces vivimos?

El interés del evangelista es hacernos ver que vamos hacia la disolución del mundo viejo y, al mismo tiempo, al nacimiento del nuevo y que hay una relación entre la meta final y el camino que estamos llevando. Dios realiza su plan en la historia, no fuera de ella. En esta realidad nuestra con sus contradicciones y en la vida personal del discípulo, se desarrolla el misterio de la muerte y resurrección de Jesús, que culminará en nuestra participación en la plenitud del reino de Dios.

Hacernos ver esto es la finalidad del discurso de Jesús, que por lo demás se niega a responder a la curiosidad por saber “cuándo” va ser el fin del mundo y cuáles van a ser las señales para reconocerlo. Él ha venido a enseñarnos que el mundo tiene su origen y su fin en Dios, que es nuestro Padre, y a invitarnos a vivir el presente desde esta perspectiva, que da sentido a la vida.

Lucas escribe su evangelio entre los años 80-90 d.C. cuando ya se había vivido la destrucción de Jerusalén y del templo (66-70), en la que –según Flavio Josefo–  murieron 1’1000,000 judíos y 97,000 fueron hechos esclavos. Las cifras pueden haber sido aumentadas, pero el hecho indudable es que aquello fue una pavorosa tragedia para Israel, tanto que la gente vio en ello el cumplimiento de la profecía de Daniel, cap. 8.

Lucas usa concretamente ese acontecimiento catastrófico ya vivido para iluminar el presente y el futuro. Y hace una clara advertencia: se inicia el tiempo de las naciones, el tiempo de los judíos ya ha pasado. En Hechos de los Apóstoles, esto equivale a la difusión del cristianismo en las naciones paganas. En el relato de Lucas, los signos cósmicos vienen, pues, a continuación de los acontecimientos históricos y son leídos del mismo modo, como sucesos propios del transcurso de la historia.

El texto está construido como en contrapunto: por un lado, los grandes trastornos cósmicos que llenan de terror a la gente; por otro, la palabra del Señor que infunde confianza y garantiza el acontecimiento final de la liberación. La venida del Hijo del hombre traerá consigo la realización de todo anhelo. Por eso Pablo afirma que desea ser arrebatado al cielo para ir al encuentro de Cristo y estar para siempre con él; o ser liberado del cuerpo para estar con él (1 Tes 4; Fil 1). Quien ama al Señor no puede sino desear su venida y mantener el deseo supremo, que se expresa en la invocación: Marana-tha, Ven Señor.

Cuando comiencen estas cosas, es decir, las guerras, el hambre, la destrucción de Jerusalén, las catástrofes cósmicas, el temor y la angustia, el Señor espera que sus discípulos y seguidores reconozcan que son cosas propias de la historia humana en el mundo, y son producto del mal que ha de desarrollarse misteriosamente junto al misterio de la salvación ganada para nosotros por la cruz del Redentor, y que habrá de revelarse al fin.

Levántense, alcen la cabeza, dice el Señor. No se dejen abatir por el temor y la desesperanza cuando ocurran cosas así. Si la cruz es salvación del mundo, las tribulaciones darán paso a la liberación que ya se acerca. El cristiano, asociado a la pasión de Cristo, ve acercarse el Reino de Dios.

miércoles, 24 de noviembre de 2021

Las futuras persecuciones (Lc 21, 12-19)

P. Carlos Cardó SJ

Lapidación de San Esteban, óleo sobre cobre de Anibale Caracci (1604), Museo del Louvre, París

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Los perseguirán y los apresarán, los llevarán a los tribunales y a la cárcel, y los harán comparecer ante reyes y gobernantes por causa mía. Con esto ustedes darán testimonio de mí.
Grábense bien que no tienen que preparar de antemano su defensa, porque yo les daré palabras sabias, a las que no podrá resistir ni contradecir ningún adversario de ustedes.
Los traicionarán hasta sus padres y hermanos, sus parientes y amigos. Matarán a algunos de ustedes, y todos los odiarán por causa mía. Sin embargo, ni un cabello de su cabeza perecerá. Si se mantienen firmes, conseguirán la vida".

El discurso de Jesús continúa desarrollando, ya sin tintes apocalípticos, el tema del testimonio que habrán de dar sus seguidores y las persecuciones que podrán sufrir por su Nombre, no sólo en el ámbito judío (en las sinagogas y en las cárceles), sino entre los paganos (reyes y gobernadores) y aun entre los propios parientes y amigos.

Se señala que estas cosas sucederán antes de la destrucción de Jerusalén y del templo. El contexto en que Lucas escribe su evangelio y el libro de los Hechos de los Apóstoles es el de una Iglesia llena de enormes tensiones y angustias. Todo comenzó con las amenazas del Consejo de Ancianos contra Pedro y Juan para que no hablaran a nadie en nombre de Jesús (Hech 4, 16-18), siguió luego la persecución y flagelación de Pedro y los apóstoles (Hech 5, 17-42), y vinieron después las muertes de los primeros mártires Esteban y Santiago (Hech 7, 54-60 y 12, 1-3; cf. 1 Tes 2,14; Gal 1,13).

Jesús anuncia a sus discípulos que el testimonio que darán de Él los llevará a compartir su misma suerte. En el evangelio de Juan la advertencia es clara y directa: Si a mí me han perseguido, también los perseguirán a ustedes (Jn 12, 20). Llamados a prolongar la obra y mensaje de su maestro, los discípulos prolongarán también el misterio de su cruz. Sus vidas entregadas y su martirio final pondrán de manifiesto la verdad del evangelio.

Las persecuciones, lejos de impedir o bloquear el anuncio de la venida del Reino, lo proclamarán y difundirán con una eficacia especial. Muy pronto se verá que “la sangre de los mártires es simiente de nuevos cristianos”, como afirmó Tertuliano, padre de la Iglesia de la segunda mitad del siglo II.

En la perspectiva de las persecuciones que les aguardan, Jesús exhorta a los discípulos a no preocuparse por lo que van a decir para defenderse ante las autoridades judías o paganas, porque Él mismo les inspirará a su tiempo lo que tendrán que decir. Ya antes se lo había prometido: Cuando los lleven a las sinagogas, y ante los jueces y autoridades, no se preocupen de cómo habrán de responder, o qué habrán de decir; porque el Espíritu Santo les enseñará en ese mismo momento lo que deben decir (Lc 12, 11-12). Las palabras que el Señor pondrá en su boca serán tales que sus enemigos serán incapaces de contradecirlas. La victoria final será de los discípulos de Cristo.

Con esa confianza habrán de vencer todos los miedos, aun el de la muerte: No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden hacer nada más (Lc 12,4), les había dicho en otra ocasión. El miedo es mal consejero, puede llevar a la Iglesia a callar cuando debe hablar y a los discípulos a ocultarse y huir en los momentos críticos, como lo hicieron en la pasión del Señor. Guardarse la vida es echarla a perder.

Además, Jesús advierte a quienes lo siguen que las incomprensiones y persecuciones les vendrán no sólo de los poderosos sino también de sus parientes y amigos, que podrán oponerse hasta de manera violenta a su compromiso cristiano y a los valores morales que encarnen en sus vidas. No resistirán que sus formas de vida sean contrariadas por otras formas de vida que se inspiran en Jesús y en sus enseñanzas.

Todos los odiarán por mi causa. En el evangelio de Juan todas estas personas que odian a quienes viven de manera coherente su fe en Cristo son el mundo. Los odia porque no son del mundo (Jn 15). Si lo fueran no los vería como amenaza, no los odiaría. Y ¿qué pasaría si por librarse de problemas se dejasen asimilar por él? ¿Cómo devolverle el sabor a la sal? ¿Para qué serviría la luz puesta debajo del celemín? ¿Qué fecundidad puede tener el grano que no cae en tierra y muere?

Para librarlos del desastre que sería pretender salvar su propia vida y negarse a perderla por Él, Jesús ratifica su promesa de victoria con una frase tajante: No perderán ni un pelo de su cabeza. Y la razón es que con su constancia conseguirán la vida.  Se realizará en ellos el misterio de la semilla sembrada en tierra fértil, la suerte final de quienes, por haber escuchado la palabra con un corazón noble y generoso, lo retienen y dan fruto abundante (Lc 8,15).

martes, 23 de noviembre de 2021

Destrucción del Templo y fin del mundo (Lc 21, 5-19)

 P. Carlos Cardó SJ

Templo de Salomón en Jerusalén, ilustración reconstruida con simulación (siglo XIX), proyecto internacional Liszt Collection

En aquel tiempo, como algunos ponderaban la solidez de la construcción del templo y la belleza de las ofrendas votivas que lo adornaban, Jesús dijo: "Días vendrán en que no quedará piedra sobre piedra de todo esto que están admirando; todo será destruido".
Entonces le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo va a ocurrir esto y cuál será la señal de que ya está a punto de suceder?".
Él les respondió: "Cuídense de que nadie los engañe, porque muchos vendrán usurpando mi nombre y dirán: 'Yo soy el Mesías. El tiempo ha llegado'. Pero no les hagan caso. Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones, que no los domine el pánico, porque eso tiene que acontecer, pero todavía no es el fin".
Luego les dijo: "Se levantará una nación contra otra y un reino contra otro. En diferentes lugares habrá grandes terremotos, epidemias y hambre, y aparecerán en el cielo señales prodigiosas y terribles".

Esta página del evangelio forma parte del llamado discurso apocalíptico de Jesús. Se le llama así por sus semejanzas con los relatos bíblicos del género literario apocalíptico (por ejemplo, del libro de Daniel y de varios pasajes de Isaías, Ezequiel, Zacarías y Joel) que, en épocas particularmente críticas en la historia de Israel, especialmente de persecuciones, describían con símbolos e imágenes impactantes la victoria de Dios sobre el mal, con el propósito de sostener la esperanza del pueblo. “Apocalipsis” no significa catástrofe, sino revelación. Las palabras de Jesús no revelan cosas extrañas y ocultas, sino el sentido de nuestra realidad presente y cómo debemos vivirla.

El contexto de este pasaje de Lucas es el siguiente. Jesús está en Jerusalén en las cercanías del templo, y escucha cómo la gente se admira de la belleza de su arquitectura, de sus piedras labradas y de la riqueza de las ofrendas que lo adornan. Hay que entrar en la mentalidad de los oyentes de Jesús para advertir el enorme significado que tenía para los judíos el templo de Jerusalén y el impacto que debieron causar en ellos las palabras de Jesús: ¡De esto que ustedes ven, no quedará piedra sobre piedra!

Construido por Salomón (alrededor del año 960 a.C.), reconstruido por Zorobabel (entre el 536 y 516 a.C.) y ampliado por Herodes el Grande (hacia el 19 a.C.), el templo era el santuario más importante y el orgullo de la nación judía. Su destrucción, por tanto, no podía significar otra cosa que el fin del mundo. Pero Jesús hace ver que la caída de Jerusalén y la destrucción del templo no iban a ser el fin del mundo, sino un acontecimiento significativo, figura de todo momento de crisis, que para el creyente debe significar siempre un desafío.

A partir de esta observación, Jesús hace ver a sus discípulos que la historia humana no se dirige hacia el “acabose” sino hacia “el final”. Marchamos hacia la disolución del mundo viejo y al nacimiento de un mundo nuevo. Dios conduce la historia hacia Él. En nuestra existencia se desarrolla el misterio de la vida y la muerte, y nos inquieta el transcurrir del tiempo que nos frustra posibilidades, nos disminuye facultades y nos hace pensar que todo pasa y todo muere.

La inseguridad que esto origina, lleva a buscar seguridad en conocer el futuro y resolver la incógnita de “cuándo” se va a acabar todo y cuáles serán las señales para reconocerlo. Pero Jesús no nos da explicaciones sobre eso. Él nos enseña que el mundo tiene su origen y su fin en el Padre, y nos invita a vivir el presente desde la perspectiva de la esperanza en el triunfo final del amor de Dios, que es lo que debemos preparar y saber acoger.

Muchas cosas admiramos y en algunas de ellas ponemos nuestra confianza, porque nos gustan y nos producen gozo y placer, nos dan seguridad y poder, nos hacen sentir orgullosos y autosuficientes; son para nosotros como el templo de Jerusalén para los judíos, pero todo eso se puede venir abajo. Que nadie los engañe, nos dice Jesús, invitándonos a examinar dónde tenemos puesta nuestra confianza, nuestra felicidad, nuestro poder y nuestro orgullo.

Asimismo, ninguna catástrofe, ni guerra ni revuelta social o política serán el fin; son cosas que han de suceder antes, son componentes de nuestra existencia anterior al fin.

Vivimos un tiempo abrumado por violencias de todo tipo. Guerras y violencias había ya en tiempos de Jesús, y llevarían al gran desastre de la guerra judía de los años 66 a 70 d.C, que concluiría con la destrucción de Jerusalén. Las guerras y los conflictos marcan como hitos sangrientos la historia de la humanidad. Dios no las quiere, son los hombres los que las causan. Continúan y multiplican el crimen de Caín: el desprecio del Padre hasta la muerte del hermano. Frente a las guerras y violencias, el cristiano ejerce el discernimiento: descubre una llamada al cambio de actitudes y busca caminos efectivos para la paz sobre la base de la justicia propia del evangelio.

lunes, 22 de noviembre de 2021

La ofrenda de la viuda (Lc 21, 1-4)

 P. Carlos Cardó SJ

El óbolo de la viuda, acuarela de Jesús Mafa (Camerún 1973), parte del proyecto El Arte en la Tradición Cristiana, de la Biblioteca Vanderbilt, Tennessee, Estados Unidos

En aquel tiempo, levantando los ojos, Jesús vio a unos ricos que echaban sus donativos en las alcancías del templo. Vio también a una viuda pobre, que echaba allí dos moneditas, y dijo: "Yo les aseguro que esa pobre viuda ha dado más que todos. Porque éstos dan a Dios de lo que les sobra; pero ella, en su pobreza, ha dado todo lo que tenía para vivir".

Junto con los huérfanos, las viudas son en la Biblia el estamento social más pobre y necesitado. Dependen de los demás para poder subsistir. Dios las auxilia y escucha. Por eso se le alaba: Padre de huérfanos y defensor de viudas es el Señor en su santa morada (Sal 68, 6). El hace justicia al huérfano y a la viuda, y muestra su amor al extranjero dándole pan y vestido (Dt 10,18). Tan clara es esta actitud de Dios para con los necesitados, que el comportamiento moral propuesto por los profetas como característico de la religión judía se resumía en esto: Juzguen con rectitud y justicia; practiquen el amor y la misericordia unos con otros. No opriman a la viuda, al huérfano, al extranjero o al pobre, y no tramen nada malo contra el prójimo (Zac 7, 10).

Por eso Jesús ha censurado duramente a los escribas, maestros de la ley, porque cometen una abominación que Dios no soporta: devoran los bienes de las viudas con el pretexto de largas oraciones y por eso tendrán un juicio muy riguroso (Lc 20, 47). Se refiere a las sumas de dinero que los fieles les daban, suponiendo que ofrecerían largas oraciones por ellos; y también a otra serie de acciones que cometían, como por ejemplo: asesoraban judicialmente a las viudas y les exigían estipendios aunque estaba prohibido; actuaban como fideicomisos para administrar el patrimonio que les dejaban sus maridos y las defraudaban; se hacían hospedar e invitar por ellas sin tener en cuenta sus escasos recursos.

Después de ese discurso, Jesús –como señala el evangelio de Marcos– fue a sentarse frente a la Sala del Tesoro del templo y vio cómo muchos ricos echaban cantidades considerables en las arcas. De pronto observó algo que ni sus oyentes ni sus discípulos habían percibido: el contraste entre los ricos que echaban de lo que les sobraba y una viuda pobre que había depositado apenas unas moneditas, pero era todo lo que tenía para vivir.

Jesús pondera la fe de la viuda, puesta de manifiesto en la generosidad con que actúa, pero, además, dado el acento social con que escribe el evangelista Lucas, se puede suponer que critica con esas mismas palabras al injusto sistema de recolección de fondos para el templo, que significaba una carga para la modesta economía del pueblo y podía conducir a la ruina a algunos, como aquella pobre viuda. Indudablemente la confianza con que esta mujer se abandona en las manos de Dios se contrapone diametralmente con la autosuficiencia de los ricos, que se limitan a dar únicamente de lo que les sobra y muchas veces para lograr el público reconocimiento.

Aquella viuda se convierte en modelo de evangelio vivo y figura del mismo Jesús, de quien dirá Pablo que, siendo rico, por nosotros se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (2 Cor 8, 9). Él no tuvo dónde reclinar la cabeza pero no dudó en soportar fatigas y molestias para servir a los demás, aun quedándose sin tiempo para comer. Su generosidad fue espléndida, sin límites, como puede comprobarse en las acciones que realizaba en favor de las multitudes hambrientas y de los enfermos. Y después de una vida de servicio culminó su obra en el mundo con la entrega de su vida en la cruz.

Los discípulos están advertidos: las instituciones religiosas pueden pervertirse cuando los métodos que emplean no tienen en cuenta la situación real de las personas y las obligaciones impuestas resultan gravosas a los pequeños y a los débiles. Y está también la lección que se debe sacar de esa pobre mujer, que con su gesto de generosidad y confianza en Dios, se yergue como la maestra que enseña a todos la lección más importante del evangelio.

El mensaje cristiano se transmite principalmente por el ejemplo y testimonio de las personas que lo viven. Por eso muchas veces los pobres nos evangelizan y liberan a la Iglesia de todo intento de poder y de abundancia.

domingo, 21 de noviembre de 2021

Homilía del Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario - Jesús Rey (Jn 18, 33-37)

 P. Carlos Cardó SJ

Estatua de Cristo Rey del arquitecto Richard Jordan y el pintor Ludwing Schadler (1933), iglesia Carmelitas, Viena

En aquel tiempo, preguntó Pilato a Jesús: "¿Eres tú el rey de los judíos?".
Jesús le contestó: "¿Eso lo preguntas por tu cuenta o te lo han dicho otros?".
Pilato le respondió: "¿Acaso soy yo judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué es lo que has hecho?".
Jesús le contestó: "Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera de este mundo, mis servidores habrían luchado para que no cayera yo en manos de los judíos. Pero mi Reino no es de aquí".

Pilato le dijo: "¿Conque tú eres rey?".
Jesús le contestó: "Tú lo has dicho. Soy rey. Yo nací y vine al mundo para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz".

Según San Juan, Jesús demuestra ante Pilato esa autoridad que causaba tanta admiración a sus contemporáneos y que sólo de Dios le ponía venir. No responde directamente a las cuestiones que el gobernador romano le presenta, sino que expone el sentido de su autoridad real: su realeza no es como la de los emperadores romanos, de contenido simplemente político; ni la que esperaban los judíos, centrada en la soberanía de Israel sobre sus enemigos.

Jesús no es rey como los reyes de este mundo. Mi reino no es de este mundo, dice. Pero con ello no quiere decir que su influencia se limita únicamente al mundo interior de las personas, sino que su reinado funciona y tiene unos intereses diametralmente distintos a la idea que Pilato tiene de lo que es un rey. Jesús reina en el mundo transformándolo radicalmente en la verdad y la justicia, y reina también en las personas, cambiando los corazones.

Ya desde el comienzo de su historia, Israel reconoció a Yahvé como el único rey y señor (cf Sal 93). Toda la esperanza de Israel se fue centrando con el correr de los siglos en una acción de Dios, que cumpliría el anhelado ideal de un sociedad justa y en paz. En los momentos más dramáticos de su historia, durante el exilio en Babilonia, por ejemplo, los profetas alentaron al pueblo con la esperanza del señorío de Dios que pondría fin a toda pobreza y tribulación (Zac 14,6-11.16s, cf. Sof 3,14s;).

Y al final de la era del antiguo testamento, durante la dominación griega, los libros de Daniel, Sabiduría y Macabeos, presentarían el reinado de Dios como ruptura con la historia antigua de desgracias y el inicio de una nueva era con entrega de la soberanía al Israel redimido (Dan 2,44s; 7,13s). A partir de entonces, la idea del reino de Dios se llenó de contenidos nacionalistas y políticos (liberación del poder extranjero, juicio contra pecadores, venganza contra los paganos) y surgieron movimientos armados contra los invasores del país, enemigos de Dios.

La venida del reino de Dios fue el tema principal de la predicación de Jesús. Lo presentó como una realidad futura, que hay que pedir (Lc 11,2 par) y como algo que ya estaba actuando en el presente, en su persona y en su obra (Lc 11,20/Mt 12,28: Si yo expulso los demonios con el poder de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a ustedes; cf. Lc 20,23s; Mt 11,5s; Mc 2,19; Lc 10,18; Mc 3,27). Nadie había proclamado esto.

Las acciones de Jesús en favor de los enfermos y necesitados son signos de la llegada del reino, que restaura la creación. No hay un derrumbamiento catastrófico de este mundo, sino una restauración de las relaciones de los hombres con el mundo, con el prójimo y con Dios (Mt 6,25-34 par; 5,45), algo que la acción humana por sí sola no puede lograr. Al reino hay que “recibirlo como un niño”, reconocerlo como el don y gracia por excelencia (Mc 10,15 par; Lc 15,11-32; Mt 20,1-15).

Pero hay algo en la predicación y en la actitud de Jesús que es fundamental para entender el reino de Dios. Hace ver que esa realidad futura se abre paso como el amor y solicitud de Dios por los perdidos, los descarriados y los excluidos. Los judíos sabían bien que Dios perdona (Neh 9,17 – Ex 34,6s; Is 55,7; Sal 103) y que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta (Ez 18,23; 33,11-16), pero se había impuesto la idea de la venganza, y se creía en el castigo divino (cf. Is cap. 24, por ejemplo).

Jesús ignora la venganza contra los pecadores y los gentiles, rechaza la división justos-pecadores porque todos son pecadores y pueden ser objeto de la misericordia de Dios (Lc 13,1-5; cf. 10,13 par; 11,29-32 par). La salvación es ofrecida a todos (Mt 8,11 par; Mt 5,43s par), la bondad de Dios irrumpe (Mc 10,18 par; Mt 7,9-11 par) y se extiende a todos, especialmente a los pobres (Lc 6,20s; 15; Mt 20,1-15).

Jesús hizo presente esa bondad de Dios mediante su vida en favor de los demás (Lc 6,20 par; Mt 11,5 par; 25,31-45). La solicitud perdonadora de Dios para con los perdidos, se pone de manifiesto –para escándalo de muchos– en el gesto de Jesús de sentarse a la mesa con ellos como anticipo de la alegría del reino (Mc 2,15.17; Mt 11,19; Lc 7,36-50; 15,1s; 19,1-10). Esa bondad de Dios escandaliza a los piadosos, que hacían depender el perdón y salvación de acciones humanas previas (conversión, Ley) y se creían aparte de los pecadores.

En la fiesta de Cristo Rey sentimos la invitación a acoger el don del amor que Dios nos ofrece para reinar en nuestros corazones. Sentimos también la llamada que Él hace para colaborar en la construcción de su reino. Y sabemos -con el concilio Vaticano II- que “todo lo que contribuye a ordenar mejor la sociedad humana, interesa muchísimo al reino de Dios. El reino ya está presente en esta tierra, pero cuando el Señor vendrá entonces será consumado”. 

sábado, 20 de noviembre de 2021

La Resurrección de los muertos (Lc 20, 27-40 )

P. Carlos Cardó SJ

Moisés y la zarza ardiendo, óleo sobre lienzo de Sebastian Bourdon (siglo XVII), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús algunos saduceos. Como los saduceos niegan la resurrección de los muertos, le preguntaron: "Maestro, Moisés nos dejó escrito que si alguno tiene un hermano casado que muere sin haber tenido hijos, se case con la viuda para dar descendencia a su hermano. Hubo una vez siete hermanos, el mayor de los cuales se casó y murió sin dejar hijos. El segundo, el tercero y los demás, hasta el séptimo, tomaron por esposa a la viuda y todos murieron sin dejar sucesión. Por fin murió también la viuda. Ahora bien, cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa la mujer, pues los siete estuvieron casados con ella?".
Jesús les dijo: "En esta vida, hombres y mujeres se casan, pero en la vida futura, los que sean juzgados dignos de ella y de la resurrección de los muertos, no se casarán ni podrán ya morir, porque serán como los ángeles e hijos de Dios, pues él los habrá resucitado.
Y que los muertos resucitan, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob. Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven".
Entonces, unos escribas le dijeron: "Maestro, has hablado bien". Y a partir de ese momento ya no se atrevieron a preguntarle nada.

Unos saduceos plantearon a Jesús una pregunta teórica y capciosa sobre la resurrección. Los saduceos eran el partido de los terratenientes y comerciantes que se habían apoderado del ejercicio del sacerdocio para enriquecerse con los impuestos que los judíos pagaban para el templo y con la venta de animales para los sacrificios. Los fariseos, sus más inflexibles rivales, los criticaban por su inmoralidad y porque negaban la resurrección de los muertos.

Lo que pretenden los saduceos al plantear a Jesús un caso hipotético y extremado es ridiculizar la fe en la resurrección,. Aluden a la ley del levirato, que dio Moisés para garantizar la descendencia de todo varón. Esta ley correspondía al sueño de todo judío de ver nacer al Mesías entre sus hijos o los hijos de sus hijos. Y esto interesaba incluso a quienes no esperaban nada después de la muerte, sino sólo dejar descendencia en este mundo.

Jesús responde, primero, declarando que la fe en la resurrección no es absurda: lo que no tiene sentido es querer asegurar la propia pervivencia casándose y teniendo hijos, porque la vida humana no acaba con la muerte. Cuando los muertos resuciten no tendrán necesidad de casarse.

A continuación afirma que en la vida eterna los seres humanos serán como ángeles. Esta comparación tiene mucho contenido. Los ángeles son llamados “hijos de Dios” (Job 1,6; 2,1), porque reflejan su esplendor y su fuerza; nosotros también somos hijos e hijas de Dios y en la vida eterna alcanzaremos la plenitud de la filiación divina. Los ángeles son seres espirituales; nosotros por la resurrección tendremos un “cuerpo espiritual” como dice san Pablo (1 Cor 15,42). Los ángeles son “anunciadores” de la palabra de Dios; los creyentes somos testigos de la resurrección. Ellos son servidores y custodios; nosotros podemos serlo.

Después de esto, Jesús hace ver que la resurrección estaba ya contenida implícitamente en el episodio de la zarza ardiente, en la que Dios se revela a Moisés como Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (cf. Ex 3, 6). Si es Dios de ellos y ellos están muertos, quiere decir que resucitarán, pues de lo contrario no sería Dios de vivos sino de muertos, lo cual es absurdo. La fidelidad de Dios a los patriarcas y a su pueblo va más allá de la muerte.

Israel llegó progresivamente a la fe en la resurrección, no a partir de reflexiones sobre la inmortalidad, sino por la experiencia del amor fiel de Dios que va más allá de la muerte. Esta revelación, fundada en el Pentateuco, se desarrolló con los profetas y los libros sapienciales. La resurrección es la acción que permite reconocer a Dios: Esto dice el Señor: Yo abriré sus tumbas, los sacaré de ellas, pueblo mío, y los llevaré a la tierra de Israel. Y cuando abra sus tumbas y los saque de ellas, reconocerán que yo soy el Señor. Infundiré en ustedes mi espíritu y vivirán (Ez 37,13ss).

Para los cristianos, la fe tiene su inicio en la resurrección de Jesús. Porque, si Cristo no resucitó, la fe de ustedes no tiene sentido y siguen aún sumidos en sus pecados (1 Cor 15,17). La resurrección consiste en estar siempre con el Señor (1 Tes 4,17). Esa es la vida eterna que vivimos ya ahora por el don del Espíritu. Por eso dice Pablo: ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí (Gal 2,20).

Esta fe promueve en nosotros el compromiso de ser testigos de la resurrección (Hech 1,22). Para ello es fundamental analizar la incidencia práctica que la fe en la resurrección ejerce en nuestro modo ordinario de proceder. Veremos entonces que es inherente a la fe cristiana la voluntad de construir nuestra vida de tal modo que lo más esencial que hay en ella (la libertad, la responsabilidad, el amor) demuestre que no marchamos hacia un final que nos hará sucumbir en la nada, sino hacia un Dios que nos garantiza nuestra realización plena.

La fe en la resurrección hace buscar la unión y la paz en las relaciones con los demás; motiva el perdón que remite a Dios la regeneración del que nos ha ofendido; capacita para los grandes gestos de sacrificio por el bien de los seres queridos y por el progreso humano de la sociedad en que se vive; mueve a adoptar un estilo de vida sobrio, responsable, alejado de la banalidad frívola del mundo; mantiene firme la confianza aun cuando los logros del amor y de la justicia no resultan palpables y evidentes. Así se demuestra que la existencia humana trasciende lo material y temporal, porque su valor no se agota en la razón, el éxito o la dicha de este mundo.