P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo; por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: "Este recibe a los pecadores y come con ellos".
Jesús les dijo entonces esta parábola: "¿Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y se le pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y va en busca de la que se le perdió hasta encontrarla? Y una vez que la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría y al llegar a su casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: 'Alégrense conmigo, porque ya encontré la oveja que se me había perdido'. Yo les aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos, que no necesitan arrepentirse. ¿Y qué mujer hay, que si tiene diez monedas de plata y pierde una, no enciende luego una lámpara y barre la casa y la busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: 'Alégrense conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido'. Yo les aseguro que así también se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se arrepiente".
El cap. 15 de Lucas contiene las parábolas de la misericordia, o
parábolas de “lo perdido”. Las tres parábolas: la oveja perdida (vv. 4-7), la
moneda extraviada (8-10) y el hijo pródigo (11-32), son tan características de
la figura de Jesús, tal como la ofrece Lucas, que algunos llaman a esta parte
de su narración «el corazón del tercer Evangelio», que es «el
Evangelio de los marginados», porque muestra la misericordia de Dios para con
los que sufren rechazo, exclusión e incluso condena, por parte de sus
semejantes.
El tono de estas parábolas es de
confrontación. Jesús emplea las tres parábolas para justificar y convalidar su comportamiento
frente a las críticas que le hacen y, sobre todo, para transmitir la imagen de
un Dios que, por ser padre, no quiere que ninguno de sus hijos se pierda y
muestra una predilección especial por el perdido. Dios es así, viene a decir
Jesús, y por eso yo hago bien en actuar como actúo. El Hijo del hombre ha
venido buscar y a salvar lo que estaba perdido (Lc 19,10).
El símbolo del Buen Pastor
apunta a lo más nuclear de la persona de Jesús: su amor por los demás. Jesús
supo amar de verdad y siempre. El amor no fue en Él una actitud coyuntural,
sino permanente. Reveló en sus gestos y modo de relacionarse con los demás, el
mismo amor con el que Dios-Padre ama a todos los hombres y mujeres del mundo. La
parábola nos llama a hacer nuestros los sentimientos de su corazón y a obrar
con su mismo amor.
La parábola de la mujer que ha perdido una
moneda y se pone a buscarla con esmero hasta encontrarla, reproduce la misma
enseñanza: Así es Dios; se esmera por encontrar a los
perdidos, pues le pertenecen, y se alegra de recobrarlos. La defensa de Jesús
es clara: si la mayor alegría de Dios consiste en acoger al pecador y hacerle
sentir su perdón, por eso hago bien yo en buscar a los que necesitan ayuda,
comprensión, misericordia.
En ambas parábolas se subraya el verbo convocar para celebrar y hacer fiesta: El pastor reúne a sus amigos,
la mujer a sus amigas y vecinos. Resalta la alegría que sienten por haber
encontrado lo que estaba perdido. La alegría del cielo.
Las parábolas de la misericordia ejemplifican el mandato de Jesús:
Sean misericordiosos como su Padre es
misericordioso (Lc 6, 36). Asimismo, son una llamada a ser como Jesús,
compasivos y misericordiosos. Leídas en perspectiva eclesial, recuerdan a la
comunidad de los discípulos que tiene el deber de hacer visible el estilo de
Dios como Jesús lo manifestó y puso en práctica. Todos, por tanto, han de
sentirse pecadores buscados y tocados por la misericordia del Padre y, por ello
mismo, deben estar atentos a los de fuera, a los que se han ido y pueden
perderse.
Es lo que el Papa Francisco no pierde ocasión para advertir: que
la Iglesia no puede estar cerrada en sí misma, preocupada únicamente de su
propia autoconservación, sino que ha de estar siempre “en salida”, mantener el espíritu de la misión, dar prioridad a
curar heridas y sanar corazones, porque “la enfermedad típica de la Iglesia es
mirarse a sí misma”.
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