P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, cuando Jesús estuvo cerca de Jerusalén y contempló la ciudad, lloró por ella y exclamó:
"¡Si en este día comprendieras tú lo que puede conducirte a la paz! Pero eso está oculto a tus ojos. Ya vendrán días en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán y te atacarán por todas partes y te arrasarán. Matarán a todos tus habitantes y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no aprovechaste la oportunidad que Dios te daba".
Las palabras con que Jesús expresa su dolor por la suerte futura
de Jerusalén son como un eco de las lamentaciones del profeta Jeremías (Cf. Jr 8,18-23) ante la destrucción de la
ciudad por Nabucodonosor, ocurrida en el año 586 a.C. Sin embargo, no se
descarta que en su redacción final San Lucas haya tenido en cuenta la toma de
Jerusalén por las legiones romanas de Tito en el año 70 d.C.
Jesús ha entrado en Jerusalén en medio del júbilo del pueblo
sencillo que lo ha reconocido como el rey enviado por Dios para traer la paz.
Las autoridades han debido ver esa manifestación como un tumulto popular
peligroso, una provocación de ese predicador y taumaturgo galileo que podría causarles
problemas con los romanos.
Jesús es consciente de ello, pero su interés se centra en el destino
de la capital de su país, que no ha querido reconocer lo que conduce a la paz
verdadera, contradiciendo incluso el significado de su nombre, Yeru-shalem, que evoca la paz. Ya antes
había expresado el dolor que le causaba la impiedad de Jerusalén que mata a los
profetas y apedrea a los que Dios le envía, frustrando así los planes de Dios;
y había manifestado su deseo de protegerla, comparándose a la gallina que reúne
a sus pollitos bajo sus alas (Lc 13, 34).
Vuelve ahora a constatar la cerrazón con que Jerusalén lo rechaza como portador
de la paz que Dios ofrece, y se conmueve hasta romper a llorar.
Es un llanto de dolor por la oposición de que es objeto y por las
consecuencias que puede tener para la ciudad el haber desaprovechado la
oportunidad dada por Dios de jugar un papel ejemplar en el establecimiento de
una existencia pacífica de la humanidad. Resuena en sus palabras la congoja del
profeta que ve la ruina a la que se precipita su ciudad y su nación: Mis ojos se deshacen en lágrimas día y noche
sin cesar porque un gran desastre viene sobre mi pueblo, y su herida es
incurable… (Jer 14, 17).
No es una amenaza ni un vaticinio de la destrucción futura de la
ciudad como castigo divino. Él no ha hecho más que mostrar la misericordia de
un Dios que perdona. Pero no es ciego a lo que su pueblo puede causarse a sí
mismo por haberse negado a comprender lo que conduce a la paz. Quien
obstinadamente rechaza la paz, atrae contra sí la guerra y la desgracia.
Viniendo a nuestra situación, se puede decir que este pasaje
evangélico mueve a discernir los signos de los tiempos para hallar en ellos la
presencia del Señor y su ofrecimiento de paz personal, social y mundial.
Jerusalén no ha reconocido en “en este día”, la venida del Señor y su salvación.
También nosotros podemos ignorarla y no ver el presente como el
tiempo para el encuentro con el Señor y con la existencia pacífica, fraterna y
justa a la que nos invita. Esforcémonos,
por tanto, por entrar en ese descanso y que nadie caiga siguiendo el ejemplo de
la rebeldía, dice la carta a los Hebreos (4,11). Pero el día del Señor sigue ignorado,
desaprovechado. Las naciones no reducen sus gastos de armamento, los medios no
hacen más que propalar la falacia de la eficacia de la violencia para resolver
conflictos y como individuos mantenemos en nuestro interior resentimientos y
hostilidades.
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