P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Estén alerta, para que los vicios, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida no entorpezcan su mente y aquel día los sorprenda desprevenidos; porque caerá de repente como una trampa sobre todos los habitantes de la tierra.
Velen, pues, y hagan oración continuamente, para que puedan escapar de todo lo que ha de suceder y comparecer seguros ante el Hijo del hombre".
Se puede decir que, en cierto modo, Dios siempre está viniendo y que
la vida humana es siempre peregrinación, éxodo, camino; y ambos, Dios y el ser
humano, se encuentran en el tiempo, en la historia. Pero lo más sorprendente es
comprobar, a la luz de la fe, que Dios por su encarnación no sólo se acerca a
la humanidad, sino que “se hace carne de nuestra carne, tierra de nuestra
tierra, historia de nuestra historia”.
Dios está siempre con nosotros, no abandona nunca este mundo por
el cual su Hijo dio la vida. Al mismo tiempo, como meta de nuestro caminar nos
aguarda al final de nuestro viaje en el tiempo. Cuando Jesús habló sobre el final
del mundo y de la historia humana no reveló cosas extrañas y ocultas, sino que quiso
quitarnos el velo, que nuestros miedos y errores nos ponen sobre los ojos, para
que estemos atentos a la presencia de Dios y nos preparemos para el encuentro,
sabiendo que la palabra última que Él dice sobre el mundo, no es una palabra de
destrucción y de muerte sino de creación y vida nueva.
Marchamos, sí, hacia la disolución del mundo viejo pero, al mismo
tiempo, al nacimiento del nuevo. Y hay una relación entre la meta y el camino
que estamos llevando. Dios realiza su plan en la historia, no fuera de ella. En
esta realidad nuestra con sus contradicciones y en la vida personal de cada uno,
con sus caídas y sus esfuerzos, se desarrolla el misterio de la muerte y
resurrección de Jesús, y el misterio del reino de Dios que crece sin que nos
demos cuenta hasta alcanzar su plenitud. Jesús no quiere satisfacer nuestra
curiosidad sobre el futuro, Él quiere enseñarnos que el mundo tiene su origen y
su fin en el Padre, y quiere invitarnos a vivir el presente desde esta
perspectiva, la única que da sentido a la vida.
Para que nuestro encuentro final con el Señor sea la liberación
plena, la realización colmada y la felicidad perfecta que todos anhelamos, la
condición es vivir en una actitud de vigilancia y atención. Jesús es claro y
práctico en la advertencia que hace: hay que procurar que los corazones no se entorpezcan por el exceso de comida y
por las borracheras, y por las
preocupaciones de la vida, concretamente, por el dinero. En otras palabras,
no esperamos adecuadamente la llegada del Hijo del Hombre si sólo buscamos el disfrute
egoísta y acaparamos bienes materiales, sin tener en cuenta a los demás, sobre
todo a los necesitados.
Así, pues, a los primeros cristianos que preguntaban ansiosos
cuándo iba a venir el fin del mundo, el evangelio les decía cómo debían esperarlo;
a los cristianos de hoy que piensan con temor en el fin del mundo o viven como
si no lo esperaran porque ya no les interesa, el evangelio les dice qué sentido
tiene el esperarlo y cómo se debe esperar: procurando encaminar la historia
actual hacia la verdadera esperanza, que no defrauda.
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