P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, preguntó Pilato a Jesús: "¿Eres tú el rey de los judíos?".
Jesús le contestó: "¿Eso lo preguntas por tu cuenta o te lo han dicho otros?".
Pilato le respondió: "¿Acaso soy yo judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué es lo que has hecho?".
Jesús le contestó: "Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera de este mundo, mis servidores habrían luchado para que no cayera yo en manos de los judíos. Pero mi Reino no es de aquí".
Pilato le dijo: "¿Conque tú eres rey?".
Jesús le contestó: "Tú lo has dicho. Soy rey. Yo nací y vine al mundo para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz".
Según San Juan, Jesús demuestra ante Pilato esa autoridad que
causaba tanta admiración a sus contemporáneos y que sólo de Dios le ponía
venir. No responde directamente a las cuestiones que el gobernador romano le
presenta, sino que expone el sentido de su autoridad real: su realeza no es
como la de los emperadores romanos, de contenido simplemente político; ni la que
esperaban los judíos, centrada en la soberanía de Israel sobre sus enemigos.
Jesús no es rey como los reyes de este mundo. Mi reino no es de este mundo, dice. Pero con ello no quiere decir
que su influencia se limita únicamente al mundo interior de las personas, sino que
su reinado funciona y tiene unos intereses diametralmente distintos a la idea
que Pilato tiene de lo que es un rey. Jesús reina en el mundo transformándolo
radicalmente en la verdad y la justicia, y reina también en las personas,
cambiando los corazones.
Ya desde el comienzo de su historia, Israel reconoció a Yahvé como
el único rey y señor (cf Sal 93). Toda
la esperanza de Israel se fue centrando con el correr de los siglos en una acción
de Dios, que cumpliría el anhelado ideal de un sociedad justa y en paz. En los
momentos más dramáticos de su historia, durante el exilio en Babilonia, por
ejemplo, los profetas alentaron al pueblo con la esperanza del señorío de Dios que
pondría fin a toda pobreza y tribulación (Zac
14,6-11.16s, cf. Sof 3,14s;).
Y al final de la era del antiguo testamento, durante la dominación
griega, los libros de Daniel, Sabiduría y Macabeos, presentarían el reinado de
Dios como ruptura con la historia antigua de desgracias y el inicio de una nueva
era con entrega de la soberanía al Israel redimido (Dan 2,44s; 7,13s). A partir de entonces, la idea del reino de Dios se
llenó de contenidos nacionalistas y políticos (liberación del poder extranjero,
juicio contra pecadores, venganza contra los paganos) y surgieron movimientos
armados contra los invasores del país, enemigos de Dios.
La venida del reino de Dios fue el tema principal de la predicación
de Jesús. Lo presentó como una realidad futura, que hay que pedir (Lc 11,2 par) y como algo que ya estaba
actuando en el presente, en su persona y en su obra (Lc 11,20/Mt 12,28: Si yo expulso los demonios con el poder de
Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a ustedes; cf. Lc 20,23s;
Mt 11,5s; Mc 2,19; Lc 10,18; Mc 3,27). Nadie había proclamado esto.
Las acciones de Jesús en favor de los enfermos y necesitados son
signos de la llegada del reino, que restaura la creación. No hay un derrumbamiento
catastrófico de este mundo, sino una restauración de las relaciones de los
hombres con el mundo, con el prójimo y con Dios (Mt 6,25-34 par; 5,45), algo que la acción humana por sí sola no
puede lograr. Al reino hay que “recibirlo como un niño”, reconocerlo como el don
y gracia por excelencia (Mc 10,15 par; Lc
15,11-32; Mt 20,1-15).
Pero hay algo en la predicación y en la actitud de Jesús que es
fundamental para entender el reino de Dios. Hace ver que esa realidad futura se
abre paso como el amor y solicitud de Dios por los perdidos, los descarriados y
los excluidos. Los judíos sabían bien que Dios perdona (Neh 9,17 – Ex 34,6s; Is 55,7; Sal 103) y que no quiere la muerte
del pecador, sino que se convierta (Ez
18,23; 33,11-16), pero se había impuesto la idea de la venganza, y se creía
en el castigo divino (cf. Is cap. 24, por ejemplo).
Jesús ignora la venganza contra los pecadores y los gentiles,
rechaza la división justos-pecadores porque todos son pecadores y pueden ser
objeto de la misericordia de Dios (Lc
13,1-5; cf. 10,13 par; 11,29-32 par). La salvación es ofrecida a todos (Mt 8,11 par; Mt 5,43s par), la bondad de
Dios irrumpe (Mc 10,18 par; Mt 7,9-11 par)
y se extiende a todos, especialmente a los pobres (Lc 6,20s; 15; Mt 20,1-15).
Jesús hizo presente esa bondad de Dios mediante su vida en favor
de los demás (Lc 6,20 par; Mt 11,5 par;
25,31-45). La solicitud perdonadora de Dios para con los perdidos, se pone
de manifiesto –para escándalo de muchos– en el gesto de Jesús de sentarse a la
mesa con ellos como anticipo de la alegría del reino (Mc 2,15.17; Mt 11,19; Lc 7,36-50; 15,1s; 19,1-10). Esa bondad de
Dios escandaliza a los piadosos, que hacían depender el perdón y salvación de
acciones humanas previas (conversión, Ley) y se creían aparte de los pecadores.
En la fiesta de Cristo Rey sentimos la invitación a acoger el don
del amor que Dios nos ofrece para reinar en nuestros corazones. Sentimos
también la llamada que Él hace para colaborar en la construcción de su reino. Y
sabemos -con el concilio Vaticano II- que “todo lo que contribuye a ordenar
mejor la sociedad humana, interesa muchísimo al reino de Dios. El reino ya está
presente en esta tierra, pero cuando el Señor vendrá entonces será consumado”.
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