P. Carlos Cardó SJ
Aquel día, Jesús entró en el templo y comenzó a echar fuera a los que vendían y compraban allí, diciéndoles: "Está escrito: Mi casa es casa de oración; pero ustedes la han convertido en cueva de ladrones".
Jesús enseñaba todos los días en el templo. Por su parte, los sumos sacerdotes, los escribas y los jefes del pueblo, intentaban matarlo, pero no encontraban cómo hacerlo, porque todo el pueblo estaba pendiente de sus palabras.
San
Lucas no dice más que lo esencial: que Jesús
entró en el templo y comenzó a expulsar a los vendedores y dijo: Está escrito:
Mi casa será casa de oración, pero ustedes la han convertido en cueva de
ladrones. Mateo (21, 12-17) añade el detalle de que tumbó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían
palomas. Marcos (11, 15- 19) dice que no
permitía que nadie pasara por el templo
llevando cosas. Y Juan (2, 13-22) sitúa el episodio al comienzo, en una
fiesta de pascua, y es más prolijo en detalles descriptivos de la situación: habla
del látigo que hace Jesús, del trato que da a unos vendedores y a otros y,
sobre todo, incluye la profecía: Destruyan
este templo y en tres días lo levantaré de nuevo.
No
es un simple arrebato de ira. Sin dejarse impresionar por la riqueza y poder
del templo material, Jesús adopta la actitud valiente de los profetas que
habían pretendido purificar la religión de Israel, denunciado las injusticias y
la corrupción de las autoridades religiosas.
Los
negocios montados por los sumos sacerdotes en los atrios e inmediaciones del
templo para la venta de los animales destinados a los sacrificios habían convertido
el lugar santo en una especie de antro dedicado al culto a Mammón,
personificación de la riqueza de iniquidad, que impide el culto al verdadero
Dios. No pueden servir a Dios y a Mammón,
había dicho Jesús (Lc 16, 13, Mt 6, 24).
Ahora purifica el templo para que vuelva a brillar en él la gloria de Dios.
Además,
con su gesto profético, Jesús relativiza la importancia que el judaísmo atribuía
al templo material. Ya Jeremías había declarado que no bastaba recurrir al
templo para sentirse seguros si se mantenía una mala conducta: No confíen en palabras engañosas repitiendo:
¡El templo del Señor! ¡El templo del Señor! ¡El templo del Señor! … ¿Acaso piensan que pueden robar, matar,
cometer adulterio, jurar en falso, incensar a Baal, correr detrás de otros
dioses que no conocen, y luego venir a presentarse ante mí en esta casa
consagrada a mi nombre, diciendo: “Ya estamos seguros”, para seguir cometiendo
las mismas maldades? ¿Han convertido esta casa consagrada a mi nombre en una cueva
de ladrones? (Jer 7, 4.8-10).
Dios
no soporta que se utilice su nombre para cometer inmoralidades, dividir, generar
privilegios y sostener poderes indefendibles. Menos aún soporta que se le
quiera comprar su amor salvador. La salvación, fruto de su amor, se recibe como
gracia siempre inmerecida y se responde a ella con una vida de hijos que se
aman unos a otros como son amados.
Esta
acción de Jesús que le hace aparecer como alguien superior al templo enardece
los ánimos de las autoridades judías, que deciden matarlo: Los jefes de los sacerdotes, los maestros de la ley y los principales
del pueblo buscaban matarlo. Pero no encontraban modo de hacerlo porque el
pueblo entero estaba escuchándolo, pendiente de su palabra. Los poderosos y
sabios de este mundo persiguen al portador del reino de Dios; los pobres y
sencillos, en cambio, que escuchan su palabra, entrarán en él.
Éstos
formarán el nuevo pueblo, que el Señor va a adquirir cuando extienda sus brazos
en la cruz, cumpliendo la voluntad de su Padre. Este pueblo nuevo, santificado
por el Espíritu del Señor, será en el mundo el espacio que significa y produce
la presencia de Cristo Resucitado. Sus miembros, como piedras vivas, irán construyendo un templo espiritual dedicado a
un sacerdocio santo, para ofrecer, por medio de Jesucristo, sacrificios
espirituales agradables a Dios (1 Pe 2,4-5).
Ellos
son el nuevo templo, en el que se ofrece el culto definitivo, en espíritu y en verdad (Jn 4, 24), con la ofrenda de sus
personas, entregadas a la causa de Jesús y de su Reino (Rom 12,1-3).
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