domingo, 31 de enero de 2021

Homilía del IV Domingo del Tiempo Ordinario - Enseñaba con autoridad (Mc 1, 21-28)

P. Carlos Cardó SJ

Jesús cura al poseído por el demonio, acuarela opaca sobre grafito en papel tejido gris de James Tissot (entre 1886 y 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad.

Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: "¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios".

Jesús le increpó: "Cállate y sal de él".

El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: "¿Qué es esto? Éste enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen".

Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.

La autoridad con que Jesús predicaba causaba admiración y entusiasmo en la gente sencilla pero enfurecía a los fariseos y doctores de la ley. Ellos no hacían más que repetir frases de otros, Jesús hablaba en primera persona, haciendo ver que su autoridad provenía de Dios. Por eso lo juzgaban como blasfemo que pretendía ponerse al nivel de Dios. Pero Jesús, sin intimidarse, y llegaba a decir: Las palabras que yo les digo no son mías, sino del Padre que me ha enviado (Jn 7,16).

Su autoridad, además, se cimentaba en la unidad inquebrantable que había entre su palabra y su conducta. Transmitía un mensaje que Él mismo vivía, y esto era tan evidente, que aun sus enemigos llegaron a reconocer: Maestro, sabemos que eres sincero, que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te dejas influenciar por nadie, pues no miras las apariencias de las personas (Mt 22,16).

Al mismo tiempo, Jesús acompañaba su palabra con “signos” en favor de la vida, sobre todo de los más necesitados y de los tenidos por “perdidos”. Tales acciones condensaban su poder sobre el mal de este mundo, demostraban lo más característico de su misión salvadora y anticipaban la presencia del reinado de Dios. Así lo afirmó Él mismo: Si yo expulso los demonios con el dedo (o poder) de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a ustedes (Lc 11, 20; Mt 12,28; cf. Mc 3,22-30).

La gente se daba cuenta de que Jesús no se limitaba a pronunciar discursos, sino que sus palabras hacían ver la vida con nueva luz, liberaban de lo que oprime o esclaviza y hacían posible experimentar la cercanía bondadosa de Dios. Esta es la novedad de la autoridad de Jesús.

En ese tiempo, las enfermedades, sobre todo las mentales y algunas funcionales como la epilepsia, se atribuían a “espíritus inmundos”. En el fondo de tal creencia estaba la convicción de que la enfermedad es algo no querido por Dios porque trastorna el orden de su creación y daña a sus criaturas. El adjetivo “inmundo” señalaba la idea de algo que está en oposición a Dios. Hoy llamaríamos a tales “endemoniados” enfermos psiquiátricos, pero no por ello dejan de ser un signo especialmente sugerente de los efectos del mal de este mundo sobre la integridad, libertad y salud de las personas.

En el texto de hoy, Jesús demuestra su autoridad realizando una de estas curaciones en sábado y en la sinagoga. Fue en favor de uno de sus oyentes, que interrumpió de pronto su enseñanza gritando: ¿Qué tienes tú contra nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres, el Consagrado de Dios. Pudo ser un fanático que reaccionó enfurecido contra la nueva enseñanza de Jesús y el entusiasmo que despertaba en la gente. Intenta provocar a Jesús para que defina ante el auditorio qué tipo de mesías encarna, y demuestre que es el salvador esperado.

Jesús no enfrenta al sujeto, sino al mal que lo atormenta. No da oídos a sus insinuaciones sobre su condición de Mesías, sino que lo libera de su esclavitud interior. ¡Cállate y sal de él!, ordenó. Y el espíritu inmundo, retorciéndolo y dando un alarido, salió de él. Jesús, vencedor del mal, hace que “los perdidos” sientan que sus vidas, llenas de desesperanza y rencor, se restablezcan y se reintegren adecuadamente en la sociedad.

Viendo el texto en su actualidad, se puede decir que, por el hecho de ser miembros de la Iglesia, cuerpo de Cristo, a nosotros se nos encomienda hoy la misión de “exorcizar” todos esos demonios que despersonalizan, humillan y enferman a la gente, o deshumanizan las relaciones en sociedad. A ello se refiere el Papa Francisco cuando enfrenta el gravísimo problema de la corrupción que, como verdadero espíritu inmundo, invade todos los campos.

El uso indebido del poder en lo burocrático y político, las argollas de funcionarios públicos coludidos con intereses privados, la normalización del soborno y de la coima, son un proceso de muerte, que “se ha vuelto natural, al punto de llegar a constituir un estado personal y social ligado a la costumbre, una práctica habitual en las transacciones comerciales y financieras, en las contrataciones públicas, en cada negociación que implica a agentes del Estado... e interfiere en el ejercicio de la justicia con la intención de los propios delitos o de terceros” (mensaje a la Asociación Internacional de Derecho Penal, 23.10.2014).

Tales fenómenos cristalizan la acción del mal en el mundo de hoy. Contra ella hay que actuar con la autoridad y eficiencia que Jesús muestra en el evangelio, fruto principalmente de su propia autenticidad y coherencia moral.

sábado, 30 de enero de 2021

La tempestad calmada (Mc 4,35-40)

P. Carlos Cardó SJ

Cristo y la tempestad en el lago de Galilea, óleo sobre lienzo de Rembrandt van Rijn (1633), colección privada

Aquel día al atardecer Jesús les dijo: "Pasemos a la otra orilla".

Ellos despidieron a la gente y lo recogieron en la barca tal como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un viento huracanado, las olas rompían contra la barca que estaba a punto de anegarse. Él dormía en la popa sobre un cojín.

Lo despertaron y le dijeron: "Maestro, ¿no te importa que naufraguemos?". Se levantó, increpó al viento y ordenó al lago: "¡Calla, enmudece!". El viento cesó y sobrevino una gran calma.

Y les dijo: "¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?".

Llenos de miedo se decían unos a otros: "¿Quién es éste, que hasta el viento y el lago le obedecen?".

Después de una serie de parábolas sobre la presencia y actuación del reino de Dios, Marcos sitúa la tempestad calmada, que es una parábola en acción. Su intención parece ser poner de manifiesto que la falta de fe impide a los discípulos comprender la lógica del reino de Dios, tal como ha sido expuesta por Jesús en las parábolas.

Elemento central en el relato es la barca, que representa a la Iglesia. En ella los discípulos acogen la invitación de su Señor con temor y perplejidad. Al caer la tarde, les dijo: Pasemos a la otra orilla. Ellos dejaron a la gente y lo llevaron en la barca. De pronto se levanta un gran temporal, y las olas cubren la barca que parece a punto de zozobrar, lejos de la orilla a la que se dirigen. No les queda otra cosa que fijar los ojos en Jesús, fiarse de Él para poder avanzar. Si la Iglesia se queda mirando sus propias dificultades, se hunde.

Pero – hecho curioso – Jesús duerme. Su tranquilidad le viene de la absoluta confianza que tiene siempre en Dios. Los discípulos, en cambio, en el peligro, sólo perciben su propia impotencia; pero en eso mismo se les abre la posibilidad de abrirse a la fe que salva. Siempre resuena en la Iglesia el grito de la humanidad sufriente que llega hasta Aquel cuyo nombre, Jesús, significa “Dios salva”. Despertaron a Jesús y le dijeron: Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?

El miedo paraliza y confunde. Es una experiencia que todos tenemos alguna vez. Aquí el miedo tiene un contenido eclesial. Se siente a veces al no poder compaginar esas dos imágenes de la Iglesia que el evangelio emplea: la de la casa construida sobre roca, que sugiere estabilidad y seguridad, y la de la barca, que se mueve y navega no siempre por mares tranquilos sino encrespados, golpeada por las olas. La experiencia nos puede hacer sentir inseguros o llenar la mente de confusiones. Jesús nos echa en cara la falta de confianza: ¿Por qué son tan cobardes? ¿Aún no tienen fe?

Podemos también referir el texto al camino de fe del cristiano, que no es camino llano sino sembrado de agitaciones, dudas y caídas. La duda está en medio entre la incredulidad y la fe. De una u otra forma todos pasamos por ella. Y llega un momento en que nos decidimos a invocar al Señor, más allá de lo que hemos creído o no creído.

Aparte de esto, están también nuestros miedos personales y colectivos ocasionados hoy, entre otras cosas, por las crisis económicas, los escándalos, la inseguridad, el daño ecológico, la pandemia; amén de la carga negativa de carencias, limitaciones y debilidades que cada cual lleva consigo en su propia historia. Todo eso puede llegar a paralizar a las personas, o hacerlas incurrir en depresión, abandono, desesperanza.

Frente a todo temor y miedo, el mensaje central del texto lo podemos ver en la pregunta que Jesús hace: ¿Cómo no tienen fe? San Pablo dirá: Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para el bien de los que lo aman (Rom 8,28). Por consiguiente, es importante aprender a percibir la presencia del Señor en medio de las dificultades, a valorar lo positivo que se mezcla con lo negativo, y a discernir los signos de esperanza (por pequeños que sean) que se dan en medio de las tribulaciones.

 Madurez humana y cristiana es saber leer la historia a la luz de la Palabra; no dejarse vencer por el mal, sino vencer el mal a fuerza de bien; saber asimilar crisis y frustraciones de tal modo que, cuando falte lo ideal, pueda uno aferrarse a lo posible y no desfallecer jamás.

La presencia del Cristo Resucitado en su Iglesia es callada, silenciosa, como quien está ausente o dormido, aunque en realidad está activo cumpliendo su promesa: Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo. En las crisis, en las caídas, en la soledad y oscuridad, el cristiano se agarra de su Señor y alarga también la mano para ayudar a otros.

viernes, 29 de enero de 2021

La semilla que crece día y noche y el grano de mostaza (Mc 4, 26-34)

P. Carlos Cardó SJ

Sembradores de patatas, óleo sobre lienzo de Jean-Francois Millet (1861), Museo de Bellas Artes de Boston, Estados Unidos

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: "El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega."
Dijo también: "¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas".

Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.

La primera parte de este texto de Marcos corresponde a la parábola de la semilla que crece por sí misma de día y de noche sin que el campesino sepa cómo. Se afirma la prioridad absoluta de Dios, frente a la cual no tiene sentido pensar que su reino depende de la actividad humana, o que se rige según los criterios mundanos que regulan las relaciones de producción.

El cristiano debe asumir que, después de poner lo que está de su parte para colaborar en el crecimiento del reino, ha de abandonarlo todo en manos de Dios, que hace mucho más que lo que nosotros podemos realizar. En este sentido es famosa la frase atribuida a San Ignacio: «Pon de tu parte como si todo dependiera de ti y no de Dios, pero confía como si todo dependiera de Dios y no de ti».

Se podría decir también: «Confía en Dios sin olvidarte jamás de hacer todo lo que puedas por ti mismo; trabaja sin olvidar jamás que, en definitiva, todo depende solamente de la gracia de Dios» (H. Rahner). Este pensamiento corresponde a lo que el mismo Jesús dice en el evangelio de Lucas: Cuando hayan hecho lo que se les había mandado digan: Siervos inútiles somos, hemos hecho lo que debíamos hacer (Lc 17,10).

Dejarle el resultado final a Dios, después de haber obrado con firmeza y perseverancia, mantenerse fiel en el buen propósito, aunque muchas veces no sea posible conocer los resultados, creer con confianza absoluta en el poder de Dios que obra muy por encima de lo que nuestras débiles fuerzas pueden lograr, éste es el modo de andar en la vida como Jesús nos enseña.

En nuestro esfuerzo diario por encarnar en nosotros, en nuestra familia y en la sociedad los valores del evangelio, la actitud de responsabilidad, que va unida a la confianza, nos libra de todo voluntarismo ingenuo y de la angustia que se siente por creer que el éxito depende únicamente de nuestra propia capacidad. Dios es quien hace germinar y crecer y fructificar la semilla que el hombre siembra.

En un mundo que exacerba el sentido de la eficacia y del éxito personal, es muy fácil caer en el cansancio y el desaliento. Se vive para el trabajo y la producción, y otras realidades de la vida, como la atención de la familia y el cultivo de nuestra vida espiritual, pierden valor y se descuidan. El resultado tantas veces comprobado es la incomunicación, la falta del sentido de lo gratuito, es decir, de aquellas cosas cuyo valor no es económico, pero que son imprescindibles para poder mantener unas relaciones verdaderamente humanas con los demás, con nuestro propio interior y con Dios.

No hay tiempo para nada, porque no se valora ese tiempo “perdido” que es la dedicación al hogar, el simple estar a gusto con las personas queridas, la expresión del afecto y, en el plano religioso, la oración, la meditación, la lectura de la Biblia, el silencio interior y exterior. Incluso para todo cristiano maduro, que orienta su vida profesional a la construcción de un país más humano y justo para todos, es una necesidad el recordar que no siempre sus esfuerzos obtendrán el éxito esperado y que el reino de Dios es mucho más que una construcción humana, razón por la cual hay que mantener la confianza en el Padre y no olvidar nunca que Dios es siempre más.

La segunda parte del texto es la parábola del granito de mostaza, símbolo del reino en acción. Como la semilla de mostaza, el reino tiene apariencia casi insignificante, casi invisible, y hay que discernir para reconocerlo. Actúa en la historia como actuó Jesús: en pobreza, sin poder religioso ni político. Su conocimiento está reservado a los pequeños y sencillos.

La parábola hace pensar en Cristo, grano caído en tierra, Dios que se abaja para asumir nuestra condición humana y se revela haciéndose un Niño que nace en un pesebre. Hay aquí una invitación a entrar por los caminos de Dios, por la lógica de su reino: según la cual, el mayor es quien se ha hecho el más pequeño de todos (Lc 9,48; 22,26ss). La parábola nos libra de todo delirio de grandeza.

jueves, 28 de enero de 2021

Luz del mundo y saber escuchar (Mc 4,21-25)

P. Carlos Cardó SJ

Cruz en el bosque, óleo sobre lienzo de Caspar David Friedrich (1812 aprox.), Galería Nacional de Stuttgart, Alemania

Jesús les dijo también: “Cuando llega la luz, ¿debemos ponerla bajo un macetero o debajo de la cama? ¿No la pondremos más bien sobre el candelero? No hay cosa secreta que no deba ser descubierta; y si algo ha sido ocultado, será sacado a la luz. El que tenga oídos para escuchar, que escuche”.

Les dijo también: “Presten atención a lo que escuchan. La medida con que ustedes midan, se usará para medir lo que reciban, y se les dará mucho más todavía. Sépanlo bien: al que produce se le dará más, y al que no produce se le quitará incluso lo que tiene”.

En Marcos el ser luz puede ser la conclusión de la parábola del sembrador: cuando la semilla-Palabra cae en tierra buena, produce fruto y lo oculto y secreto de la semilla-Palabra ha de hacerse público y notorio. La identidad cristiana cuando está asimilada se deja ver, se trasluce, resalta. Cristo es la luz, es quien ilumina y damos su luz.

Nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija o la oculta debajo de la cama, sino que la pone en un candelero, en alto, que todos los vean. Responsabilidad grande. Impacto que producimos. Pensemos qué debemos hacer para que la palabra se transmita de modo creíble, sea respetada, tenida en cuenta.

No es buscar sobresalir, brillar, hacernos ver. Jesús advierte: “Cuidado con practicar las buenas obras para ser vistos por la gente…, no vayas pregonándolo como lo hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles para que los alaben los hombres” (Mt 6, 1-2). Seamos con sencillez lo que debemos ser: auténticos, con identidad clara y manifiesta.  No se puede esconder la identidad. Y la identidad brillará; es consecuencia.

Nada hay oculto que no se descubra ni secreto que no se conozca. Jesús es luz, pero oculta, como semilla en tierra. En medio de dificultades se recibe y acoge la luz, misterio del Señor y del reino.

Por eso pongan atención a cómo escuchan. Si escuchamos con atención, descubrimos el sentido de la palabra y la luz en medio de la realidad oscura. Lo oculto queda al descubierto. En la medida de nuestra fe, sabemos escuchar y se nos da el conocimiento del misterio. Quien tiene capacidad de escucha recibirá más y más luz. Pero a quien no sabe escuchar se le quitará aun lo que tiene, en el sentido de que no será capaz de acoger el don que se le ofrece y lo perderá por no saber acogerlo.

El pueblo judío no aceptó la plenitud de la revelación en Jesucristo, no tuvo fe; por ello lo que tenía (elección, alianza, obras maravillosas en su favor, promesa), lo perdió. En cambio los seguidores de Jesús, aun los paganos, tuvieron fe y recibieron el don de lo alto.

Lámpara para mis pasos es tu palabra, luz en mi camino (Sal 119, 105).

miércoles, 27 de enero de 2021

La parábola del sembrador (Mc 4, 1-20)

 P. Carlos Cardó SJ

El sembrador, ilustración de Catharine Shaw para “Long ago in Bible lands” publicada por John F. Shaw and Co., 1911

Otra vez Jesús se puso a enseñar a orillas del lago. Se reunió tanta gente junto a él, que tuvo que subir a una barca y sentarse en ella a alguna distancia, mientras toda la gente estaba en la orilla. Jesús les enseñó muchas cosas por medio de ejemplos o parábolas.

Les enseñaba en esta forma: "Escuchen esto: El sembrador salió a sembrar. Al ir sembrando, una parte de la semilla cayó a lo largo del camino, vinieron los pájaros y se la comieron. Otra parte cayó entre piedras, donde había poca tierra, y las semillas brotaron en seguida por no estar muy honda la tierra. Pero cuando salió el sol, las quemó y, como no tenían raíces, se secaron. Otras semillas cayeron entre espinos: los espinos crecieron y las sofocaron, de manera que no dieron fruto. Otras semillas cayeron en tierra buena: brotaron, crecieron y produjeron unas treinta por uno, otras el sesenta y otras el ciento por uno."

Y Jesús agregó: "El que tenga oídos para oír, que escuche".

Cuando toda la gente se retiró, los que lo seguían se acercaron con los Doce y le preguntaron qué significaban aquellas parábolas.

El les contestó: "A ustedes se les ha dado el misterio del Reino de Dios, pero a los que están fuera no les llegan más que parábolas. Y se verifican estas palabras: Por mucho que miran, no ven; por más que oyen no entienden; de otro modo se convertirían y recibirían el perdón".

Jesús les dijo: "¿No entienden esta parábola? Entonces, ¿cómo comprenderán las demás? Lo que el sembrador siembra es la Palabra de Dios. Los que están a lo largo del camino cuando se siembra, son aquellos que escuchan la Palabra, pero en cuanto la reciben, viene Satanás y se lleva la palabra sembrada en ellos. Otros reciben la palabra como un terreno lleno de piedras. Apenas reciben la palabra, la aceptan con alegría; pero no se arraiga en ellos y no duran más que una temporada; en cuanto sobrevenga alguna prueba o persecución por causa de la Palabra, al momento caen. Otros la reciben como entre espinos; éstos han escuchado la Palabra, pero luego sobrevienen las preocupaciones de esta vida, las promesas engañosas de la riqueza y las demás pasiones, y juntas ahogan la Palabra, que no da fruto. Para otros se ha sembrado en tierra buena. Estos han escuchado la Palabra, le han dado acogida y dan fruto: unos el treinta por uno, otros el sesenta y otros el ciento".

A pesar de la oposición de sus parientes que se lo han querido llevar por creerlo loco, y de los expertos de la religión que han dicho de Él que está endemoniado, Jesús retoma la actividad a orillas del lago de Galilea. Se junta tanta gente que tiene que subirse a una barca y predicar desde allí. Enseña con parábolas que todos entienden, concretamente de la faena de la siembra, que todos conocen.

Pero la parábola tiene su misterio: subraya la pérdida que sufre el sembrador de tres cuartas partes de su semilla para contrastar con el fruto paradójicamente abundante, de treinta y sesenta por uno, y hasta de ciento por uno al final, lo cual resulta extraordinario.

En Palestina, según los entendidos, lo máximo que se conseguía en una cosecha era el 7,5 por ciento; las tierras no eran buenas y el agua era escasa. Como la parábola tiene que ver con el reino de Dios, quedaba claro que Jesús quería hacer ver que el establecimiento de la justicia, la paz y la fraternidad, propias del plan de Dios, tendría un desarrollo difícil, con  logros débiles y precarios hasta alcanzar el triunfo pleno del amor salvador de Dios al final de la historia.

Este “misterio” del desarrollo lento pero irreversible del reino de Dios será revelado a los discípulos y, por su predicación, será anunciado a todas las naciones para que todos, judíos y cristianos, lleguen a ser buena tierra y formen el único cuerpo de Cristo. Así explicó Jesús su parábolas a los discípulos y Pablo desarrollará la idea del “misterio” del reino refiriéndolo en definitiva a la incalculable riqueza que es conocer a Jesucristo y hacerse merecedor de la salvación que Él trae (Ef 3, 5-8.18).

Jesús explica la parábola a los suyos, es decir, a los que están a su alrededor junto con los doce apóstoles. No son sus parientes sino los que se han  hecho discípulos suyos. Los de fuera son los que no tienen disposición para creer y seguirlo. Estos por más que miren y oigan no verán ni entenderán, a no ser que se conviertan. El mensaje del reino no puede quedarse únicamente como una doctrina que se escucha (y se aprende), debe recibirse con fe y adhesión libre de modo que suscite una actitud de cambio personal progresivo, con la consiguiente superación de dificultades, resistencia e incomprensiones propias o venidas del exterior.

El campo en el que se realiza la labor del anuncio del reino es el mundo, la humanidad, y es también la comunidad cristiana y la disposición de cada persona para acoger la palabra evangélica. La explicación alegórica de la parábola hace referencia a cuatro situaciones que pueden darse en la comunidad. En este sentido, es una exhortación a los cristianos para que se mantengan perseverantes en la escucha y práctica del mensaje a pesar de las dificultades interiores o exteriores que vendrán: superficialidad, inconstancia, preocupaciones mundanas, atracción de la riqueza, engaños…

Pero para que no se lea la parábola en clave moralista o induzca a un voluntarismo egocéntrico, hay que recordar que la auténtica escucha de la palabra y su consecuente fecundidad y fruto dependen siempre de la adhesión vital a la persona de Cristo, portador y realizador del reino. Sólo la relación cordial con el Señor, que permite conocerlo internamente para más amarlo y servirlo, hace posible la fidelidad aun en medio de las adversidades.

martes, 26 de enero de 2021

La verdadera familia de Jesús (Marcos 3, 31-35)

P. Carlos Cardó SJ

Cristo cura a los enfermos, óleo sobre lienzo de Washington Allston (1813), Museo de Arte de Worcester, Massachusetts, Estados Unidos

Entonces llegaron su madre y sus hermanos, se quedaron afuera y lo mandaron a llamar. Como era mucha la gente sentada en torno a Jesús, le transmitieron este recado: "Tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y preguntan por ti".

Él les contestó: "¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?".

 Y mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dijo: "Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de Dios es hermano mío, y hermana y madre".

Hay en el texto una clara contraposición entre los parientes de Jesús que se quedan fuera de la casa y los que están dentro, sentados a su alrededor. Estar sentados en torno a Jesús equivale a “estar con Él”, que fue la finalidad para la que Jesús convocó a los Doce: llamó a los que quiso para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar (Mc 3,14). La constitución de los doce apóstoles correspondió al nacimiento del nuevo Israel. Aquí, los que están sentados a los pies del Maestro, escuchando su palabra, representan a todos aquellos que siguen a Jesús con la actitud propia del discípulo.

Probablemente estos de dentro son la misma gente que llenó la casa hasta el punto de no dejarle a Jesús ni tiempo para comer (Mc 3,20). Son venidos de todas partes, gente sencilla, muchos de ellos enfermos que han venido para ser curados de sus dolencias. No son fariseos ni expertos en la ley y la religión. Lo cual quiere decir que todos pueden acercarse al Señor, hacerse discípulos suyos y seguirlo, basta tener fe y disposición para recibir su palabra y hacerla vida en sus personas.

Llegaron su madre y sus hermanos y, quedándose afuera, lo mandaron llamar… Jesús recibe el aviso: ¡Oye! Tu madre y tus hermanos están afuera y te buscan. No se dice el nombre de su madre ni de sus hermanos. Tienen aquí una función representativa, son los que están vinculados a Él por lazos de consanguinidad, la comunidad de la que procede, en la que se ha criado.

Jesús respondió: ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Y mirando entonces a los que estaban sentados a su alrededor, añadió: Estos son mi madre y mis hermanos.

Antes el evangelista Marcos captó una mirada de Jesús: cuando en la sinagoga, antes de curar al hombre de la mano seca, miró a los fariseos. Fue una mirada de ira. Ahora vuelve a fijarse en el detalle de la mirada. Pero esta vez es, sin duda, de amor y de acogida a toda esa gente pobre y sencilla que se acercado a Él y forman su círculo y Él los quiere como su familia verdadera.

A ese grupo podemos pertenecer. Pero hay que dar el paso de una fe imperfecta a una fe íntima, hecha de adhesión cálida y profunda a la persona de Jesús, cuyo mayor interés en todo era hacer la voluntad de su Padre. Así mismo, el discípulo, sentado a sus pies, aprende de Él a hacer de la voluntad de Dios la norma de su propio obrar. Y se forja entre el Señor y sus discípulos un auténtico parentesco, una familia: Estos son mi madre y mis hermanos.

Se puede estar dentro o estar fuera. Puede uno estar relacionado con Cristo por vínculos humanos, sociales, culturales, ser contado incluso entre los que llevan su nombre, cristianos, pero no tener su parecido, su aire familiar: porque el rasgo más saltante de Jesús, su pasión por hacer en todo la voluntad del Padre, no se refleja en su persona. Esta posibilidad está abierta a todos, pues a todos llega la misericordia de Dios en Jesús, incluso a los que se sienten alejados de “la casa de Dios”. No es privilegio de unos cuantos el estar cerca del Señor. Se entra al grupo de su familia mediante la escucha obediente de su palabra.

Hay quienes utilizan injustamente este texto sobre los parientes de Jesús para atacar el culto que los católicos damos a María. Lo que admiramos en ella y es motivo de nuestra veneración es precisamente su fe: María es modelo de creyente y figura de la Iglesia que acoge la palabra y la lleva a cumplimiento. Ella es bienaventurada porque cree y su maternidad se origina en su fe que la hace escuchar la Palabra y darle su asentimiento para que se encarne en su seno por obra del Espíritu Santo. Lo importante, pues, es pasar como María de un parentesco físico a un parentesco “según el Espíritu”, fundado en la escucha y puesta en práctica de la palabra: “Aunque hemos conocido a Cristo según la carne, ahora no lo conocemos así, sino según el Espíritu” (2 Cor 5,16).

lunes, 25 de enero de 2021

Vayan por todo el mundo (Mc 16, 15-18)

P. Carlos Cardó SJ

Tercera aparición de Cristo, óleo sobre lienzo de Aelbrecht Bouts (1500 aprox.), Museo de Lovaina, Bélgica

Jesús les dijo: "Vayan por todo el mundo proclamando la Buena Noticia a toda la humanidad. Quien crea y se bautice se salvará; quien no crea se condenará. A los creyentes les acompañarán estas señales: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes; si beben algún veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se sanarán".

Este epílogo del evangelio de Marcos fue añadido hacia la mitad del siglo II. La razón que dan los exegetas es que a las primeras comunidades cristianas les causaba desazón el final tan abrupto de Marcos, que cierra su evangelio con el miedo y la huida de las mujeres del sepulcro vacío (Mc 16, 1-8). Se buscó por eso una prolongación de los relatos que condujeran a un final más adecuado, armonizando con la temática general del evangelio. Sin embargo, aunque se trate de un añadido, no deja de ser un texto inspirado y canónico, es decir, incluido en el elenco oficial de los libro de la Biblia.

Se pueden percibir en el relato las inquietudes y preocupaciones de los primeros cristianos de Roma, donde fue escrito este evangelio. Ellos no habían visto al Señor, pero basaban su fe Jesucristo en el testimonio que les transmitieron los primeros testigos, los apóstoles y discípulos del Señor.

Por eso el texto enumera los sucesivos testimonios aportados a la comunidad. En primer lugar el de María Magdalena. Se alude a la acción sanante realizada por Jesús en favor de ella, liberándola de siete “demonios”, es decir, de siete males, siete enfermedades. Luego se subraya el estado de tristeza y llanto en que estaban los discípulos, que no creyeron en un primer momento en el anuncio de Magdalena: al oír que estaba vivo y que ella lo había visto, no le creyeron. Viene después la alusión a la experiencia de los discípulos de Emaús y al testimonio que dieron a los demás, y que tampoco fue aceptado. Por último, se menciona la aparición del Resucitado a los Once reunidos en torno a la mesa. Y pone aquí el redactor el envío en misión para anunciar la buena noticia a toda criatura.

Se resalta el valor que tiene la comunidad en la experiencia cristiana, por ser el lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo permanece en ella, con su palabra y sus acciones salvadoras. Su poder salvador se prolonga en ella. Y ella vive de su memoria, que actualiza en la celebración de la fracción del pan.

Los primeros cristianos vivían amenazados, obligados a la clandestinidad. Una gran preocupación debió ser para ellos cómo conjugar la victoria de Cristo Resucitado con la persistencia y actuación del misterio del mal en el mundo. Tenían que abrirse a la fe/confianza en el Señor que, no obstante, sigue actuando también por medio de los creyentes. A través de ellos Jesucristo Resucitado continúa anunciando y manifestando el reinado de Dios y la salvación para el que crea y se bautice.

Nuestra fe en Él da a nuestra vida una orientación bien definida: nos hace anunciadores del Evangelio que hemos recibido para que otros crean también en el triunfo del amor de Dios en sus vidas, por Jesucristo su Hijo. En esto consiste el Evangelio: en que Dios envió a su Hijo para todos tengan vida plena. Pero así como la salvación que Dios ofrece no obrará en contra de nuestra voluntad, el Evangelio no se impone a la fuerza; la tarea evangelizadora, nuestra y de la Iglesia, respeta la libertad de las personas.

Las acciones prodigiosas que Jesús promete a los que crean en Él son representaciones simbólicas de la salvación y tienen que ver con la superación de todo lo que oprime a los seres humanos, de todo lo que obstaculiza la comunicación y la unión entre ellos, y de toda amenaza de la vida. Tales acciones son signos de la presencia del Reino en nuestra historia, semejantes a los que Jesús realizaba. La Iglesia, y nosotros en ella, debemos manifestarlos.

domingo, 24 de enero de 2021

Homilía del III Domingo del Tiempo Ordinario - Síntesis de la predicación pública de Jesús (Mc 1, 14-15)

P. Carlos Cardó SJ

Vocación de San Andrés y San Pedro, óleo sobre lienzo de Federico Barocci (1584 – 1588), Museo de Bellas Artes de Bruselas, Bélgica

Después de que tomaron preso a Juan, Jesús fue a Galilea y empezó a proclamar la Buena Nueva de Dios.

Decía: "El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca. Renuncien a su mal camino y crean en la Buena Nueva".

Mientras Jesús pasaba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y su hermano Andrés que echaban las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús le dijo: "Síganme y yo los haré pescadores de hombres". Y de inmediato dejaron sus redes y le siguieron.

Un poco más allá Jesús vio a Santiago, hijo de Zebedeo, con su hermano Juan, que estaban en su barca arreglando las redes. Jesús también los llamó, y ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los ayudantes, lo siguieron.

Después del arresto de Juan, Jesús se fue a Galilea proclamando la buena noticia de Dios. En su vida humana, en sus palabras, acciones y gestos más característicos, Jesús hace presente a Dios. Dios habla y actúa en Él, su palabra y sus obras son de Dios. Por eso, la predicación de Jesús no será un conjunto de sermones morales ni de explicaciones filosóficas o teológicas.

Más que su doctrina o enseñanza, lo que ofrece es su persona. Quien se deja influir por ella y establece una relación personal con Él siente la acogida de Dios, y su amor salvador. En Él, todo el anhelo de la humanidad por una vida segura y feliz, antes y después de la muerte hallan su cumplimiento.

Los hebreos esperaban la esta realización plena del ser humano como el cumplimiento de las promesa de Dios para un futuro indeterminado e incierto. Jesús dice: El tiempo se ha cumplido. Es decir, el tiempo de la espera ha concluido, ya hoy puede el hombre encontrarse con Dios y realizarse en la verdad profunda de su ser. Los profetas anunciaban el futuro; en Jesús el futuro se ha hecho presente. Por tanto, no hay tiempo que perder: ha llegado el momento decisivo.

El reino de Dios está cerca, afirma Jesús. Ningún profeta se había atrevido a decir una cosa así. Jesús asegura que ya Dios está actuando para establecer su reinado en el mundo. Dios da la fuerza para cambiar el propio corazón y une los corazones para la organización de un mundo justo y fraterno.

Pero la condición para que la fuerza de Dios triunfe en cada uno de nosotros es la conversión personal. Conviértanse, dice Jesús. Sólo el cambio de mente, sentimientos y actitudes hará posible un mundo diferente, de paz y armonía con uno mismo, con el mundo y con Dios. Es como un nuevo nacimiento para la vida que Jesús vive y ofrece.

Crean en el Evangelio, añade Jesús como resumen de lo anterior. Creer no es un acto puramente intelectual, ni una simple actitud moralista. Creer es adherirse a la persona de Jesús, seguirlo, desear parecerse a Él y arriesgarse a comprometerse con Él hasta el final. Esta adhesión a la persona de Jesús es lo que hace que el evangelio y la vida cristiana sea algo muy superior a una bella doctrina que uno aprende, a una hermosa causa por la que uno lucha, a una hermosa realización estética que uno admira. Jesús despierta en quien lo sigue una relación mucho más profunda y total: se le entrega no sólo la cabeza y la sensibilidad, se le entrega el corazón, el fondo del alma.

Entonces, pasando Jesús junto al lago de Galilea, vio a, Simón y a su hermano Andrés… y les dijo: Vengan conmigo… El llamamiento de los primeros discípulos viene a demostrar en qué consiste “creer en el evangelio”. Es una invitación personal la que nos hace Jesús en la persona de esos pescadores de Galilea. Síganme, nos dice, dándole a nuestra vida un dinamismo nuevo. La iniciativa no parte de uno mismo, sino de Jesús. No es un camino que uno se inventa, sino el camino de Dios entre los hombres. La vida cristiana es la respuesta a esta invitación.

Seguir a Jesús es vivir con Él la experiencia que ilumina y da sentido a la existencia. Me llama a ser del único modo que vale la pena ser en este mundo. Escuchar su llamada es lograr mi propia identidad. En adelante, la propia vida se convierte en seguirlo e imitarlo, obrar según sus criterios, sentir su alegría, soportar sus sufrimientos, para triunfar con Él. “Si con él morimos, viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con él; si lo negamos, también él nos negará; si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede contradecirse a sí mismo” (2 Tim 2,11-13).

Y se le sigue aquí y ahora. No nos imaginemos cosas extraordinarias. La llamada del Señor la sentimos en nuestra propia Galilea, en nuestra vida cotidiana, por profana o prosaica que nos parezca: mientras se está echando la red al mar como hacían Simón y su hermano Andrés porque eran pescadores, o mientras se está contando plata, como hacía Mateo el publicano; incluso se puede estar haciendo cosas que van contra Cristo y contra los cristianos, como hacía Saulo. Hagamos lo que hagamos, llega a nosotros su palabra que nos cambia, desvelando nuestra verdad más profunda.

Y ellos, dejando inmediatamente sus redes, lo siguieron.

sábado, 23 de enero de 2021

Sus parientes decían que estaba loco (Mc 3, 20-21)

P. Carlos Cardó SJ

Escenas de la vida de Cristo, mural de Gebhard Fugel (1909), coro de la iglesia de Nuestra Señora de Ravensburg, Baden-Wurtemberg, Alemania

En aquel tiempo, Jesús regresó a casa con sus discípulos y se reunió mucha gente, al punto que no podían ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales.

Regresó a casa. Probamente a la de Pedro en Cafarnaum, donde le curó a su suegra. En la actual Cafarnaum, pueden verse unos descubrimientos arqueológicos –aún no del todo convalidados–, designados como la casa de Pedro, que podrían haber sido el lugar donde Jesús solía alojarse, donde se reunía con sus discípulos y adonde  acudía la gente para oír sus enseñanzas y ser curados de sus enfermedades. Refrenda la autenticidad histórica del lugar el hecho de que en torno a esta casa se reunió un conjunto de familias cristianas, que formaron un núcleo de viviendas –una insula la llamaban los romanos­– con claros vestigios del modo de vida de las primitivas comunidades cristianas.

El hecho es que en el evangelio de Marcos, la “casa” se convierte en símbolo del lugar del encuentro con Dios y símbolo de la Iglesia, donde Jesús sigue realizando su obra. Por lo demás, la “casa” es el lugar donde uno encuentra a Dios próximo.

Se reunió mucha gente, al punto que no podían ni comer. La multitud lo necesita y Él no puede dejar de atenderla. Pero las críticas lo persiguen también. Los escribas y fariseos, guardianes de la Ley y de la religión, lo siguen mezclados entre la gente porque les inquieta lo que enseña y porque las autoridades de Jerusalén los envían a espiarlo. Ese Nazareno era un peligro para sus instituciones.

Aparecen de pronto sus parientes. También entre ellos hay quienes lo traicionan. A su llamada a seguirlo, ellos responden con el “sentido común” y la falsa compasión, que les hace decir: ‘está loco, pobre, es un enfermo’. Les pesa el ser parientes suyos, temen las consecuencias; por eso no se han convertido a él ni han pasado a formar parte de sus discípulos. Son los que están fuera; en cambio, la multitud de los pobres está dentro de casa.

No se puede dejar de observar que tales ‘parientes de Jesús’ se reproducen aun hoy en quienes, perteneciendo a su Iglesia, escuchan pero no ponen en práctica su palabra, sino que pretenden “llevárselo”, en nombre del sentido común, de la prudencia, de la sensatez que el mundo les enseña. Basan su vida en la sabiduría del mundo, no en la de Dios. Olvidan que la “la locura de Dios es más sabia que los hombres y la debilidad de Dios es más fuerte que los hombres” (1Cor 1,25). En el cuadro de la narración aparece clara la contraposición entre los prudentes de este mundo y los sencillos. Entre éstos últimos, que escuchan la Palabra, Jesús hallará a sus verdaderos parientes, su verdadera familia.

La incomprensión que sufre Jesús se reproduce de algún modo en la experiencia de muchos cristianos cuyo compromiso de fe y los valores que guían su conducta resultan incómodos a sus familiares, que los critican y quieren hacerlos cambiar de vida. Personas que se mueven con criterios éticos definidos, que mantienen una conducta incorruptible o manifiestan una clara conciencia social, pueden revivir la soledad que Jesús sufrió por ser fiel a los valores del Reino.

Finalmente, quedan expuestos en el pasaje los motivos por los cuales condenarán a Jesús y los diversos comportamientos que se tienen con Él: o es un loco y hay que llevárselo, o es un mentiroso falso profeta y hay que condenarlo, o un blasfemo y es reo de muerte, o un endemoniado y hay que huir de Él. Porque si es justo y veraz, no queda sino creer en Él y seguirlo.

viernes, 22 de enero de 2021

Elección de los Doce (Mc 3, 13-19)

P. Carlos Cardó SJ

Jesucristo y sus doce apóstoles, fresco de la escuela chipriota de autor anónimo (reproducción de un icono del año 1300) 

En aquel tiempo, Jesús, mientras subía a la montaña, fue llamando a los que él quiso, y se reunieron con él. A doce los hizo sus compañeros, para enviarlos a predicar, con poder para expulsar demonios. Así constituyó el grupo de los Doce: Simón, a quien dio el sobrenombre de Pedro, Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan, a quienes dio el sobrenombre de Boanerges -Los Truenos-, Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el Cananeo y Judas Iscariote, que lo entregó.

Subió al monte  Tanto en Israel como en las culturas paganas, el monte era lugar teofánico: en él actuaba la divinidad o tenía su morada. En el monte Sinaí se reveló Dios a Moisés y le dio la Ley. En el monte Sión se construyó el templo, habitación de Dios y lugar de su culto. Con Jesús, el monte (cuya localización geográfica no aparece) adquiere un significado teológico más específico: Jesús, sustituyendo a Moisés, sube al monte para traernos la revelación última de Dios, la nueva Ley, y fundar el nuevo Israel, que renovará al antiguo. Moisés subía al monte para encontrarse con Dios; ahora, los que Jesús llama subirán a donde Él está, pues encontrarse con Él es encontrarse con Dios, Dios-con-nosotros, Dios en lo humano.

Llamó a los que quiso. La llamada es iniciativa del Señor. Nace del amor con que ama al pueblo que Dios escogió como instrumento para darse a conocer a la humanidad y ofrecer a todos su salvación. Ahora, en Jesús, esa misma llamada se hace extensiva a todos, por encima de su origen racial o su ubicación social. A todos ama el Señor y para todos tiene una llamada especial que da a sus vidas un sentido. Les marca el camino. 

Y se vinieron donde él. La respuesta implica cambio de ubicación, reorientación. Quien siente la llamada del Señor ve que se le ofrece una nueva forma de ser, que consiste en imitarlo. Ve, por ello, que lo importante es estar con Él, en comunión de vida, aspiraciones y trabajo. Jesús llama de esta manera plena e incondicional porque quiere prolongarse en el mundo por medio de sus discípulos, los de ayer y los de hoy: Como el Padre me ha enviado, así los envío yo (Jn 20,21). Serán sus enviados (apóstoles).

Designó Doce. El verbo que emplea el evangelista Marcos es solemne: constituyó. Los primeros llamados por Él en número de doce, como eran doce las tribus de Israel, representan al Israel definitivo que Jesús va a fundar y que nace de la nueva alianza de Dios con los hombres.

Esos doce primeros varones son figura o expresión de todos los seguidores y seguidoras de Jesús que escucharán su llamada a estar con él y enviarlos a predicar. Ambas cosas, porque una lleva a la otra. La identificación con Él y el colaborar con Él en su obra evangelizadora. El amor se pone en obras, pero éstas han de ser las mismas que el Señor realiza y al modo como Él las realiza. En el evangelio de Juan la llamada del Señor se define como permanecer en él, en su amor (Jn 15,9) porque sin mí no pueden hacer nada (Jn 15, 5).

Para su misión, que es la de Jesús, reciben sus mismos poderes: les dio poder de expulsar a los demonios. La predicación de la buena noticia del Reino tendrá que ir siempre acompañada de las obras liberadoras que Jesús realizaba para dar vida y crear una sociedad nueva en la que se manifieste el reinado de Dios.

Son pocos para llevar el mensaje a toda la tierra. Pero es el estilo de Dios que actúa en la debilidad y pequeñez, y no se impone porque quiere que se le ame libremente. Es además un grupo heterogéneo y difícil: Simón, llamado “Pedro”, Santiago y su hermano Juan, conocidos como los “violentos”, Andrés y Felipe, Bartolomé y Mateo que era un publicano, Santiago hijo de Alfeo, Tadeo, Simón apodado el “fanático” y finalmente el  tristemente célebre Judas Iscariote que traicionó a Jesús.

Ellos y toda la multitud de testigos que a lo largo de los siglos se identificarán con Jesús en la vida y en la muerte, no sólo empeñarán sus personas en su obra, sino que buscarán que sus palabras, su modo de pensar y actuar pase a hacerse carne y sangre en ellos, hasta poder adoptar en toda circunstancia el modo de proceder de Jesús; más aún, hasta ser hallados dignos de compartir también su destino redentor, dando como Él su propia vida por la salvación del mundo.