P. Carlos Cardó SJ
Jesús se fue con sus discípulos al territorio de Judea. Allí estuvo con ellos y bautizaba.
Juan también estaba bautizando en Ainón, cerca de Salín, porque allí había mucha agua; la gente venía y se hacía bautizar. (Esto ocurría antes de que Juan hubiera sido encarcelado).
Un día los discípulos de Juan tuvieron una discusión con un judío sobre la purificación espiritual. Fueron donde Juan y le dijeron: «Maestro, el que estaba contigo al otro lado del Jordán, y en cuyo favor tú hablaste, está ahora bautizando y todos se van a él».
Juan respondió: «Nadie puede atribuirse más de lo que el Cielo le quiere dar. Ustedes mismos son testigos de que yo dije: Yo no soy el Mesías, sino el que ha sido enviado delante de él. Es el novio quien tiene a la novia; el amigo del novio está a su lado y hace lo que él le dice y se alegra con sólo oír la voz del novio. Por eso me alegro sin reservas. Es necesario que él crezca y que yo disminuya».
Se resalta el significado de la figura de Juan y del bautismo que
practicaba. No era algo superfluo, era expresión de la buena disposición para
encontrarse con el Señor en el día inminente de su venida. Implicaba una
actitud de conversión y de espera del Espíritu Santo prometido para el tiempo
de la venida del Mesías.
Jesús bautizará con el Espíritu Santo. Jesús será el don de lo
alto, el Mesías esperado. Juan reconocerá que todo viene de Dios y que ir a
Jesús es encontrar el don de Dios. En el testimonio que da sobre Jesús se ve
que su grandeza está en la verdad de su ser, en el saber aceptarse a sí mismo y
trascenderse. Él es sólo un precursor, un enviado a preparar la venida del que
ha de venir y que es en todo superior a él.
Juan Bautista ve en Jesús al Esposo
y se alegra de ello, pues sabe que con Jesús viene la alegría que Dios
prometió. Como amigo que es, se contenta con preparar a la esposa para su encuentro con el Esposo.
En vez de entristecerse porque su función termina, se alegra de que se
cumpla lo que tiene que cumplirse, ve cumplida su misión. Juan se alegra, como
se alegró Abraham cuando vio el día del Señor (Jn 8,56).
Conviene
que él crezca y que yo disminuya. Su disminuir no es por un
complejo de inferioridad, ni por inhibición que lleva a desaparecer; es
reconocimiento de que la misión propia ya se ha cumplido. “El hombre es
demasiado grande para bastarse a sí mismo”, decía Pascal. El evangelio nos
enseña a hacernos auténticamente pequeños para dejar sitio al que siempre nos hará falta, y que es el más grande, el que ha de venir a
nosotros.
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