P. Carlos Cardó SJ
Cuando oyó que Juan había sido entregado, se retiró a Galilea. Y dejando Nazará, vino a residir en Cafarnaúm junto al mar, en el término de Zabulón y Neftalí; para que se cumpliera el oráculo del profeta Isaías: “¡Tierra de Zabulón, tierra de Neftalí, camino del mar, allende el Jordán, Galilea de los gentiles! El pueblo que habitaba en tinieblas vio una gran luz; a los que habitaban en paraje de sombras de muerte una luz les ha amanecido”.
Desde entonces comenzó Jesús a predicar y decir: «Conviértanse, porque el Reino de los Cielos ha llegado».
Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo.
Su fama llegó a toda Siria; y le trajeron todos los que se encontraban mal con enfermedades y sufrimientos diversos, endemoniados, lunáticos y paralíticos, y los curó. Y le siguió una gran muchedumbre de Galilea, Decápolis, Jerusalén y Judea, y del otro lado del Jordán.
El
pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz.
El evangelio de San Mateo presenta el inicio de la actividad pública de Jesús
en Galilea como la salida del sol, el alba de un nuevo día.
El pueblo es Israel, que representa aquí a todos los pueblos que
sufren opresión y, en general, a la humanidad que soporta el mal, el pecado, la
muerte y anhela la libertad de los hijos de Dios. Para este pueblo, para esta
humanidad vino una gran luz. Fue como el amanecer. Una brecha se abrió en el
horizonte humano.
Las tinieblas son la pervivencia del caos primordial, del que Dios
sacó el cosmos con su palabra ordenadora. Los hombres desordenaron el cosmos,
lo volvieron un campo de guerra de unos contra otros, y con su ambición irracional
destruyeron la naturaleza, atentaron contra la vida, atentaron contra su
Creador.
Las tinieblas significan también la esclavitud en Egipto, de la
que Dios hizo salir a Israel su pueblo. Los hombres olvidaron pronto las
acciones de Dios y volvieron a esclavizarse unos a otros, se fabricaron ídolos
a los que entregaron la vida, becerros de oro que toda época se ha forjado:
dinero, poder, gloria…
La venida de Jesús a este mundo oscurecido es anunciada por los
profetas como la luz, principio de la nueva creación, el amanecer del “día de
Dios” que pone fin a la noche del mundo. Y se entabla el duelo permanente entre
la luz y la tiniebla, la verdad y la mentira, la fraternidad y el odio, la vida
y la muerte; duelo que perdura hasta hoy.
Conviértanse,
dice Jesús: vuélvanse a la luz, abran los ojos, es posible un mundo diferente,
de corazones nuevos, de paz y armonía con el prójimo, con el cosmos, con Dios.
Dios sólo espera que nos volvamos a Él. En esto consiste el acto más perfecto
de nuestra libertad. En Jesús podemos sentir a Dios como padre y vivir como
hermanos.
El
reino de Dios está llegando. Jesús nos da motivos para vivir el
presente con ilusión y empeño. El reino ya actúa entre nosotros. Ya ha
comenzado a actuar el amor salvador de Dios en favor de quienes, inspirados por
Él, buscan un mundo justo y fraterno. Aquello que esperamos ya está “aquí”, no
fuera de este mundo y de mi vida, pero todavía hay que esperar su plena
realización. Por eso el reino nos hace vivir intensamente el presente y nos
marca la dirección de nuestra vida.
Entonces,
caminando Jesús por la orilla del mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón
llamado Pedro, y Andrés… y les dijo: Vengan conmigo… Es
una invitación personal la que nos hace Jesús en la persona de esos pescadores
de Galilea. La vida cristiana es la respuesta a esta invitación. Seguirlo
significa convertirse, volverse a Dios, vivir conforme a los valores de su reino.
Seguimos a Jesús para vivir con Él la experiencia que ilumina y da
sentido a la existencia. Esta experiencia no es, ante todo, una doctrina, ni únicamente
una praxis. Jesús despierta en quien lo sigue una relación mucho más profunda y
total: una relación personal con Él, como Señor y hermano. Se le entrega no
sólo la mente y la sensibilidad, sino el corazón, el fondo del alma.
Lo primero que hace Jesús, según el evangelio de Mateo, es llamar,
convocar. Nos llama. Me llama por mi propio nombre para que viva en la verdad
de mi existencia. Escuchar su llamada es sentir y lograr mi verdadero yo,
liberado de lo que me impide ser yo mismo, capaz de empeñar mi vida en la tarea
de realizar en mí y en torno a mí los valores del evangelio.
Y no nos imaginemos cosas extraordinarias. La llamada de Jesús se
siente en la vida cotidiana, por profana que sea: llamó a Simón y a su hermano Andrés cuando estaban pescando, llamó
a Mateo cuando detrás de su mesa de cambista juntaba y contaba plata. Incluso
podemos estar haciendo cosas que van contra Cristo y contra los cristianos,
como hacía Saulo. Hagamos lo que hagamos, la luz se abre camino y brilla en
nuestro interior, desvelando nuestra verdad más profunda. Vente conmigo, me dice.
Y
ellos, dejadas sus redes, lo siguieron.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.