P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús salió de nuevo a la orilla del lago; la gente acudía a él y les enseñaba. Al pasar vio a Leví, el de Alfeo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: "Sígueme". Se levantó y lo siguió.
Estando Jesús a la mesa en su casa, de entre los muchos que lo seguían, un grupo de recaudadores y otra gente de mala fama se sentaron con Jesús y sus discípulos. Algunos letrados fariseos, al ver que comía con recaudadores y otra gente de mala fama, les dijeron a los discípulos: "De modo que come con recaudadores y pecadores!".
Jesús lo oyó y les dijo: "No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar justos, sino pecadores".
Jesús ha venido a formar una comunidad unida, que
integre a todos, que no permita que nadie se sienta excluido ni nadie se sienta
superior a los demás; todos unidos, con Él en el centro, en la misma casa, en
la misma mesa.
Leví estaba en su banco de publicano, inmóvil como el paralítico
(del pasaje anterior, Mc 2, 1-12), inmerso en su trabajo sucio: cobraba
impuestos y se enriquecía haciendo trampas. Es difícil que un rico entre el
reino. Pero para Dios nada es imposible. La mirada de Jesús rehabilita a Leví,
le hace sentirse valioso, que cuenta con él.
Pero este gesto de Jesús, tan humano, resulta provocador. Ningún judío decente se juntaba
con publicanos. Sin embargo, Jesús no sólo se acerca a Leví sino que lo llama a
formar parte de su grupo de íntimos. Y, lo que es peor, va a aceptar ir, junto
con sus discípulos, a sentarse a la mesa con “muchos publicanos y gente de mal
vivir”. Los seguidores de Jesús toman conciencia de que el Dios que viene a
ellos en la persona de Jesús no es el dios excluyente y discriminador del
judaísmo fariseo. El Dios revelado en Jesús es un Dios de misericordia, que
acoge a los perdidos y los rehabilita.
El relato se centra luego en el símbolo del banquete. El anuncio profético del Reino como un
banquete que Dios tendrá preparado para sus elegidos había cargado de
simbolismo el acto natural del comer en la cultura judía: no sólo celebraban
anualmente la comida del cordero como el memorial de la liberación de Egipto, sino
que los
banquetes festivos en general eran expresión de valores compartidos; en ellos se
oraba, se establecían alianzas, se restablecían amistades, se forjaba la unión
y, sobre todo, se hacía presente el Reino mesiánico.
En él Dios comía con sus elegidos, lo
otros quedaban excluidos. Pensando en esto, el judío sólo podía sentarse a la
mesa con aquellos que podían ser contados entre los elegidos por Dios para su
banquete. “Que ningún pecador o gentil, ni cojo o manco o herido por Dios en su
carne tenga parte en la mesa de los elegidos”, decía la regla puritana de
Qumram.
Jesús cambia esta mentalidad. Los
pecadores no se han de evitar como si fuesen apestados. Jesús es enviado para
reconciliar, integrar y unir. Más aún, en su forma de actuar se ve que Dios se
acerca a los excluidos, incluso a los pecadores públicos. Entre estos últimos
destacan sin duda los publicanos por su odioso oficio de recaudadores de los
impuestos para los romanos y porque, generalmente, lo practicaban de manera
fraudulenta.
Los seguidores de Jesús toman conciencia:
la comunidad cristiana está formada por pecadores que han sido tocados por la
misericordia de Dios en Jesucristo. Cada miembro de la comunidad puede verse en
Leví el publicano, o entre los pecadores invitados a la mesa. La comunidad, por
tanto, no puede excluir ni hacer discriminaciones; debe revelar siempre el
rostro misericordioso del Dios de Jesús.
El relato acaba con estas palabras: Yo no he venido a llamar a los justos sino a
los pecadores. Los “justos”, satisfechos de sí mismos, no quieren cambiar. Los
pecadores, que reconocen que su pasado
los oprime, y se muestran dispuestos a iniciar una nueva vida, a esos los busca
el Señor.
El contenido simbólico del banquete lo
revive el cristiano en la Eucaristía, en la que Cristo se hace presente, y se anticipa
de manera eficaz la nueva humanidad reconciliada.
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