domingo, 10 de enero de 2021

Homilía del I Domingo del Tiempo Ordinario - El bautismo de Jesús (Mc 1, 7-1)

P. Carlos Cardó SJ

Bautismo de Cristo, óleo sobre lienzo de Pieter De Grebber (1625), Iglesia de San Esteban, Wetsfalia, Alemania

En aquel tiempo, proclamaba Juan: "Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él los bautizará con Espíritu Santo".

Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: "Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto".

Puesto por Marcos al inicio de su evangelio, el bautismo de Jesús sirve de ángulo de mira para entender quién es Jesús. En el Jordán, aparece Jesús como el Mesías, el Cristo, ungido por el Espíritu, Hijo amado de Dios, en quien Él se complace.

Se le considera un texto vocacional porque manifiesta lo esencial de la misión mesiánica a la que es enviado por su Padre. Pero no se trata de un mesías conforme a las expectativas humanas, sino de un mesías que, siendo de condición divina, no se pone sobre el ser humano a quien  viene a salvar sino con él, en coherencia perfecta con su ser Emmanuel, Dios con nosotros.

Más aún, alineado entre los pecadores, como uno más entre ellos, actualiza en su persona lo que había predicho el profeta Isaías: “Fue contado entre los malhechores” (Is 53,2). Pablo, con palabras estremecedoras dirá: No conoció pecado”, pero “Dios lo hizo pecado por nosotros”, como afirma Pablo con palabras estremecedoras: Al que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en él (2 Cor 5,21). En Jesús, Dios se ha acercado a lo más profundo de nosotros, hasta tocarnos en nuestro ser pecadores.

Fue bautizado. Bautismo significa inmersión. Hundirse en el agua era símbolo del morir. Se anticipa así que el Mesías habrá de morir, tendrá que sumergirse en la muerte para salir de ella triunfante e iniciar una vida nueva para Él y nosotros.

Dice Marcos a continuación que en cuanto salió (Jesús) del agua vio abrirse los cielos. La expresión significa que, por Cristo, se abre para todos el acceso a Dios, se supera la distancia, se cae el muro que impedía la comunicación. Para Israel la comunicación de Dios a los hombres había terminado con la revelación de los profetas. Ya no se podía esperar que Dios hablase.

Por su parte, para el mundo del paganismo la historia de la humanidad estaba encerrada en el horizonte sin salida del destino y la fatalidad. Por Jesús se abren los cielos y Dios se acerca de manera  definitiva, nos habla y actúa. La realización del ser humano se proyecta hasta su participación en la vida divina.

Vio al Espíritu que bajaba sobre él como paloma. No es difícil advertir la relación que hay entre el descenso del Espíritu sobre María para realizar la encarnación del Hijo de Dios, y el descenso del mismo Espíritu para consagrar a Jesús y conducirlo a la obra de su ministerio[1] (cf. Lc 3, 22; 4,1; Hech 10, 38). Por poseer en plenitud ese Espíritu, Jesús se comprenderá a sí mismo como el Hijo y se sentirá impulsado a realizar el proyecto de salvación: “El Espíritu del Seño está sobre mí... me ha enviado a traer la buena nueva...” (Lc 4, 18).

Se oyó entonces una voz que venía del cielo: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco. Esta voz recoge las palabras del Salmo 2,7, que se cantaba en la ceremonia de entronización del rey. Pero mientras al rey de Israel se le llamaba Hijo de Dios por adopción y en cuanto representante del pueblo escogido, aplicado a Jesús este título expresa su íntima y singular vinculación con Dios: Jesús es el hijo engendrado por Dios antes del tiempo, es la presencia de su palabra y de su obrar salvador, hasta el punto que no se entiende la persona de Jesús sino como Hijo de Dios.

Ahora bien, como, además, el término “hijo” escrito en griego significaba también “siervo”, hay aquí una alusión al Siervo sufriente prefigurado en la profecía de Isaías (42,1), y que Marcos (y los otros sinópticos) parece tener en cuenta. Jesús es proclamado por la voz celestial como el enviado último y definitivo de Dios.

Jesús asume esa conciencia de su propio ser y acepta su misión precisamente como el paso por un bautismo: ¿Pueden beber el cáliz que voy a beber y ser bautizados en el bautismo que voy a pasar? (Mc 10,38).  En el Jordán queda estructurado el camino de Jesús y del cristiano, camino contrario al que el mundo ofrece, camino del Hijo-Siervo de Dios que conduce a la exaltación.

Digamos, en fin, que el relato del bautismo de Jesús remite al significado del bautismo en la Iglesia, con el que nos unimos a Cristo. También nosotros fuimos bautizados. Dios entró en lo más íntimo de nuestro ser y puso en él su propio ser divino. Esta es nuestra verdad: que ya desde los primeros días de nuestra vida, Dios se comprometió con nosotros, y de manera pública e irreversible. Tú eres mi hijo, dijo también de cada uno de nosotros. Y a partir de entonces habita en la profundidad de nuestro ser, haciéndonos capaces de decirle con infinita confianza: Abba, Padre querido.

Confirmemos nuestro bautismo, demos testimonio de él con lo que hacemos y vivimos. ¡Podemos vivir como bautizados! Afirmemos públicamente que por nuestro bautismo pertenecemos a Dios, estamos ungidos y configurados con Cristo –alter Christus-, para continuar su obra: hacer el bien, liberar, practicar la justicia.



[1] El Concilio Vaticano II en su decreto sobre la Actividad Misionera de la Iglesia (AG, 4) hace esta interpretación: «Fue en Pentecostés cuando comenzaron los “hechos de los Apóstoles”, del mismo modo que Cristo fue concebido cuando el Espíritu Santo vino sobre la Virgen María, y Cristo fue impulsado a la obra de su ministerio cuando el mismo Espíritu Santo descendió sobre él mientras oraba».

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