P. Carlos Cardó SJ
Estando Jesús en uno de esos pueblos, se presentó un hombre cubierto de lepra. Apenas vio a Jesús, se postró con la cara en tierra y le suplicó: «Señor, si tú quieres, puedes limpiarme». Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Lo quiero, queda limpio». Y al instante le desapareció la lepra. Jesús le dio aviso que no lo dijera a nadie.
«Vete, le dijo, preséntate al sacerdote y haz la ofrenda por tu purificación como ordenó Moisés, pues tienes que hacerles tu declaración».
La fama de Jesús crecía más y más, a tal punto que multitudes acudían para oírle y ser curados de sus enfermedades. Pero él buscaba siempre lugares solitarios donde orar.
Los
milagros de Jesús son signos del poder de Dios que salva en Jesús y de la
irrupción del reino de Dios por medio de él. En este sentido, la curación de un
leproso era particularmente significativa porque era comparable a la
resurrección un muerto. Según la ley de Moisés (Levítico 13-14), los leprosos eran impuros que volvían impuro a
quien los tocaba, igual que cuando se tocaba un cadáver. Inhabilitados para la
vida social, tenían que vivir en despoblado y gritar: “¡Impuro, impuro!”, a la
distancia, para que la gente no se les acercase.
Uno de estos enfermos cayó rostro
en tierra y le suplicaba: Señor, si quieres, puedes limpiarme. No puede ser más expresivo el
texto: caer rostro en tierra es la postura de máximo abatimiento de una
persona: el mal lo doblega hasta el suelo; es expresión también de total
abandono en la providencia, la única que puede resolver la situación imposible.
Y
Jesús extendió la mano, lo tocó y le
dijo: Quiero, queda limpio.
Lucas resalta la resolución inmediata de Jesús; sin
vacilación alguna toca al enfermo y lo cura. En ese gesto ve el evangelista la
eficacia de la súplica y hace ver también hasta donde era capaz de llegar Jesús
a la hora de salvar a una persona dada por perdida.
El “tocar” aparece muchas veces en los evangelios: Jesús
tocaba a los niños, a los enfermos, incluso a los impuros leprosos y a los
muertos. El tocar no sólo transmite salud, sino reincorporación religiosa y
social porque el enfermo era un impuro excluido de la comunidad. Y
aquel que según la ley era un inmundo, excluido del pueblo de Dios, queda libre
de su impureza, su carne se regenera, recobra la dignidad perdida y se vuelve
apto para ir a presentarse a los sacerdotes y testimoniar contra ellos.
Los
sacerdotes eran los custodios y garantes de la ley mosaica; de ahí que tuvieran
ellos que testificar la curación y permitir la reintegración del enfermo. Eso
los hacía sentirse depositarios del poder de determinar lo que era lícito o
ilícito y distinguir quién era puro o impuro, justo o pecador. Con la venida de
Cristo queda destruido todo muro de separación entre los hombres porque Dios,
el único Santo, se ha mostrado solidario de todos, amigo y defensor del débil,
del marginado, del tenido por perdido en este mundo.
Con su actuación Jesús hace presente el reino de Dios y muestra en
la práctica cómo obra Dios, porque Él hace lo que el Padre le dicta y reproduce
en su obrar el comportamiento liberador de Dios. Para ello, Jesús no duda incluso
de obrar contra prescripciones establecidas en la ley, como el acercarse y tocar a un leproso.
Obrando así, manifiesta una comprensión radicalmente nueva de
Dios, una nueva imagen de Dios y una nueva moral. Jesús deja traslucir
simbólicamente el comportamiento de Dios con aquellos que, según la mentalidad
religiosa de su tiempo, eran los perdidos y quedaban fuera del pueblo escogido de
Dios. Y con esta nueva concepción de Dios, justifica su propio modo de obrar.
Es como si dijera: Dios es así, hago bien en obrar como Él. Más
aún, Dios no sólo inspira el comportamiento de Jesús, sino que Dios está
realmente en Jesús y actúa en él: busca a los perdidos, los sana, los libera,
los sienta a su mesa, les muestra toda su ternura y bondad. En Jesús, los que
se sienten perdidos ven que se les abre una nuevo porvenir, los que se sienten
en las últimas ven que vuelven a la vida, los que han perdido su dignidad se
revisten de honor, “los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan
limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia
la buena noticia” (Lc 7,22).
Por eso, Jesús es el revelador de Dios, el que nos lo hace
cercano, a nuestro alcance (Jn 1, 18:
y nos lo da a conocer). En Jesús todos pueden leer quién es Dios y como actúa.
Su vida está determinada a todos los niveles por la misericordia y el amor.
Termina
el texto haciendo una alusión a las dos constantes que se repiten de continuo
en la actuación de Jesús y que son como dos facetas de su misión: Se congregaban multitudes para oírle y para
que los sanara de sus enfermedades. Pero él se retiraba a los lugares
solitarios a orar.
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