P. Carlos Cardó SJ
Este fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén para preguntarle: "¿Quién eres tú?".
Juan lo declaró y no ocultó la verdad: "Yo no soy el Mesías".
Le preguntaron: "¿Quién eres, entonces? ¿Elías?".
Contestó: "No lo soy".
Le dijeron: "¿Eres el Profeta?".
Contestó: "No".
Entonces le dijeron: "¿Quién eres, entonces? Pues tenemos que llevar una respuesta a los que nos han enviado. Qué dices de ti mismo?".
Juan contestó: "Yo soy, como dijo el profeta Isaías, la voz que grita en el desierto: Enderecen el camino del Señor".
Los enviados eran del grupo de los fariseos, y le hicieron otra pregunta: "¿Por qué bautizas entonces, si no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?".
Les contestó Juan: "Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay uno a quien ustedes no conocen, y aunque viene detrás de mí, yo no soy digno de soltarle la correa de su sandalia". Esto sucedió en Betabará, al otro lado del río Jordán, donde Juan bautizaba.
Juan Bautista. Su figura sintetiza a los sabios y profetas que en
todas las épocas han despertado las conciencias y han movido a la gente a cambiar.
Juan Bautista no es la luz, sino testigo de la luz. Él invita a reconocerla y a
dejarnos guiar por ella hacia la verdad de nosotros mismos ante Dios.
Los
judíos enviaron desde Jerusalén una comisión de sacerdotes y levitas a
preguntarle a Juan quién era… Representan la ceguera de quienes
obran el mal y temen la luz. Por eso, por más que digan que quieren conocer la
verdad, no la van a aceptar porque no les conviene: están atados a las
ganancias y beneficios que se han procurado de espaldas a Dios y en contra de
sus hermanos; son, pues, autores y víctimas a la vez de la mentira.
Estos
enviados se atreven a someter a Juan a un interrogatorio. Es el proceso de cuestionamientos
y acusaciones que se inicia aquí contra Juan y seguirá luego contra Jesús, para
continuarse después de Él contra sus discípulos. Es un drama, con protagonistas
y antagonistas. Por una parte, Juan y Jesús, el testigo de la Palabra y la
Palabra testimoniada, respectivamente; por otra, los sacerdotes, escribas y
fariseos, que representan al poder injusto que se cierra a la Luz.
Siempre ha habido profetas, personas libres e inspiradas que
iluminan a la humanidad como faros en la noche. A lo largo de la Biblia, ellos
aparecen cumpliendo la misión de mantener viva la humanidad, la dignidad y la libertad
de la gente, para que nadie se resigne a ningún tipo de esclavitud o pérdida de
sus legítimos derechos. Por eso, la Biblia, al narrar los acontecimientos de la
historia, no justifica las injusticias ni se pone de parte de los poderosos
sino que, por el contrario, desenmascara su falsedad y corrupción y presta su
voz a los que no tienen voz y a cuantos sufren, en quienes aviva el anhelo de
verdad, justicia y libertad. Se entiende por qué los profetas terminan pagando
un altísimo precio a su misión: el martirio.
Con la venida de Cristo y de su Espíritu Santo, se extendió el
carisma y función de profecía. Se cumplió el deseo de Moisés: «¡Ojalá que todo
el pueblo fuera profeta!» (Num 11,29).
Por eso San Pablo defendía a los profetas (1Tes
5,20), por el bien de las comunidades cristianas (1 Cor 14,29-32), porque el profeta «edifica, exhorta y consuela» (1Cor 14,3).
La Iglesia es la comunidad de los ungidos con el crisma de Cristo,
sacerdote, profeta y rey. Y esa unción recibida en el bautismo nos configura
con Él y nos destina a ser testigos suyos y de su evangelio, tanto de palabra como
con nuestra conducta. Profeta es quien edifica con su forma de vida, que muchas
veces contradice al ambiente que lo rodea. Profeta es el que exhorta conforme a
lo que ha visto y recuerda. Y profeta es el que consuela porque da razón para
la esperanza. Su testimonio siempre es una experiencia vivida que se hace
palabra y se transmite. La Iglesia no puede dejar la profecía.
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