P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, los pastores fueron corriendo a Belén y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que les decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.
Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho.
Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.
Este texto nos
pone con María, José y los pastores para ayudarnos a oír la buena noticia del
nacimiento del Hijo de Dios, meditar en sus consecuencias para nuestra vida, y
difundirla.
Los primeros en oír el anuncio del nacimiento de Jesús no fueron
el emperador romano ni los jefes del pueblo. La alegre noticia
venida desde el cielo (desde Dios, por la fe) llegó a unos pastores,
pertenecientes a las clases más pobres del pueblo. Ellos, los más postergados
de la sociedad que representan una constante en el evangelio de Lucas (cf. Lc 1,38.52), son los primeros a quienes se les revela que
el nacimiento de ese niño no es un acontecimiento privado y sin importancia,
sino que atañe a todo el pueblo de Israel y a la humanidad en su conjunto.
No
teman, les anuncio una gran alegría que será para todo el pueblo: Hoy les ha
nacido en la ciudad de David un Salvador, el Mesías, el Señor.
Como los pastores, todos los sencillos y humildes de corazón podrán llegar a
apreciar y vivir los valores del reino de Dios y de ellos Jesús dará gracias: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la
tierra porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has
revelado a los sencillos (Lc 10, 21).
Al mismo tiempo, los pastores son también los primeros que,
después de encontrar a Jesús, se convierten en anunciadores (evangelizadores)
de la buena noticia que han recibido y comprobado. Transmiten el conocimiento
que les ha venido de lo alto acerca de este Niño y vuelven a su vida de todos los días con el corazón lleno
de alegría. A partir de ahí, todo el que con fe y humildad, como los pastores,
se encuentra con la bondad de Dios
nuestro salvador y su amor a nosotros (Tito 3, 4), sentirá el impulso (¡la
necesidad!) de comunicarla. La experiencia del encuentro con Dios es
necesariamente comunicativa.
Junto a los pastores, primeros evangelizadores, se destaca la
figura de María con la característica fundamental de su personalidad, que Lucas
desde el pasaje de la anunciación más subraya: su gran fe. María acoge y medita
en su interior lo que han dicho los pastores, procura comprender su significado
profundo, para apoyar el destino de su Hijo, aunque de momento quizá no logre
comprenderlo y se pregunte, como hizo ante las palabras del ángel: ¿Cómo podrá ser esto? Ella, la gran
creyente, vivirá meditado en su corazón la palabra de Dios, para referirlo todo
a ella, para llevarla a la práctica (Lc
8,21). Y así la veremos hasta el final de su vida, cuando acompañe a a su
Hijo en la pasión o espere en oración, junto con la comunidad, la venida del
Espíritu (Hch 1,14).
A
los ocho días, cuando circundaron al Niño, le pusieron el nombre de Jesús, como
lo había llamado el ángel ya antes de la concepción.
Con la circuncisión, señal de la alianza con Dios (cf. Gn 17,11), Jesús se
incorpora oficialmente en el pueblo de Israel. Pero este rito, es sólo la
ocasión de que se vale el evangelista Lucas para prestar atención a la
imposición del nombre, sobre el cual recae todo el énfasis de su narración.
La razón es que el nombre de Jesús no es un hecho casual o
irrelevante, sino impuesto por Dios porque tiene un significado que resume la
vocación y misión del Hijo de Dios encarnado: Dios salva. El Dios
innombrable de la fe judía, he aquí que tiene un nombre que podemos pronunciar
con amor y confianza porque expresa lo que Dios quiere hacer por nosotros: darnos
una vida plena, realizada, libre de todo peligro y de todo mal, una vida
salvada.
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