P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús regresó a casa con sus discípulos y se reunió mucha gente, al punto que no podían ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales.
Regresó
a casa. Probamente a la de Pedro en Cafarnaum, donde le curó a su suegra.
En la actual Cafarnaum, pueden verse unos descubrimientos arqueológicos –aún no
del todo convalidados–, designados como la casa de Pedro, que podrían haber
sido el lugar donde Jesús solía alojarse, donde se reunía con sus discípulos y
adonde acudía la gente para oír sus
enseñanzas y ser curados de sus enfermedades. Refrenda la autenticidad
histórica del lugar el hecho de que en torno a esta casa se reunió un conjunto
de familias cristianas, que formaron un núcleo de viviendas –una insula la llamaban los romanos– con claros vestigios del modo de vida
de las primitivas comunidades cristianas.
El hecho es que en el evangelio de Marcos, la “casa” se convierte
en símbolo del lugar del encuentro con Dios y símbolo de la Iglesia, donde
Jesús sigue realizando su obra. Por lo demás, la “casa” es el lugar donde uno
encuentra a Dios próximo.
Se
reunió mucha gente, al punto que no podían ni comer. La
multitud lo necesita y Él no puede dejar de atenderla. Pero las críticas lo
persiguen también. Los escribas y fariseos, guardianes de la Ley y de la religión,
lo siguen mezclados entre la gente porque les inquieta lo que enseña y porque
las autoridades de Jerusalén los envían a espiarlo. Ese Nazareno era un peligro
para sus instituciones.
Aparecen de pronto sus parientes.
También entre ellos hay quienes lo traicionan. A su llamada a seguirlo, ellos
responden con el “sentido común” y la falsa compasión, que les hace decir: ‘está
loco, pobre, es un enfermo’. Les pesa el ser parientes suyos, temen las
consecuencias; por eso no se han convertido a él ni han pasado a formar parte
de sus discípulos. Son los que están fuera;
en cambio, la multitud de los pobres está dentro
de casa.
No se puede dejar de observar que tales ‘parientes de Jesús’ se
reproducen aun hoy en quienes, perteneciendo a su Iglesia, escuchan pero no
ponen en práctica su palabra, sino que pretenden “llevárselo”, en nombre del sentido común, de la prudencia, de la
sensatez que el mundo les enseña. Basan su vida en la sabiduría del mundo, no
en la de Dios. Olvidan que la “la locura de Dios es más sabia que los hombres y
la debilidad de Dios es más fuerte que los hombres” (1Cor 1,25). En el cuadro de la narración aparece clara la contraposición
entre los prudentes de este mundo y los sencillos. Entre éstos últimos, que
escuchan la Palabra, Jesús hallará a sus verdaderos parientes, su verdadera
familia.
La incomprensión que sufre Jesús se reproduce de algún modo en la experiencia
de muchos cristianos cuyo compromiso de fe y los valores que guían su conducta resultan
incómodos a sus familiares, que los critican y quieren hacerlos cambiar de vida.
Personas que se mueven con criterios éticos definidos, que mantienen una
conducta incorruptible o manifiestan una clara conciencia social, pueden
revivir la soledad que Jesús sufrió por ser fiel a los valores del Reino.
Finalmente, quedan expuestos en el pasaje los motivos por los
cuales condenarán a Jesús y los diversos comportamientos que se tienen con Él:
o es un loco y hay que llevárselo, o es un mentiroso falso profeta y hay que
condenarlo, o un blasfemo y es reo de muerte, o un endemoniado y hay que huir
de Él. Porque si es justo y veraz, no queda sino creer en Él y seguirlo.
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