P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: "El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega."
Dijo también: "¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas".Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.
La primera parte de este texto de Marcos corresponde a la parábola
de la semilla que crece por sí misma de
día y de noche sin que el campesino sepa cómo. Se afirma la prioridad
absoluta de Dios, frente a la cual no tiene sentido pensar que su reino depende
de la actividad humana, o que se rige según los criterios mundanos que regulan
las relaciones de producción.
El cristiano debe asumir que, después de poner lo que está de su
parte para colaborar en el crecimiento del reino, ha de abandonarlo todo en
manos de Dios, que hace mucho más que lo que nosotros podemos realizar. En este
sentido es famosa la frase atribuida a San Ignacio: «Pon de tu parte como si
todo dependiera de ti y no de Dios, pero confía como si todo dependiera de Dios
y no de ti».
Se podría decir también: «Confía
en Dios sin olvidarte jamás de hacer todo lo que puedas por ti mismo; trabaja
sin olvidar jamás que, en definitiva, todo depende solamente de la gracia de
Dios» (H. Rahner). Este pensamiento corresponde a lo que el mismo Jesús dice
en el evangelio de Lucas: Cuando hayan
hecho lo que se les había mandado digan: Siervos inútiles somos, hemos hecho lo
que debíamos hacer (Lc 17,10).
Dejarle el resultado final a Dios, después de haber obrado con
firmeza y perseverancia, mantenerse fiel en el buen propósito, aunque muchas veces no sea posible conocer los
resultados, creer con confianza absoluta en el poder de Dios que obra muy por
encima de lo que nuestras débiles fuerzas pueden lograr, éste es el modo de
andar en la vida como Jesús nos enseña.
En nuestro esfuerzo diario por encarnar en
nosotros, en nuestra familia y en la sociedad los valores del evangelio, la
actitud de responsabilidad, que va unida a la confianza, nos libra de todo
voluntarismo ingenuo y de la angustia que se siente por creer que el éxito
depende únicamente de nuestra propia capacidad. Dios es quien hace germinar y
crecer y fructificar la semilla que el hombre siembra.
En un mundo que exacerba el sentido de la
eficacia y del éxito personal, es muy fácil caer en el cansancio y el
desaliento. Se vive para el trabajo y la producción, y otras realidades de la
vida, como la atención de la familia y el cultivo de nuestra vida espiritual,
pierden valor y se descuidan. El resultado tantas veces comprobado es la incomunicación,
la falta del sentido de lo gratuito, es decir, de aquellas cosas cuyo valor no
es económico, pero que son imprescindibles para poder mantener unas relaciones
verdaderamente humanas con los demás, con nuestro propio interior y con Dios.
No hay tiempo para nada, porque no se
valora ese tiempo “perdido” que es la dedicación al hogar, el simple estar a
gusto con las personas queridas, la expresión del afecto y, en el plano
religioso, la oración, la meditación, la lectura de la Biblia, el silencio interior
y exterior. Incluso para todo cristiano maduro, que orienta su vida profesional
a la construcción de un país más humano y justo para todos, es una necesidad el
recordar que no siempre sus esfuerzos obtendrán el éxito esperado y que el reino
de Dios es mucho más que una construcción humana, razón por la cual hay que
mantener la confianza en el Padre y no olvidar nunca que Dios es siempre más.
La segunda parte del texto es la parábola del granito de mostaza, símbolo del reino en acción. Como
la semilla de mostaza, el reino tiene apariencia casi insignificante, casi
invisible, y hay que discernir para reconocerlo. Actúa en la historia como
actuó Jesús: en pobreza, sin poder religioso ni político. Su conocimiento está
reservado a los pequeños y sencillos.
La parábola hace pensar en Cristo, grano caído en tierra, Dios que
se abaja para asumir nuestra condición humana y se revela haciéndose un Niño que
nace en un pesebre. Hay aquí una invitación a entrar por los caminos de Dios,
por la lógica de su reino: según la cual, el mayor es quien se ha hecho el más
pequeño de todos (Lc 9,48; 22,26ss).
La parábola nos libra de todo delirio de grandeza.
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