P. Carlos Cardó, SJ
La
Anunciación, Sandro Botticelli, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York
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En el principio ya existía aquel que es la Palabra, y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios. Ya en el principio Él estaba con Dios. Todas las cosas vinieron a la existencia por Él y sin Él nada empezó de cuanto existe. Él era la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron.Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Éste vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino testigo de la luz.Aquel que es la Palabra era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba; el mundo había sido hecho por Él y, sin embargo, el mundo no lo conoció.Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron; pero a todos los que lo recibieron les concedió poder llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, los cuales no nacieron de la sangre, ni del deseo de la carne, ni por voluntad del hombre, sino que nacieron de Dios. Y aquel que es la Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros. Hemos visto su gloria, gloria que le corresponde como a Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan el Bautista dio testimonio de Él, clamando: "A éste me refería cuando dije: ‘El que viene después de mí, tiene precedencia sobre mí, porque ya existía antes que yo’ ".De su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia. Porque la ley fue dada por medio de Moisés, mientras que la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha revelado.
La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Dios, a quien nadie ha visto
nunca ha querido estar con nosotros por medio de su «Palabra», su Hijo eterno (Jn 1,1.14).
No ha querido realizar la salvación del mundo manteniéndose en una inasequible
lejanía, sino que ha preferido descender para elevarnos, empobrecerse para
enriquecernos, hacerse hombre para hacernos participar de su vida divina. Se
hace Dios-con-nosotros, cercano y prójimo nuestro, que habita entre nosotros.
En esto consiste el elemento decisivo de la buena noticia (evangelio)
que Dios nos da. Pero al decírnosla, Dios se arriesga a que no la entendamos o
se la rechacemos. Y así ha ocurrido, en efecto, pues ya en el primer siglo del
cristianismo surgieron corrientes de pensamiento contrapuestas: unas que veían a
Jesús como un hombre extraordinario, incluso como Mesías, pero no como Dios; otras
que reconocían su divinidad pero negaban que fuese al mismo tiempo hombre. A
partir de ahí se han sucedido en la historia innumerables debates teológicos y,
lo que es peor, polarizaciones prácticas que generan formas opuestas de vivir
el cristianismo sobre la base de una glorificación excesiva de Jesucristo con
olvido de su humanidad, o viceversa, es decir, por no integrar la divinidad y la
humanidad en la persona de Jesucristo.
Consciente
de las resistencias que sus afirmaciones sobre la encarnación de Dios iban a
enfrentar, Juan, no obstante, da un paso más y proclama: Y nosotros hemos visto su gloria, gloria propia del Hijo único del
Padre, lleno de gracia y de verdad (v. 14). La majestad, el poder, el resplandor
de su santidad, el dinamismo de su ser creador, todo ello se encarna en Jesús
por su íntima unión trascendente con el Padre que lo envía. Más aún, en Él, Dios
no sólo asume nuestra condición humana, sino que se nos da a sí mismo.
Por eso, el Niño
que en Belén se incorpora en las vicisitudes históricas que hoy como entonces
podemos vivir, es –en la misteriosa profundidad de su ser– una sola cosa con
Dios. Es la palabra, la comunicación plena y definitiva de Dios. En adelante,
toda su vida humana, desde su nacimiento hasta su muerte y toda su existencia
de resucitado, elevado a la derecha del Padre, es comunicación de Dios de forma
definitiva, en la que el mismo Dios se nos dice y se relaciona con todo ser
humano como el aliado que lucha con nosotros y vence con nosotros, como el
hermano mayor que guía con su ejemplo, como el amigo que comparte todo lo que
es y todo lo que tiene.
Núcleo
central de nuestra fe, la encarnación de Dios es asimismo raíz y fundamento
último de nuestra esperanza. Este Dios hecho hombre, hecho historia, hecho
tiempo, es el que nos asegura –particularmente en este último día del año–, que
con su venida ha llenado nuestro futuro de promesa y lo ha encaminado irreversiblemente
a su reino. El futuro de la humanidad y de todo el universo creado por amor está
garantizado porque Dios se ha hecho hombre en Jesús para renovar, rehacer y
llevar a plenitud todo lo creado.