P. Carlos Cardó, SJ
La huida a
Egipto, acuarela de James Tissot, Museo de Brooklyn, Nueva York
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Después de que los magos partieron de Belén, el ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto. Quédate allá hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo".
José se levantó y esa misma noche tomó al niño y a su madre y partió para Egipto, donde permaneció hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por medio del profeta: De Egipto llamé a mi hijo.Después de muerto Herodes, el ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma al niño y a su madre y regresa a la tierra de Israel, porque ya murieron los que intentaban quitarle la vida al niño".Se levantó José, tomó al niño y a su madre y regresó a tierra de Israel. Pero, habiendo oído decir que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre, Herodes, tuvo miedo de ir allá, y advertido en sueños, se retiró a Galilea y se fue a vivir en una población llamada Nazaret. Así se cumplió lo que habían dicho los profetas: Se le llamará nazareno.
El drama de
esta familia tenía como causa principal el significado extraordinario,
absolutamente fuera de lo común, que tenía su niño. Desde que nació, José y
María vieron que Jesús era, y siempre iba a ser, aceptado por unos y rechazado
por otros. El destino futuro de su niño se les anticipó ya de manera dramática
en la figura despiadada de Herodes que quería matarlo. Si lograron salvarlo fue
gracias a la presencia providente de Dios que los impulsó a huir: Levántante –dijo el ángel del Señor a
José–, toma al niño y a su madre y huye a
Egipto. Se quedarían allí, exiliados, como cualquier atemorizada familia de
inmigrantes, hasta que murieron los que atentaban contra la vida del niño.
Guiados por Dios, decidieron ir a vivir a Nazaret, pueblecito de una de las más
deprimidas regiones de Palestina, la Galilea.
De los
largos años vividos por Jesús en Nazaret, no sabemos casi nada. El más
elocuente, Lucas, apenas nos da unos cuantos datos elementales, que él mismo
resume al final con estas escuetas palabras: el niño crecía en edad, sabiduría
y gracia ante Dios y los hombres…, y vivía sujeto a sus padres (Lc 2, 39-40. 50-53). Jesús mismo no
hablará para nada de sus años en Nazaret. Sólo se sabe que sus paisanos lo
conocían como el hijo de José, el carpintero, y que había parientes suyos mezclados
entre sus discípulos o en la multitud que le seguía.
Pero a pesar de esta falta
de información, es obvio que Jesús, en su hogar de Nazaret, se nutrió, creció y
maduró asimilando los valores de unos padres profundamente religiosos y
enraizados en la cultura de su pueblo. Ellos forjaron su personalidad, le
marcaron el sentido de su vida desde la fe religiosa, le adiestraron para
valerse por sí y responder a la voluntad de Dios, su padre.
Es válido
por tanto reflexionar sobre la familia teniendo como referente el hogar de
Jesús. La familia es como la tierra: engendra y nutre plantas sanas o
raquíticas según la calidad de sus nutrientes. Es verdad que la familia no lo
es todo, pero es indudable que ella marca la fisonomía física, psíquica,
cultural, social y religiosa de las personas. En las relaciones familiares se
lleva a cabo el proceso de formación de la conciencia y de los valores, de la
propia seguridad y de la capacidad de expresar sentimientos y afectos.
La crisis de
la familia es una realidad preocupante. Además de ir en aumento el número de
familias disfuncionales, las bien constituidas padecen el bombardeo incesante de
mensajes que minan su unidad y consistencia: violencia, pornografía,
frivolidad, relativismo e increencia. Se añade a esto la inseguridad económica
de tantos grupos sociales: el desempleo, que genera desasosiego y obliga a
muchos a emigrar, así como la extendida costumbre o imposición de horarios
sobrecargados que hace que los padres pasen la mayor parte del día fuera del
hogar. Por estas y otras causas, la familia puede ser la primera célula
neurótica de la sociedad.
La familia es el ámbito en el que es posible vivir las
mayores alegrías y también los más duros sufrimientos y tribulaciones.
Todos
sabemos que hay tanto de lo uno como de lo otro, y que el problema no está en
la institución, en cuanto tal, sino en las personas que componen cada familia. Cuando
un hombre y una mujer se aman (y esta es la condición sine qua non para que haya familia), se da el calor afectivo que
propicia la unión, el diálogo, el espíritu de superación y, sobre todo, la fe. Sólo
sobre esta base se consolida el ámbito eficaz para la formación de personas
verdaderamente libres, responsables y seguras.
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