P. Carlos Cardó, SJ
El buen pastor, óleo de Bartolomé Esteban Muriilo, Museo del Prado, Madrid |
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "¿Qué les parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿acaso no deja las noventa y nueve en los montes, y se va a buscar a la que se le perdió? Y si llega a encontrarla, les aseguro que se alegrará más por ella que por las noventa y nueve que no se le perdieron. De igual modo, el Padre celestial no quiere que se pierda uno solo de estos pequeños".
La metáfora del pastor que busca la oveja que se
pierde, porque las otras 99 están bien, nos habla de la ternura de Dios-Padre,
que siente y se duele de las ovejas de su pueblo, maltratadas y abandonadas por
sus pastores. Dios reivindica para sí el título de pastor auténtico y lleno de
cariño, y vino así a nosotros históricamente en Jesús, buen pastor de su pueblo
y de la humanidad.
La parábola subraya el valor que tiene para Dios la
vida de sus hijos y de manera especial su cercanía y misericordia para con los
perdidos. Es, además, una defensa que hace Jesús de su propio compartimiento
frente a los fariseos y doctores de la ley judía que lo criticaban por
acercarse a pecadores públicos y publicanos y comer con ellos. Él dejará bien
en claro que ha venido a buscar lo que está perdido y a salvarlo (Cf. Lc 19,10).
El salir en busca de la oveja extraviada manifiesta
la calidad del pastor, es cualidad típica de un pastor
responsable (Cf. Ez 34,11-12.16; Jn 10, 11-12). Se supone
que un pastor que ama a su rebaño tiene que reaccionar de esa manera. No puede perder ninguna de sus
ovejas, porque le pertenecen y valen mucho para él. Y sale además a buscar a su
oveja no porque sea la más grande ni la preferida ni la quiera más que a las
otras noventa y nueve, pues él ama a todas por igual, sino porque no quiere que
ninguna se le pierda.
Así nos quiere Dios, nos dice Jesús. Su amor por
nosotros es tan extraordinariamente pródigo, indulgente y desinteresado, que
está dispuesto a hacer lo que sea necesario para rescatar para sí, porque le
pertenece, a todo hijo o hija suya que necesite ser restablecido en su
condición de hijo. Jesús, por su parte, estará dispuesto a llevar su amor hasta
el extremo de dar su vida por sus amigos. Si su amor no fuera así, si se
quedase en dar a cada cual lo que se merece, excluir al que le da la espalda,
podría quizá cumplir con la justicia humana reivindicativa, pero no sería Dios.
La justicia divina se muestra perfecta en la misericordia.
“Nosotros conocemos el amor que Dios nos tiene y
hemos creído en él” (1 Jn 4,16). Y no es que nos ame por nuestros
méritos ni nos deje de amar por nuestros deméritos. Su amor es incondicional y
gratuito. No nos ama porque lo merezcamos y es anterior al amor que podamos
tenerle. Tampoco necesita de nuestro amor. “El amor no
consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero,
y envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados” (1Jn 4, 10).
El cristiano
fundamenta sobre esta convicción su confianza básica, esa confianza sin la cual
no es posible vivir humanamente ni construir una personalidad sana, valiosa, y
benéfica para los demás. Sabe, por eso, que debe mostrar en su amor y entrega a
los demás el amor que recibe, y se sabe capaz de amar: se ama a sí mismo porque
siente amado, y Dios le ha enseñado que debe mostrarle su gratitud amando a los
demás. “Si Dios nos amó así, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1Jn
4,11).
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