P. Carlos Cardó, SJ
Nacimiento de Jesús, óleo de
Tintoretto, Museo de Bellas Artes, Boston
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Celebramos
el nacimiento de Jesús, Hijo de Dios e hijo de la Virgen María, hermano nuestro,
que ha venido a salvarnos. El verbo de
Dios se hizo carne y habitó entre nosotros. Dios, a quien nadie ha visto
nunca, se ha incorporado en nuestro mundo. Ha querido realizar la salvación no
de arriba abajo, sino entrando en nuestra misma realidad, haciéndose hombre,
con nosotros, Emmanuel. Dios ha descendido hasta nosotros para elevarnos hasta
Él.
No es un mito, una bonita leyenda lo que recordamos. El nacimiento
de Jesucristo es un acontecimiento histórico, real, pero al mismo tiempo es un
hecho trascendente que sigue afectando profundamente nuestras personas, y no
sólo nuestros sentimientos o nuestra fantasía o gusto festivo…, porque ha
pasado a ser parte de nuestra historia, dándole a nuestra identidad una
característica especial. Sin el nacimiento del Niño de Belén, del Niño por
excelencia y con mayúscula, nuestra vida simplemente no tiene sentido, no
seríamos lo que somos ni pensaríamos el futuro como lo pensamos. ¿Podemos
imaginar cómo sería nuestra vida sin Jesús?
Se requiere la gracia de la fe para entender y aceptar la
identidad del Niño que nace en Belén. Reconocer en Él al Eterno que se ha hecho
tiempo, al Hijo de Dios que se ha hecho hombre, al Creador, ley y razón
universal, que ha tomado para sí carne humana, sin dejar de ser Verbo y Palabra
divina con toda su gloria y el abismo insondable de su amor y poder infinitos,
eso no nos lo puede revelar ni la carne ni la sangre, ni mortal alguno sobre la
tierra (Mt 16, 17), sino Dios su
Padre que está en los cielos.
Un antiguo himno litúrgico canta la paradoja increíble de la
grandeza de Dios en el pesebre:
Hoy ha nacido de la Virgen María
Aquel que mantiene en su mano el
universo.
Ha sido envuelto en pañales,
Aquel que por esencia es
invisible.
Siendo Dios, ha sido recostado en
un pesebre,
Aquel que ha afirmado sobre los
cielos su trono.
Que la inmensa majestad de Dios haya aparecido en la estrechez de
este mundo maltrecho, que el Santo y feliz comparta las tristezas y lágrimas de
esta tierra nuestra, que la Vida eterna asuma vida temporal para morir en la
cruz… ¡y todo esto por mí!, esta es la verdad inabarcable, la belleza espléndida,
la bondad más tierna y profunda que tiene para nosotros la Navidad.
Es, pues, mucho más que una fiesta familiar. Navidad es el día en
que declaro mi adhesión personal a la Palabra de Dios, para que nazca en mí y
me transforme: que Cristo nazca por la fe en nuestros corazones (Ef 3,17), que Cristo se forme en
nosotros (Gal 4,19).
No permitamos que la Navidad pierda su significado espiritual.
Fomentemos, sí, y con entusiasmo, el calor de la amistad y el gozo de la unión
familiar, valores típicos de esta fiesta, pero siempre en el marco religioso
que le es propio. Navidad fundamenta y fomenta en nosotros el sentimiento de
amistad universal propio de los amigos de Dios, estrecha los vínculos más
humanos de solidaridad y hace florecer un amor gratuito y sincero, lleno de
atención por el bien de todos. Este es el sentido profundo y cristiano que
tienen los saludos y felicitaciones, los regalos y muestras de amistad, los
gestos de cercanía con los que menos tienen para que nadie se quede en Navidad
sin sentir la alegría que Dios hace posible.
La Navidad tiene que ser ocasión para acercarnos unos a otros y
acoger al otro, sobre todo a los niños, como un regalo precioso. Que nuestro
interés se centre en ellos y sepamos darles lo mejor de nosotros. Los niños son
nuestras más hondas fuentes de esperanza. Ellos llevan
consigo la promesa de que la convivencia humana será mejor en un futuro más
humano, en paz y bienestar para todos.
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