P. Carlos
Cardó, SJ
En la primera
lectura, Isaías anuncia el nacimiento de un gobernante futuro como prueba de
que Dios traerá la salvación a las naciones por medio de su pueblo Israel. Será
un descendiente del linaje de Jesé, padre de David, que en aquel entonces era
una casa real en total decadencia, semejante a un tronco cortado y seco, del
que nada se podía esperar. Sin embargo, sobre él vendrán los vientos del poder
divino, que harán brotar un renuevo, portador del espíritu de Dios. Su cercanía
especial a Dios le hará gobernar con rectitud (no con las armas), defender a
los pobres, y quebrantar la violencia con la “vara de su boca”. Se logrará una
paz universal y no se cometerá ya mal alguno. En su reinado se difundirá por
todas partes el Espíritu y el conocimiento de Dios.
Con metáforas y
símbolos de gran contenido poético el profeta pinta un cuadro ideal que visualiza
el gobierno de Dios sobre todas las cosas: recuerda la armonía inicial que
existía en el jardín donde Dios puso al hombre y a la mujer recién creados:
armonía con la naturaleza, armonía entre ellos y armonía con Dios. En la nueva
creación, en la tierra nueva, esa armonía perdida se restablecerá. Ya no habrá
agresores ni agredidos. La paz se extenderá a la naturaleza. Nadie hará daño ni
estrago, ni siquiera la serpiente, que según la tradición bíblica simbolizaba
el origen del mal. Un niño jugará con ella. Destruida la violencia y el mal en la
tierra nueva, el hombre ya no ambicionará más ser como Dios; se le concederá
“la ciencia del Señor”, para conocerlo y vivir conforme a su voluntad en plenitud
de gozo y paz, sólo comparable a la inmensidad del mar.
San Pablo en la
carta a los Romanos hace ver la dimensión universal de la salvación que Dios
ofrece. En Jesucristo, Dios muestra su misericordia en favor de todos los
pueblos. Esta universalidad del mensaje y de la salvación debe fundamentar el
respeto y la acogida que los cristianos debemos dar a todos sin distinción. Si
Dios acoge y ofrece su salvación a judíos y gentiles, debemos estar de
acuerdo unos con otros y acogernos
mutuamente. No puede haber, por tanto, ningún tipo de exclusión por
razón de raza, lengua o posición social. Sólo así como comunidad unida en su
diversidad podemos alabar “unánimes... al Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo”.
En el evangelio, Mateo
nos presenta la figura de Juan Bautista, el precursor del Mesías. Es un asceta
austero, hombre íntegro y cabal, que vive de forma radical y anuncia en el desierto
la inminente llegada del Salvador. En lugar de seguir la profesión sacerdotal
de su padre Zacarías y dedicarse al templo (Lc
1,5ss), sigue una vocación de profeta que critica al sistema corrupto imperante
en la sociedad. Su vestido y comida permiten apreciar la austeridad en que vive
y dan a entender por qué se le identificó con el profeta Elías (2 Re 1,8). Jesús hará el elogio de Juan,
diciendo que “es Elías, el que tenía que venir” (11,14) y, más aún, que es el mayor
entre los hijos de mujer (11,9-11).
Juan Bautista anuncia
la próxima venida del Salvador y el establecimiento del reinado de Dios en forma
de amenaza a todos aquellos que se nieguen a bautizarse y cambiar la vida de
vicios y pecados que mantienen. La Ley y la religión que practican no les han
servido para superar la corrupción imperante. Si no cambian de actitud, acabarán
mal y de nada les servirá ser descendientes de Abrahán.
Su tono cambia, sin
embargo, cuando declara humildemente estar subordinado a Jesús el Mesías, a
quien reconoce como “el que viene detrás de mí y puede más que yo, y no
merezco ni llevarle las sandalias”. Su lealtad y obediencia llega incluso a
reconocer la insignificancia de su bautismo, comparado con el bautismo de
Espíritu y fuego que traerá Jesús, el único capaz de comunicar la gracia santificadora
del Espíritu divino.
La invitación que
trae consigo este segundo domingo de Adviento a dejarnos transformar por el
bautismo de Espíritu y fuego que nos ha traído Jesús, nos la presenta el Papa
Francisco como una llamada a poner en nuestra vida la alegría del Evangelio:
«Éste es el momento para decirle a Jesucristo: “Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores”… Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar “setenta veces siete” (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. … Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría» (Exhortación ap. La Alegría del Evangelio, n.3).
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