miércoles, 30 de junio de 2021

Curación de dos endemoniados (Mt 8, 28-34)

P. Carlos Cardó SJ

Curación de dos poseídos por el demonio, acuarela opaca sobre grafito en papel vitela gris de James Tissot (1886 -1894), Museo de Brooklyn, Nueva York

Al llegar a la otra orilla, a la tierra de Gadara, dos endemoniados salieron de entre los sepulcros y vinieron a su encuentro. Eran hombres tan salvajes que nadie se atrevía a pasar por aquel camino. Y se pusieron a gritar: "No te metas con nosotros, Hijo de Dios! ¿Has venido aquí para atormentarnos antes de tiempo?".

A cierta distancia de allí había una gran piara de cerdos comiendo. Los demonios suplicaron a Jesús: "Si nos expulsas, envíanos a esa piara de cerdos".

Jesús les dijo: "Vayan". Salieron y entraron en los cerdos. Al momento toda la piara se lanzó hacia el lago por la pendiente, y allí se ahogaron.

Los cuidadores huyeron, fueron a la ciudad y contaron todo lo sucedido, y lo que había pasado con los endemoniados. Entonces todos los habitantes salieron al encuentro de Jesús y, no bien lo vieron, le rogaron que se alejase de sus tierras.  

La narración de Mateo resulta muy reducida en comparación con el texto más antiguo de Marcos. No hay en ella detalles descriptivos de la curación, ni de lo que ocurrió después. Todo se centra en la persona de Jesús. El endemoniado de Gerasa del texto de Marcos se convierte en dos endemoniados de Gadara, según Mateo. La región es la misma, la Decápolis, en Transjordania, territorio de paganos en el que no se conoce a Dios y el mal actúa libremente. Y la intención es la misma: demostrar que también allí la acción salvadora triunfa. Jesús destruye de raíz el mal y disipa nuestros miedos porque ha vencido al príncipe de este mundo, que tenía el poder de la muerte.

En muchas culturas antiguas ciertas enfermedades orgánicas o mentales, que suelen impresionar por la forma estremecedora con que perturban al paciente, se atribuían a influjos diabólicos. La creencia en la presencia y actuación masiva de espíritus y demonios formaba parte de la cultura de muchos pueblos. En la Biblia, y en los evangelios en particular, los endemoniados eran personas que padecían la acción del espíritu adversario, mentiroso y creador de división. Sus víctimas quedaban escindidas, separadas de su yo auténtico, agresivas hasta dar miedo, como dejadas de la mano de Dios, sin que nadie pudiera hacer nada para liberarlas.

En el fondo de estas creencias, sin embargo, había un contenido de verdad innegable: la enfermedad es algo que Dios no puede querer porque trastorna el orden de su creación y daña a sus criaturas. Además, la teología subyacente a este tipo de relatos evangélicos resalta el hecho de que diversas curaciones realizadas por Jesús manifestaban a los ojos de la fe el poder salvador de Dios que rompe las cadenas de la gente, vence al mal, le quita poder determinante sobre la existencia humana y abre para todos nuevas posibilidades de vida. Jesús mismo hacía ver que esas acciones eran signos del triunfo del amor salvador de Dios: Si expulso los demonios con el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a ustedes” (Mt 12,28; Lc 11,20).

Jesús vino a exorcizar este mundo en el que el mal y el pecado actúan a veces en grados tales que pueden parecer invencibles y llenar el ánimo de la gente de pesimismo o de resignación fatalista. La posesión diabólica significa una existencia humana agredida hasta el riesgo de ser destruida, echada a perder, sin futuro, como sometida a fuerzas nocivas que pueden conducirla a la muerte y a la perdición. Pues bien, del temor a esos poderes ha venido Jesús a liberarnos.

Más aún, aunque la acción de los espíritus diabólicos, cuyos síntomas –como puede verse en el pasaje del exorcismo del niño en Mateo 17, 14-27– podrían hacer pensar hoy en la epilepsia o en alguna enfermedad psiquiátrica, no dejan de ser un signo especialmente sugerente, una llamada de atención a nuestra sociedad frente a realidades de este mundo a las que los hombres se someten hasta ofrecerles sacrificios inimaginables y quedar «poseídos» por ellas, enfrentados a Dios, a los demás, a la naturaleza, y a sí mismos.

Esas realidades son los “demonios” hostiles a Dios, los «ídolos» o «poderes y potestades» (1Cor 8,5; 15,24), de que nos habla el Nuevo Testamento.

¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Hijo de Dios?, preguntan los demonios. Nada, absolutamente nada tienen en común. Y así tiene que ser también para nosotros: no hay lugar para componendas porque podemos caer en el engaño. El espíritu del mal tienta con falacias y razones aparentes, ofreciendo formas falsificadas de seguridad, eficacia, éxito y felicidad. Un no decidido y cortante es la mejor forma de enfrentarlo.

¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?, dice el mal espíritu, como si ahora no fuese el tiempo de enfrentarlo y fuese mejor posponer la lucha o la determinación que debes tomar. En tiempos de Jesús se creía que la victoria definitiva sobre el mal sólo se produciría al final de los tiempos; pero con la presencia de Cristo el tiempo se ha cumplido, hoy es el tiempo de la salvación. Ahora puede actuar en nosotros la gracia que libera.

Finalmente no hay que olvidar que estas acciones de Jesús se nos confían. A sus discípulos, núcleo germinal de su Iglesia, les dio poder (autoridad) sobre los espíritus inmundos para expulsarlos y para sanar toda enfermedad y dolencia (Mt 10,1). Como miembros de la Iglesia, a todos nos toca la misión de exorcizar espíritus que despersonalizan a la gente hoy en nuestra sociedad. Quien experimenta la salvación no puede sino despertar en otros la experiencia de ser salvado y liberado.

martes, 29 de junio de 2021

Anuncio de la pasión y reacción de Pedro (Mt 16, 13-23)

P. Carlos Cardó SJ

Cristo entrega las llaves a Pedro, óleo sobre lienzo de Vincenzo Catena (1520 aprox.), Museo Nacional del Prado, Madrid, España

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?".

Ellos contestaron: "Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas."

Él les preguntó: "Y vosotros, ¿quién dicen que soy yo?".

 Simón Pedro tomó la palabra y dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".

Jesús le respondió: "¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo".

Mientras suben a Jerusalén, donde va a ser entregado, Jesús pregunta a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las distintas opiniones que circulan entre la gente: que es Juan Bautista vuelto a la vida, que es Elías, enviado a preparar la inminente venida del Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10; Mt 11, 14; Mc 9,11-12), que es Jeremías, el profeta que quiso purificar la religión, o que es un profeta más.

¿Quién dicen ustedes que soy yo?, les dice Jesús. De lo que sientan en su corazón dependerá su fortaleza o debilidad para soportar el escándalo que va a significar su muerte en cruz. Pedro toma la palabra y le contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Como los demás discípulos, él no es un hombre instruido. Sus palabras han tenido que ser fruto de una gracia especial. Por eso le dice Jesús: ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.

La misión que Jesús confía a Pedro la expone el evangelio de Mateo con tres imágenes: la roca, las llaves y el atar y desatar. Pedro, o Cefas, que significa roca, será el fundamento del edificio que es la Iglesia. Jesús será quien levante el edificio que congregará a todos sus fieles. Pedro será el cimiento porque Dios le ha concedido la verdadera confesión. Y a esta Iglesia, fundada para mantener viva la presencia del Señor resucitado, de su palabra y de sus obras, Jesús le promete una duración perenne: los poderes de la muerte no prevalecerán contra ella.

La otra imagen son las llaves. Te daré las llaves del reino de los cielos. Este gesto no significa –como sugieren algunas representaciones gráficas de San Pedro– que sea el portero del cielo, ni tampoco que sea dueño de la Iglesia: Jesús dice “mi Iglesia”. La entrega de las llaves significa que Pedro recibe la misión de ser como el administrador que representa al dueño de la casa y obra en su lugar, por delegación. Pedro podrá abrir y cerrar el nuevo templo de la Iglesia, actuar en nombre de Cristo y representarlo. Cuanto Jesús promete aquí a Pedro, más tarde lo extenderá a toda la Iglesia (Mt 18,18).

La tercera imagen es la de atar y desatar: lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.  Corresponde al servicio de interpretar y definir lo que es conforme a la fe revelada y lo que la recorta, desvía o contradice. Jesús nos mostró lo que conduce al reino de Dios y lo que aleja de Él. Pedro tendrá que continuar esta labor. Jesús no abandona a su Iglesia, le da un guía con una gran autoridad, que actuará bajo la inspiración y asistencia continua de su Espíritu.

Siempre es oportuno reafirmar nuestra fe eclesial, renovar el sentido de Iglesia que –como enseña san Ignacio en sus Reglas para sentir con la Iglesia– nos da la certeza de que “entre Cristo nuestro Señor esposo y la Iglesia su Esposa, es el mismo Espíritu que nos gobierna y rige” (Ejercicios Espirituales, 365).

lunes, 28 de junio de 2021

La radicalidad del seguimiento (Mt 8, 18-22)

 P. Carlos Cardó SJ

Jesús enseña a la gente, acuarela opaca sobre grafito en papel vitela gris de James Tissot (1886 -1894), Museo de Brooklyn, Nueva York

Jesús, al verse rodeado por la multitud, dio orden de cruzar a la otra orilla. Entonces se le acercó un maestro de la Ley y le dijo: "Maestro, te seguiré adondequiera que vayas."

Jesús le contestó: "Los zorros tienen cuevas y las aves tienen nidos, pero el Hijo del Hombre ni siquiera tiene dónde recostar la cabeza".

Otro de sus discípulos le dijo:"Señor, deja que me vaya y pueda primero enterrar a mi padre". Jesús le contestó: "Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos".

Jesús ha realizado una serie de milagros que han llenado de admiración a la gente. Muchos han visto en ellos un poder superior que podía hacer de Jesús el libertador tan esperado de Israel, y se han ido tras Él.

Cada cual espera alcanzar algo de Él.

Le siguen, pues, por diversas motivaciones y aun entre los discípulos que ha llamado personalmente y le siguen formando con Él un círculo de amigos, las expectativas son igualmente variadas.

Jesús entonces ve necesario plantear las condiciones que debe cumplir quien se anime a seguirlo. Todas ellas tienen que ver con la adhesión personal que deben manifestar hacia Él y la disposición para seguirlo de manera definitiva y radical, hasta sus últimas consecuencias. Quienes lo sigan tendrán que asumir su estilo de vida, estar siempre en camino, con Él delante, prontos a partir, sin estar apegados a nada que los detenga ni les haga ambicionar riquezas o poder como consecuencia de la misión que Él les va a confiar.

Tres escenas presentan las exigencias de libertad y determinación.

Primera escena. Aparece un escriba, experto en religión y moral, y dice a Jesús: Yo te seguiré adondequiera que vayas. Es él quien ha tomado la iniciativa, como si todo dependiese de su voluntad; pero seguir a Jesús no puede ser una simple pretensión humana. Él es quien llama y da la gracia. La respuesta de Jesús obliga al escriba a  confrontar su deseo con la realidad. Los zorros tienen madrigueras…, el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza. Le hace ver que la regla de juego pide un desasimiento de aquello que da seguridad, sobre todo los bienes de este mundo. El que sigue a Jesús tendrá que poner su seguridad sólo en Dios.

Segunda escena. Un miembro del grupo de Jesús, un discípulo suyo, dice: Déjame primero que vaya a enterrar a mi padre. Parece no caer en la cuenta de que Dios ha de ser lo primero y que su voluntad ha de prevalecer sobre cualquier otra cosa. El sepultar al padre es indudablemente un deber de piedad filial (Dt 20,12; Lev 19,3), pero que no es “lo primero”.

Todo afecto, aun el más sublime, debe orientarse a Dios y no ser obstáculo a su voluntad. Jesús exige libertad frente a afectos y deberes de relación. Las relaciones familiares no son el absoluto. Dios ha de estar por encima de todo. Abraham no opuso el amor a su único hijo Isaac, sino que se mostró disponible a entregarlo, y por esta voluntad suya, Dios lo hizo padre de los creyentes.

Todo amor verdadero procede del amor de Dios, tiene en Él su fuente,  y a él tiene que llevar. Se ve en el plano humano: si un hijo no logra autonomía frente a sus padres no se hace adulto, no será capaz de emprender nada por sí mismo. Así también en el plano de la fe si no ordenamos todo afecto hacia Dios, que es para nosotros el horizonte de nuestra libertad, los afectos se desordenan y nos hacen menos libres. Dios es el único absoluto; frente a Él, hasta el deber de enterrar al padre cede su prioridad. Dios es lo más importante; si no, no es Dios. Aquello que para ti es lo más importante, eso es tu Dios.

En el evangelio de San Lucas hay una tercera escena. Otro le dijo: Te seguiré, Señor, pero déjame primero ir a despedirme de mi familia. Y Jesús contestó: El que pone la mano en el arado y vuelve la vista atrás, no es digno de mí. San Pablo dirá: Olvido lo que dejé atrás y me lanzo hacia la meta… (Fil 3, 13).

Se trata de dejar atrás, posponer, tres seguridades: materiales, afectivas y personales. Pero en el fondo se trata de la disponibilidad frente a uno mismo, para poner la confianza en Dios. Mirar atrás es mirarse a sí mismo, buscar seguridades en sí mismo, en lo que soy, en lo que he conquistado o en lo que represento. De todo nos puede liberar el Señor para hacernos ver que la garantía única está en lo que Él –y sólo Él– es capaz de hacer de mí. 

domingo, 27 de junio de 2021

Homilía del Domingo XIII del Tiempo Ordinario - Curación de la mujer enferma y resurrección de la hija de Jairo (Mc 5,21-43)

P. Carlos Cardó SJ

Resurrección de la hija de Jairo, óleo sobre lienzo de George Percy Jacomb-Hood (1895), galería de arte Guidhall, Londres

Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y él se quedó junto al mar. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva». Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados.
Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: «Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?».

Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas, basta que creas». Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga. Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba. Al entrar, les dijo: «¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme». Y se burlaban de él.

Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: «Talitá kum», que significa: «¡Niña, yo te lo ordeno, levántate!». En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que dieran de comer a la niña.

Se trata de dos mujeres que además de la exclusión de que eran objeto en aquella sociedad patriarcal, padecían la impureza que su enfermedad les transmitía a ellas y a quien las tocase. Pero nada de ello fue impedimento para que Jesús las tratara con una solicitud cargada de sentimiento. Sin temer el ser criticado por transgredir normas y prejuicios, Jesús rompió –en éste y en otros casos– con el androcentrismo de su sociedad y mantuvo un trato solidario y liberador con las mujeres y los niños, que no sin motivo buscaban su proximidad.

La primera mujer del relato lleva doce años padeciendo una larga enfermedad, que los médicos no han podido curar. En la cultura hebrea la sangre es la vida (Gen 9, 4-5). La mujer pierde sangre, se le va la vida. Representa toda situación crítica de la que el creyente no sabe cómo salir mientras no sienta que la gracia de Dios lo toque y lo sane. La otra mujer es una niña de 12 años, que en Oriente equivale a la edad del noviazgo; pero está enferma de muerte. Esta niña-mujer, por ser, además, hija de Jairo, jefe de la sinagoga, podría simbolizar al pueblo de Israel, que la Biblia presenta como la esposa de Yahvé.

Mientras Jesús va a casa de Jairo, aparece en escena la mujer que sufre de hemorragias. Tiene una enfermedad que la hace impura desde el punto de vista legal (Lev 15, 19-24) y la obliga a permanecer apartada el tiempo que dure su hemorragia porque vuelve impuro lo que toque. Humillada física y moralmente, la pobre mujer sólo puede acercarse a Jesús desde atrás, sin dejarse ver, sin poder tocar. Experiencias similares pueden darse en el camino de la fe: sucede algo lamentable y la persona se siente alejada, inhabilitada para la vida cristiana. Su fe entonces sólo logra expresarse como el deseo de que Dios la tenga en cuenta, como dice el Salmo 80: Vuelve a nosotros tu rostro y seremos salvos.

¿Quién me ha tocado?, pregunta Jesús, al sentir que la mujer le ha rozado el manto. No es un reproche, es una invitación: la fe de la mujer tiene que hacerse pública. Y es lo que hace ella con un gesto cargado de sentimiento: asustada y temblorosa…se postró ante él y le contó toda su verdad. Contarle toda su verdad es poner su vida en manos del Señor, reconocer que no hay nada oculto entre los dos, y dejar que Él disponga las cosas según su voluntad. Por eso Jesús, después de tranquilizarla, le dice con afecto: Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, estás liberada de tu mal.

Todavía estaba hablando, cuando vienen a anunciar al jefe de la sinagoga que su hija ha muerto: ¿Para qué seguir molestando al Maestro? Jairo ya había expresado su fe, pero el anuncio que le traen hace que le sobrecoja el miedo a la muerte, la sensación de impotencia frente a lo irremediable. Pero Jesús lo reanima: No tengas miedo, basta con que sigas creyendo.

Lo que viene después es una predicación en acción sobre el sentido cristiano de la muerte. Jesús le quita dramatismo, le arranca su aguijón (como dice san Pablo en 1Cor 15,55), la reduce a un sueño: la niña no está muerta, está dormida. El mensaje de su victoria sobre la muerte ha de ser comunicado a “los que se afligen como quienes no tienen esperanza” (1 Tes 4,13), y que en el relato aparecen simbolizados en el tumulto, el llanto y los gritos en la casa mortuoria.

Jesús, entonces, tomó la mano de la niña y la sacó del sueño, con palabras llenas de ternura: Talita Kumi (que significa: muchacha, a ti te hablo, levántate). Conviene advertir que el mandato de Jesús, ¡Levántate! ¡Ponte de pie!, significa también ¡Resucita!, y es el verbo que se emplea en los relatos de la resurrección: “Cuando resucite (cuando sea levantado), iré delante de ustedes a Galilea” (14,28). “Ha resucitado, no está aquí” (16,6).

La niña se levantó y se puso a caminar. Y ellos se quedaron llenos de estupor, con el mismo sentimiento que tendrán las mujeres ante el sepulcro vacío (16,8): temor y desconcierto. Y les mandó que le dieran de comer. Porque todavía queda camino por andar...  A lo que Dios hace en nuestro favor, corresponde nuestra colaboración.

Todos podemos vernos en situaciones extremas en las que ya nada se puede hacer. Las palabras de Jesús a Jairo: No tengas miedo, basta con que sigas creyendo, nos ayudarán a no dejarnos dominar por el miedo y la desesperación. Sabremos infundir ánimo a quien lo necesita. Procuraremos, además, que “que la Iglesia sea un recinto de paz, de justicia y de amor para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”.

sábado, 26 de junio de 2021

Curación del criado del centurión romano (Mt 8, 5-13)

P. Carlos Cardó SJ

Curación del criado del centurión, ilustración de Harold Copping publicada en The Bible Story Book (1923)

En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaún, un centurión se le acercó rogándole: "Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho".

Jesús le contestó: "Voy yo a curarlo".

Pero el centurión le replicó: "Señor, quién soy yo para que entres en mi casa. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y si le digo a uno: "Ve", va; al otro: "Ven", y viene; a mi criado: "Haz esto", y lo hace".

Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: "Les aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Les digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; en cambio, a los ciudadanos del reino los echarán fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes".

Y al centurión le dijo: "Vuelve a casa, que se cumpla lo que has creído". Y en aquel momento se puso bueno el criado.

Al llegar Jesús a casa de Pedro, encontró a la suegra en cama con fiebre; la cogió de la mano, y se le pasó la fiebre; se levantó y se puso a servirles. Al anochecer, le llevaron muchos endemoniados; él, con su palabra, expulsó los espíritus y curó a todos los enfermos. Así se cumplió lo que dijo el profeta Isaías: "Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades".

Este milagro tiene su paralelo en Lc 7, 1-10 y en Jn 4,43-54. En esos textos, el personaje es un funcionario (subalterno) del rey Herodes Antipas; aquí es un centurión romano de la guarnición de Cafarnaum. Se trata, pues, de una persona de buena posición social y económica, pero que, ante la enfermedad de su criado, al que aprecia mucho, se siente impotente. Frente a la enfermedad y la muerte se pone de manifiesto la radical impotencia del hombre. De eso sólo Dios salva.

El relato pone de relieve la relación entre Palabra, fe y vida, y la oferta del don de la salvación a todas las naciones. Los milagros de Jesús en el evangelio son signos naturales que tienen un significado espiritual. Jesús enseña con su palabra y también con sus obras. El signo visible de la curación del enfermo es importante, incluso necesario, pero más importante es lo que significa. Por eso, como en varios otros relatos, la narración del hecho prodigioso es sólo el cuadro exterior de lo que más interesa, que es la enseñanza que contiene.

Es de notar que quien enseña aquí es un  centurión pagano: enseña a creer confiadamente en la persona de Jesús y en el poder de su palabra. Se dirige a Él llamándolo Señor, no por simple cortesía, sino porque ha reconocido la autoridad y poder de Dios en su persona y en su palabra. Por eso cree antes de ver el signo realizado en favor de su criado. Todavía no ha ido Jesús a curarlo y ya él proclama: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero basta que digas una sola palabra y mi criado quedará sano.

La fe no necesita ver signos y prodigios para tener la certeza del amor del Señor; le basta la Palabra que refiere lo que Él ha hecho por nosotros. La confianza es base de la fe y del amor.

La inserción de un texto profético (tomado de Is 49, 12; 59, 19; Mal 1,11) subraya la otra enseñanza del pasaje: el anuncio de la admisión de los paganos a la salvación, simbolizada en el banquete celestial, en compañía de los patriarcas, y del cual quedan excluidos los judíos, que eran los destinatarios primeros. A ese pueblo que lo rechaza Jesús propone el modelo de fe que les da un pagano. Como Abraham que era un extranjero y que, sin ver, creyó en la palabra de Yahvé y fue constituido padre en la fe de una posteridad bendecida, así también el centurión romano que, sin ver, cree en el poder divino de Jesús, viene a ser modelo de esa fe que hace extensiva la bendición de Abraham a todas las familias de la tierra.

Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para que mi criado quede sano. La humildad  es otro componente de la fe. Repetimos las palabras del centurión creyente cuando nos acercamos a recibir el Cuerpo del Señor. No somos dignos, lo que se nos da no depende de nuestros méritos. Todo es don y gracia.

La gratuidad del amor se muestra en el episodio que sigue a continuación, la curación de la suegra de Pedro. Nadie la pide, es Jesús quien toma la iniciativa, entra en la casa, ve a la enferma, la toma de la mano y la fiebre desaparece. La acción de la gracia de Cristo nos precede y se nos anticipa.

Se subraya, a pesar de la brevedad del texto, la reacción de la mujer curada: se levantó y se puso a servirle. En este gesto se condensa el fruto de la enseñanza de Jesús. Todo está ahí. La mujer lo ha hecho suyo. El favor recibido ha sido por puro amor y gracia; ella, como modelo de discípula, lo retribuye con su amor y servicio. Así esta pobre mujer se convierte en maestra del verdadero seguimiento de Jesús.

A continuación, Mateo pone un breve sumario de la actividad sanante y liberadora de Jesús. La intención parece ser introducir un texto de Isaías sobre la figura del Siervo de Dios, que carga consigo los dolores y sufrimientos del pueblo (Is 53, 4). Jesús, el Siervo, asume como propias nuestras flaquezas y enfermedades, que se convierten en el lugar de nuestro encuentro y unión con Él.

viernes, 25 de junio de 2021

Curación de un leproso (Mt 8, 1-4)

P. Carlos Cardó SJ

Jesús limpia al leproso, mosaico bizantino de autor anónimo (siglo XII aprox.), techo de la Catedral de la Asunción, Monreale, Palermo, Italia

En aquel tiempo, al bajar Jesús del monte, lo siguió mucha gente. En esto, se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo: "Señor, si quieres, puedes limpiarme".

Jesús extendió la mano y lo tocó diciendo: "Quiero, queda limpio!". Y en seguida quedó limpio de la lepra.

Jesús le dijo: "No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que mandó Moisés".

Los capítulos 8 y 9 de Mateo están dedicados a las obras mesiánicas que Jesús realizaba como signos anticipatorios de la venida del reino de Dios. Los tres capítulos anteriores (5-7) sobre el sermón del monte contenían las enseñanzas necesarias para entrar en el reino. Mateo ve una unidad entre las palabras y las acciones de Jesús, tal como fue enunciada en los sumarios del final de los capítulos 4  y 9: Jesús recorría todos los pueblos y aldeas, enseñando en las sinagogas judías, anunciando la buena noticia del reino y sanando todas las enfermedades y dolencias (Mt 9, 35, Cf. 4, 23-24).

Las curaciones de leprosos son especialmente significativas. La idea que se tenía de su enfermedad (y en general de las afecciones contagiosas de la piel) hacía de estos pobres desgraciados verdaderos cadáveres andantes y su eventual curación era como si los muertos volvieran a la vida. La lepra tenía significación religiosa y social. La diagnosticaban los sacerdotes y sólo ellos podían verificar su curación. Excluidos de todo intercambio social, obligados a vivir a la intemperie fuera de los poblados, no podían asistir a los actos religiosos de su comunidad, eran vistos como heridos por Dios e impuros, y nadie podía acercárseles y, menos aún, tocarlos porque transmitían su impureza, igual que cuando se tocaba un cadáver. Si se curaban quedaban libres de todas estas maldiciones, pero los sacerdotes tenían que autorizar su readmisión en la vida social.

El relato se centra en la respuesta de Jesús: Quiero, queda limpio. El milagro en sí no se describe, tampoco la actuación de los presentes ni hay ceremonial alguno. Lo único que hace Jesús es tocarlo, no como parte de ninguna técnica de curación, sino movido a compasión y, por supuesto, a sabiendas de que, al hacerlo, infringe una prohibición legal. Queda claro que lo que cura es la voluntad del Señor, que pone en acto el poder liberador propio del Mesías anunciado por los profetas (cf. Is 26,19; 35, 5s; 61, 1).

Pero además del poder de Jesús sobre las fuerzas del mal, el texto destaca que el milagro es posible por la fe. No es una acción mágica; se encuadra dentro de una relación entre dos personas. El enfermo se dirige confiadamente a Jesús, reconoce su poder y mueve su voluntad. Por su parte, el Señor atiende la súplica del que lo implora.

Después de curarlo, le ordena que se presente al sacerdote y ofrezca el sacrificio prescrito por Moisés, para quedar reincorporado a la comunidad. Pero más allá de respetar lo mandado por la Ley es claro que Jesús con este tipo de acciones anula todo motivo de discriminación y exclusión entre las personas. Con su llegada quedan derribadas las barreras de separación entre los hombres y queda claramente fundamentado en la nueva ley el derecho de todos los seres humanos a ser tratados con igualdad y respeto, por tener una misma dignidad de hijos o hijas de Dios.

El silencio que Jesús impone al enfermo curado tiene en cuenta la idea errónea que el pueblo se ha formado del Mesías esperado y evita que en torno a su persona se genere un ambiente de entusiasmo mesiánico triunfalista. No quiere tampoco que la gente lo siga de manera interesada, como un simple taumaturgo dotado de poderes sobrenaturales, y se vean sus curaciones como meros sucesos asombrosos, y no como señales de la presencia anticipada del reino de Dios.

Finalmente, el gesto del leproso, de postrarse ante Jesús en señal de adoración, y el invocarlo como Señor, muestran que reconoce la presencia de lo divino en Él. Su súplica contiene una auténtica confesión de fe cristiana y señala la clave de interpretación de todo el relato. La figura del leproso adquiere carácter simbólico, representa al cristiano que, en la Iglesia, encuentra a Jesucristo resucitado con todo su poder liberador.

El pasado de la acción salvadora se actualiza por la virtud iluminadora de la palabra revelada y hace ver al lector del evangelio que también para él –cualquiera que sea su enfermedad o dolencia, su necesidad o padecimiento– sigue disponible la gracia del Señor como lo estuvo para aquellos enfermos y necesitados a los que liberaba con su poder misericordioso.

jueves, 24 de junio de 2021

Nacimiento de Juan Bautista (Lc 1, 57-66)

P. Carlos Cardó SJ

El nacimiento de Juan Bautista, óleo sobre lienzo de Giuliano Bugiardini (siglo XVI), Galería Estense, Módena, Italia

A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo. Se enteraron sus vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y la felicitaban.

A los ocho días fueron a circuncidar al niño, y lo llamaban Zacarías, como a su padre. La madre intervino diciendo: "No! Se va a llamar Juan".

Le replicaron: "Ninguno de tus parientes se llama así". Entonces preguntaban por señas al padre cómo quería que se llamase. El pidió una tablilla y escribió: "Juan es su nombre". Todos se quedaron extrañados.

Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua, y empezó a hablar bendiciendo a Dios. Los vecinos quedaron sobrecogidos, y corrió la noticia por toda la montaña de Judea. Y todos los que lo oían reflexionaban diciendo: "¿Qué va ser este niño?". Porque la mano del Señor estaba con él.

El niño iba creciendo, y su carácter se afianzaba; vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel.

Juan Bautista fue el hombre que recibió de Jesús el mayor de los elogios: Yo les digo que, entre los hijos de mujer, no hay nadie mayor que Juan.

La narración de su nacimiento la hace San Lucas con pocas palabras, porque prefiere resaltar más la imposición de su nombre. Pero en esas pocas palabras, se expresa algo muy importante en la Biblia: la concepción y nacimiento de los personajes que van a tener una misión especial en la historia de Israel es un acontecimiento en el que Dios interviene. Esto se destaca de modo especial cuando la mujer que concibe es una estéril como Sara, esposa de Abraham y madre de Isaac (cf. Gen 16, 1; 17, 1), o como la esposa de Manoa, que concibió y dio a luz a Sansón (Cf. Jue 13, 2-5). Por esto, en el caso de Isabel, esposa estéril de Zacarías, los vecinos ven en su parto una acción de la misericordia y se alegran con ella.

Aparte de esto, es indudable que la antropología contenida en la Biblia considera la venida al mundo de toda persona no como un acontecimiento o fenómeno fortuito o puramente biológico. Cada nacimiento es un hecho querido por Dios, y responde siempre a un designio suyo de amor. “Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre. Te doy gracias porque eres sublime y tus obras son prodigiosas” (Sal 139, 13-14).

El nombre Juan. En las culturas antiguas el nombre que se daba a las personas era siempre significativo. «Nomen est omen», (el nombre es presagio, pronóstico), decían los latinos; y para los hebreos el nombre señalaba algún atributo de Dios que en la vida del recién nacido se iba a manifestar, o el significado de la misión que le tocaba desempeñar al niño. «Su nombre es Juan» (Lc 1,63) dice Isabel y Zacarías lo confirma ante de los parientes maravillados, escribiéndolo en una tablilla.

El mismo Dios, por su ángel, había dado este nombre que significa «Dios es favorable». En la vida de Juan Dios se mostrará favorable a su pueblo y a toda la humanidad. Pero no sólo en su vida: Dios siempre está en favor de todos sus hijos e hijas, en favor de toda vida humana aun antes de nacer. Mi propia vida, desde su concepción, demuestra que soy llamado por él a la existencia. El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre (Is 49,1).

Juan nace con una misión que cumplirá cabalmente: vivirá dedicado a preparar la venida de Jesús Mesías. Como él, todos tenemos una misión que cumplir: la que nuestro Creador y Padre nos asigna aun antes de nacer. Ella confiere orientación y sentido a mi existencia. Percibida en mi interior como una llamada o atracción que aúna y orienta todos mis deseos, puedo libremente optar por ella como mi propio camino y elegir las actitudes que más me conduzcan a su cumplimiento, seguro de que en ello me juego mi realización personal y mi felicidad.

miércoles, 23 de junio de 2021

El árbol bueno da frutos buenos (Mt 7, 15-20)

P. Carlos Cardó SJ

Árboles y maleza, óleo sobre lienzo de Vincent van Gogh (1887), Museo Van Gogh, Ámsterdam, Países Bajos

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: "Cuidado con los profetas falsos; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conocerán. A ver, ¿acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos. El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego. Es decir, que por sus frutos los conocerán".

Las primeras comunidades cristianas vivieron una experiencia perturbadora que, sin duda, Mateo tiene en cuenta en su evangelio: la presencia de falsos profetas o maestros que aparecen como pacíficos e indefensos, pero destruyen desde dentro la comunidad. San Pedro habla de falsos maestros, que introducen encubiertamente errores perniciosos (2Pe 2,1-2). San Pablo alerta a los cristianos de Roma para que se fijen en los que causan divisiones y tropiezos en contra del mensaje cristiano y para que se aparten de ellos (Rom 16,17).

Entre estos falsos profetas y maestros, los que mayor preocupación le causaron al Apóstol fueron los judaizantes que actuaban para ser vistos como fieles a ley de Dios (Gal 6, 12-17), pero en realidad eran una levadura malsana (Gal 5,7-12) que le quitaba a la cruz de Cristo su valor redentor.

Junto a ellos ponía también Pablo a aquellos que, con su vida licenciosa, no pensaban más que en las cosas de la tierra y propagaban malas costumbres (Fil 3, 18-9). Todos ellos son los “asalariados” de la parábola del Buen Pastor en el evangelio de Juan (Jn 10,12) y los “lobos rapaces” a los que alude Pablo en su despedida de Mileto: Yo sé  que, después de mi partida, se introducirán entre ustedes lobos rapaces que no perdonarán el rebaño; y también entre ustedes mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas para arrastrar a los discípulos detrás de sí (Hech 20,29).

Esta experiencia, que subyace al texto que comentamos, no es cosa del pasado. Apunta a todos aquellos que seducen al pueblo con apariencias de bien y de verdad, pero persiguiendo fines interesados. No sólo predican falsas doctrinas, sino que se atribuyen la función de maestros inspirados por Dios o sabios conocedores de las cosas espirituales, pero que no lo son en realidad. Su disfraz en piel de oveja significa que se presentan como inofensivos miembros del “rebaño” y hacen daño a los desprevenidos.

Mateo da a la comunidad una norma para poder reconocer a estos falsos profetas y maestros: saber discernir lo bueno y lo malo en lo que proponen. Es la primera regla del discernimiento espiritual: al árbol se le conoce por sus frutos. Todo árbol bueno da frutos buenos; el árbol malo da frutos malos. Sus palabras y su modo de comportarse pueden parecer acertados y correctos, son su disfraz. Pero su verdadero ser, en contradicción con la voluntad de Dios, no puede quedar oculto a pesar de todas sus apariencias externas. Descubrir a dónde pretenden llevar a la comunidad es la finalidad del discernimiento. Hermanos queridos, no crean a cualquiera que pretenda poseer el Espíritu. Hagan más bien un discernimiento para ver si pertenece a Dios  (1Jn 4,1).

A todo esto, San Ignacio de Loyola en sus famosas reglas para el discernimiento espiritual añade algo muy certero, que vale no sólo para distinguir los buenos de los malos maestros, sino también las buenas y malas inspiraciones, deseos o tendencias que pueden surgir en nosotros “bajo apariencia” de bien y pueden engañarnos, llevándonos a tomar malas decisiones.

Nos dice que debemos analizar el desarrollo que tienen tales deseos o pensamientos que nos vienen porque si en su origen, en el medio o en el fin al que nos llevan todo es bueno o inclinado al bien, eso es señal de que proceden del buen espíritu; pero si al comienzo, al medio o al fin encuentro algo malo, o menos bueno de lo que me había propuesto hacer, o debilita mi vida espiritual, me inquieta y perturba, quitándome la paz, tranquilidad y quietud que antes tenía, eso es clara señal de que procede de mal espíritu, con el cual no voy a poder tomar buenas decisiones (Ejercicios Espirituales, 333).

martes, 22 de junio de 2021

No Profanar lo “santo” y la Regla de Oro (Mt 7, 6.12-14)

P. Carlos Cardó SJ

La victoria, óleo sobre lienzo de René Magritte (1939), colección privada, Inglaterra

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "No den lo que es santo a los perros, ni echen sus perlas a los cerdos, pues podrían pisotearlas y después se volverían contra ustedes para destrozarlos. Todo lo que ustedes desearían de los demás, háganlo con ellos: ahí está toda la Ley y los Profetas".

"Entren por la puerta angosta, porque ancha es la puerta y espacioso el camino que conduce a la ruina, y son muchos los que pasan por él. Pero ¡qué angosta es la puerta y qué escabroso el camino que conduce a la salvación!  y qué pocos son los que lo encuentran".

Para los hebreos, los perros y los cerdos eran animales impuros, así aparecen en varios pasajes de la Escritura (1Sam 17,43; 24,15; 2Sam 3,8; 9,8; 16,9; Prov 26,11; 2Pe 2,22).  Lo santo tenía relación con el culto, concretamente con la carne de los sacrificios que no podía darse a los perros. Por otra parte, dar perlas a los cerdos sería absurdo. En contexto cristiano, lo santo y las perlas hacen referencia a los dones más preciados de la comunidad cristiana: la palabra de Dios y al pan de la eucaristía.

Situada en este contexto, la frase recuerda a los discípulos que no conviene ofrecer el don santo del evangelio y del pan eucarístico a quienes no sólo no los van a aceptar, sino que harían de ello escarnio y mofa. Se debe proteger el evangelio, la moral cristiana, la comunión eclesial, el bautismo, la eucaristía y los demás sacramentos de toda profanación posible.

Pero, obviamente, no se puede interpretar la frase como prohibición del anuncio del evangelio a todas las naciones, tarea que el mismo Jesús mandó realizar a los discípulos: Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos… (Mt 28, 19).

La experiencia de la Iglesia confirma la necesidad de actuar gradualmente y con prudencia en la tarea evangelizadora, procurando adaptar el mensaje a la situación de los pueblos y respetando siempre sus culturas. Querer imponer las verdades evangélicas a la fuerza cuando el auditorio no está preparado para comprenderlas, sería inútil; más aún, podría producir reacciones violentas o contrarias a lo que se pretende. Por lo demás, si no juzgo a los otros de buenos y malos y reconozco que el mal actúa también en mí, podré saber lo que conviene hacer por el bien del prójimo.

La frase siguiente de Jesús es la llamada “regla de oro”: Traten a los demás como quieren que ellos los traten, porque en esto consiste la ley y los profetas. Es como un compendio de la enseñanza moral cristiana y la norma para llevar a la práctica el mandamiento del amor. En Tobías 4,15 esta regla aparece en negativo: No hagas a nadie lo que no quieres que te hagan a ti. La forma positiva en que la propone Jesús representa un nivel moral más elevado. De lo que me agrada o me duele en la manera como los demás se comportan conmigo, puedo sacar la medida segura para mi propia manera de portarme con los demás.

El amor se ha de mostrar en obras, dice San Ignacio de Loyola. El amor siempre produce un hacer en favor del otro. Todos sabemos cuáles son nuestros derechos, aspiraciones y deseos. El amor lleva a considerar los derechos del otro como deberes para mí y las aspiraciones del otro como mis aspiraciones; debo procurar contribuir a la realización de sus justos deseos. En esto consiste el amor. El yo deja de ser el centro. Todas las enseñanzas de la Biblia (la ley y los profetas) se condensan en el mandamiento del amor, que encuentra, a su vez, en la regla de oro el modo eficaz de llevarlo a la práctica. Todo lo que el amor y los preceptos de Jesús exigen, hay que hacerlo a nuestros prójimos. En este sentido, la regla de oro es como la síntesis del sermón de la montaña.

La frase de Jesús sobre la puerta ancha y la estrecha hace referencia al medio para llegar a Dios y a su reino. Jesucristo es la puerta, el mediador entre Dios y nosotros. En Él tenemos acceso a la vida divina. Su palabra es la vía estrecha que conduce a su reino, meta de nuestro peregrinar en este mundo y realización plena de todas nuestras esperanzas.

La puerta ancha y el camino amplio corresponden a nuestras falsas maneras de buscar la felicidad a impulsos únicamente de nuestras tendencias. Pero si Jesús advierte que la puerta y el camino verdaderos son estrechos no lo hace para desanimarnos sino para estimularnos a empeñarnos más y tener cuidado. La puerta del reino es estrecha y la vía del seguimiento de Cristo angosta, pero nos dan acceso a la vida filial y fraterna, nos abren a la anchura y longitud, la altura y profundidad del amor (Ef 3, 18).

Puerta ancha es hacer lo que me da la gana sin mirar los efectos que ello puede tener en los demás y en mí mismo. Camino amplio es el de la búsqueda del propio amor, querer e interés, dando la espalda a las necesidades y angustias de los pobres. Puerta ancha es también la religión hecha de prácticas y obras que pueden ser sorprendentes – ¡puedo repartir mis bienes entre los pobres y aun dejarme quemar vivo!, dice San Pablo (1Cor 13, 2) –, pero que no valen nada porque no se hacen con verdadero amor ni conllevan la entrega de lo que Dios más quiere: el corazón del hombre.

El cristianismo vivido en su radicalidad siempre nos va a parecer difícil. Hace falta empeño, sí, pero más importante es la apertura a la gracia, el caminar humildemente y confiar.