P. Carlos Cardó SJ
La tempestad calmada, óleo sobre lienzo de Arnold Friberg (1955), colección privada
Aquel día al atardecer Jesús les dijo: "Pasemos a la otra orilla". Ellos despidieron a la gente y lo recogieron en la barca tal como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un viento huracanado, las olas rompían contra la barca que estaba a punto de anegarse. Él dormía en la popa sobre un cojín. Lo despertaron y le dijeron: "Maestro, ¿no te importa que naufraguemos?" Se levantó, increpó al viento y ordenó al lago: "¡Calla, enmudece!" El viento cesó y sobrevino una gran calma. Y les dijo: "¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?" Llenos de miedo se decían unos a otros: "¿Quién es éste, que hasta el viento y el lago le obedecen?"
Después de una serie de parábolas sobre la presencia y actuación
del reino de Dios, Marcos sitúa la tempestad calmada, que es una parábola en acción.
Su intención parece ser poner de manifiesto que la falta de fe impide a los
discípulos comprender la lógica del reino de Dios, tal como ha sido expuesta por
Jesús en las parábolas.
Elemento central en el relato es la barca, que representa a la Iglesia.
En ella los discípulos acogen la invitación de su Señor con temor y
perplejidad. Al caer la tarde, les dijo:
Pasemos a la otra orilla. Ellos dejaron a la gente y lo llevaron en la barca. De
pronto se levanta un gran temporal, y las olas cubren la barca que parece a
punto de zozobrar, lejos de la orilla a la que se dirigen. No les queda otra
cosa que fijar los ojos en Jesús, fiarse de Él para poder avanzar. Si la
Iglesia se queda mirando sus propias dificultades, se hunde.
Pero –hecho curioso– Jesús duerme. Su tranquilidad le viene de la
absoluta confianza que tiene siempre en Dios. Los discípulos, en cambio, en el
peligro, sólo perciben su propia impotencia; pero en eso mismo se les abre la
posibilidad de abrirse a la fe que salva. Siempre resuena en la Iglesia el
grito de la humanidad sufriente que llega hasta Aquel cuyo nombre, Jesús,
significa “Dios salva”. Despertaron a
Jesús y le dijeron: Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?
El miedo paraliza y confunde. Es una experiencia que todos tenemos
alguna vez. Aquí el miedo tiene un contenido eclesial. Se siente a veces al no
poder compaginar esas dos imágenes de la Iglesia que el evangelio emplea: la de la casa construida sobre
roca, que sugiere estabilidad y seguridad, y la de la barca, que se mueve y navega no siempre por mares
tranquilos sino encrespados, golpeada por las olas. La experiencia nos puede
hacer sentir inseguros o llenar la mente de confusiones. Jesús nos echa en cara
la falta de confianza: ¿Por qué son tan
cobardes? ¿Aún no tienen fe?
Podemos también referir el texto al camino de fe del cristiano,
que no es camino llano sino sembrado de agitaciones, dudas y caídas. La duda
está en medio entre la incredulidad y la fe. De una u otra forma todos pasamos
por ella. Y llega un momento en que nos decidimos a invocar al Señor, más allá
de lo que hemos creído o no creído.
Aparte de esto, están también nuestros miedos personales y
colectivos ocasionados hoy, entre otras cosas, por las crisis económicas, los escándalos,
la inseguridad, el daño ecológico; amén de la carga negativa de carencias, limitaciones
y debilidades que cada cual lleva consigo en su propia historia. Todo eso puede
llegar a paralizar a una persona, o hacerla incurrir en depresión, abandono,
desesperanza.
Frente a todo temor y miedo, el mensaje central del texto se ve en
la pregunta que hace Jesús: ¿Cómo no
tienen fe? San Pablo dirá: Sabemos
que en todas las cosas interviene
Dios para el bien de los que lo aman (Rom 8,28). Por consiguiente, es
importante aprender a percibir la presencia del Señor en medio de las dificultades,
a valorar lo positivo que se mezcla con lo negativo, y a discernir los signos
de esperanza (por pequeños que sean) que se dan en medio de las tribulaciones. Madurez
humana y cristiana es saber leer la historia a la luz de la Palabra; no dejarse
vencer por el mal, sino vencer el mal a fuerza de bien; saber asimilar crisis y
frustraciones de tal modo que, cuando falte lo ideal, pueda uno aferrarse a lo
posible y no desfallecer jamás.
La
presencia de Cristo Resucitado en su Iglesia es callada, silenciosa, como quien
está ausente o dormido, aunque en realidad está activo cumpliendo su promesa: Yo estaré con ustedes todos los días hasta
el fin del mundo. En las crisis, en las caídas, en la soledad y oscuridad, el
cristiano se agarra de su Señor y alarga también la mano para ayudar a otros.
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