P. Carlos Cardó SJ
Jesús dijo a sus seguidores: "Ustedes han oído que se dijo: «Ojo por ojo y diente por diente». Pero yo les digo: No resistan al malvado. Antes bien, si alguien te golpea en la mejilla derecha, ofrécele también la otra. Si alguien te hace un pleito por la camisa, entrégale también el manto. Si alguien te obliga a llevarle la carga, llévasela el doble más lejos. Da al que te pida, y al que espera de ti algo prestado, no le vuelvas la espalda".
Los criterios de conducta que Jesús transmite en el
discurso del monte revelan cómo juzga Dios, quiénes entrarán en su reino. Pero son
criterios normativos que nos pueden hacer pensar: duro es este lenguaje, quién podrá cumplirlo. Estamos condicionados
por la lógica del mundo. Por eso nos cuesta tanto el devolver bien por mal, porque
estamos continuamente bombardeados por la ideología de la venganza que los
medios, el cine sobre todo, propagan con el falso presupuesto de que con ella
se vence al mal y se da una justa reparación a los perjudicados. Pero no es
así.
Jesús reacciona contra la antigua ley del talión (ojo por ojo, diente por diente) que
pretendía restablecer el orden poniendo un límite a la sed de venganza mediante
la búsqueda de una cierta paridad (Gen
4,23). En el fondo había la creencia de que al mal se le vence mediante el
miedo a un castigo equivalente o incluso mayor que el daño causado con la
ofensa. Pero la aplicación de tal norma no resuelve el mal; lo que consigue en
todo caso es duplicarlo.
Jesús se sitúa en otra óptica, en la de Dios, su Padre, cuya
justicia está siempre cargada de misericordia. En el plano humano, la búsqueda
de ese horizonte de la justicia perfecta se cumple en el mandamiento del amor, que
extrae el bien de todas las formas del mal. Esta justicia es la que llevará al
Hijo de Dios a cargar sobre sí en la cruz la maldad de sus hermanos para
vencerla mediante el amor que triunfa sobre la muerte, último reducto y logro
del mal en el mundo.
Atacar al mal, no al malvado, es lo que se ha de buscar. El mal,
en efecto, hace daño en primer lugar a quien lo comete, es su primera víctima.
Y ese malvado que me ha hecho daño es, a pesar de todo, hermano mío, a quien debo
amar como tal. Hasta ahí extiende su comprensión el amor cristiano. Comprende sí,
no condena. Tiene en cuenta que son muchos y muy complejos los factores que
intervienen en la conducta humana.
Por ello la Iglesia ha repetido tantas veces que hay estructuras sociales
de pecado que influyen en las personas volviéndolas malas, a veces sin que se
den cuenta. Así, detrás de un delito cometido se puede comprobar muchas veces
una historia personal de frustración, humillación, abandono, o exclusión. Y el
hombre que ha vivido así hasta dar con su vida en el horror del delito cometido
es mi hermano. Quiero, por tanto, que el mal no triunfe ni en mí ni en él, que
no triunfe en nadie.
La lógica del mundo, en cambio, me incita a la venganza. Me lleva
a no darme cuenta de que al pedir el mal contra el que me ha ofendido, y desear
incluso su muerte, permito que el mal dirija mis sentimientos y actitudes; quiero
hacerle al otro el mal que condeno en él, le doy a la acción mala categoría de
bien necesario, opto por el mal al odiar a quien lo ha cometido. El odio y el deseo
de venganza es connivencia con el mal que se intenta resolver.
Jesús nos invita a superar esa manera de pensar: Él ama al pecador
y odia el mal, lucha contra él y no quiere que triunfe en ninguno de sus
hermanos. Por eso, la gente de mal vivir y los excluidos fueron objeto de su compasión.
Para nosotros, en cambio, son objeto de reprobación: ¡lo que ellos han hecho, hay que hacérselo! Pero eso no
resuelve nada y puede hacer incluso que el mal se propague. Ocurre así en todos
los niveles de las relaciones humanas: el matrimonio, la amistad, toda
asociación de personas se rompen si lo que se busca es hacer sentir al ofensor el mismo dolor que él infringió.
Por eso, todo ha de intentarse: diálogo, acuerdo, negociación,
discusión incluso y reprensión, todo menos usar el mal contra el mal. Y
convenzámonos, hasta que la misma administración de justicia, no sea capaz de
integrar en sus juicios el “principio misericordia”, para buscar el bien de la
persona y no sólo el castigo, nunca será posible la regeneración o la reeducación
de los sentenciados.
Y así, por el bien mayor que se puede desear, para que triunfe el
amor que rehabilita, para que la fraternidad llegue a normar la vida en sociedad,
y para desmentir la lógica de la venganza, el cristiano que sigue con
radicalidad a su Señor se hace capaz de renunciar aun a su propio derecho, muestra
la otra mejilla, entrega capa y manto, y camina con el otro no una milla sino
dos.
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