P. Carlos Cardó SJ
Por las fiestas de Pascua iban sus padres todos los años a Jerusalén. Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según costumbre. Al terminar ésta, mientras ellos se volvían, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que sus padres lo supieran. Pensando que iba en la caravana, hicieron un día de camino y se pusieron a buscarlo entre los parientes y los conocidos. Al no encontrarlo, regresaron a buscarlo a Jerusalén. Al cabo de tres días lo encontraron en el templo, sentado en medio de los doctores de la ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que lo oían estaban atónitos ante su inteligencia y sus respuestas.
Al verlo, se quedaron desconcertados, y su madre le dijo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”.
Él replicó: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo estar en la casa de mi Padre?”. Ellos no entendieron lo que les dijo. Regresó con ellos, fue a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón. Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en el favor de Dios y de los hombres.
Este pasaje rompe el silencio de la vida oculta de Jesús
en Nazaret y relata un acontecimiento relevante en el conocimiento progresivo
de la identidad de Jesús. Nos dice el
evangelio de Lucas que los padres de Jesús iban
todos los años a Jerusalén para la fiesta de Pascua y que llevaron también
al Niño cuando cumplió doce. Terminada la fiesta, se quedó en Jerusalén sin saberlo sus padres. Al no encontrarlo, regresaron a Jerusalén en su busca. Lo buscaron
tres días. Sólo podían imaginar que estaría con los parientes y conocidos. Angustia,
impotencia de quien no encuentra al ser querido, a la persona que uno no puede
dejar de buscar. Evoca la angustia que sentirán las mujeres en el sepulcro al
no hallar entre los muertos al que está vivo.
Después
de tres días. Lo hallaron en el templo. Es
decir, en el lugar donde la gloria de Dios se manifestaba. Está allí, en lo
suyo, sentado y enseñando con autoridad la Palabra de Dios a los maestros de la
Palabra. Como su padre y su madre que lo buscan tres días en vano, los
apóstoles y las santas mujeres tendrán que esperar al tercer día para comprobar
que la Palabra de Dios se ha cumplido en el Crucificado. Y a nosotros también, que
lo buscamos sin saber cómo, el texto nos da la respuesta.
La pregunta de Jesús a sus padres: ¿Por qué me buscaban? No sabían que…, más que un reproche, hay que
entenderla como una invitación que los lleva a procurar comprender, con la
confianza propia de la fe, y no con angustia, los planes que Dios tiene. Jesús les
recuerda que Dios es su Padre. Es la primera vez que designa a Dios como su
Padre. “Abbá” es en el evangelio de
Lucas la primera y última palabra de
Jesús. La más reveladora de su propia identidad y de nuestra identidad, pues es
el Hijo amado del Padre, en quien y por
quien también nosotros somos hijos e hijas de Dios.
Este Hijo debe estar en las cosas de su Padre, ocuparse de ellas pues
para esto ha venido al mundo: para escuchar y cumplir lo que el Padre le diga. Y
ese será su alimento, hacer su voluntad.
María y José no
comprendieron lo que les decía, lo comprenderán más tarde. Y para ello, María,
la creyente, que escucha y acoge la Palabra, conservará todas estas cosas meditándolas en su corazón. Después de
haber llevado al Hijo en su seno, lo lleva ahora en su corazón. Ella nos enseña a meditar las palabras
de su Hijo, todas, las que nos consuelan y alegran y las que nos exigen y nos
cuesta comprender.
Como ella, tampoco nosotros comprendemos de inmediato el misterio
de los tres días de Jesús con el Padre. Como ella, procuramos conservar en el
corazón las palabras, las aprendemos de memoria, aunque su plena comprensión
todavía se nos escape. El recuerdo constante de la Palabra ilumina el corazón y
nos hace alcanzar la madurez del hombre perfecto, la estatura plena de Cristo (Ef 4,13).
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